martes, 19 de febrero de 2013

La medicina del plato

Cuando Hipócrates, en el siglo V a.C dijo: “Que tu alimentación sea tu medicina” no tuvo que añadir “que sobre todo no sea tu veneno”, quizás porque para entonces no había transgénicos, ni granjas industrializadas, ni azúcar en todas las bebidas (o aspartamo en las bebidas sin azúcar), ni tampoco ingredientes que parecen ecuaciones de segundo grado. A propósito de esto último, se me ocurre que podríamos aprovechar las clases de matemáticas para conocer los colorantes, conservantes y demás aditivos alimentarios mientras, junto con las tradicionales X e Y, aislamos las E333, E951 o E120. De momento, se me antoja la manera más factible para que los estudiantes reciban una educación en torno a la nutrición, no sólo por los recortes presupuestarios, sino también porque parece que a nadie le importa demasiado saber que, a este paso, en vez de al cementerio, nos van a tener que venir a llorar al vertedero. Pero, dejando a parte este símil caricaturesco, lo cierto es que la mayoría de los componentes de la dieta habitual han sido creados artificialmente, no ya para potenciar nuestra salud y la del resto del planeta, como prometía la revolución verde de la década de los 70, sino para generar productos que compiten entre ellos a fin de tener un aspecto mucho más apetecible; pues ya no sólo escogemos pareja por su físico, sino que también compramos los zumos, los yogures y los botes de tomate frito más guapos. Aunque, como siempre, valoremos sólo la belleza exterior, en este caso, la de las marcas y envoltorios con más gancho.

Asimismo, nadie puede negar que la comida también está sujeta a la moda y, de hecho, ya nadie se acuerda de las temporadas pasadas, cuando el pan integral era el único pan disponible porque los molinos no podían refinar la harina hasta convertirla en lo que es hoy: el residuo que queda después de abstraerle al grano toda su riqueza nutricional. También son pocos los que consumen legumbres habitualmente, como si éstas fueran lo peor de la década de los noventa, cuando a los leggings se les llamaba mallas y los chandals eran de táctel.

Con todo este paradigma alimentario, luego no tenemos derecho a extrañamos de la incidencia de cáncer, de diabetes, de obesidad, de enfermedades coronarias y me atrevo a decir que incluso de depresión y ansiedad - no en vano, dos estudios de universidades nacionales han concluido que el consumo de dulces y productos cárnicos refinados, eleva en casi un 60% el riesgo de padecer un trastorno psicológico de este tipo.

Es urgente recuperar la sabiduría del adagio de Hipócrates si queremos ser los verdaderos protagonistas de nuestra salud. Especialmente, cuando los conocimientos de nutrición más populares se reducen a diferenciar dos clases de alimentos: los que engordan y los que no, como si la alimentación sólo fuera importante cuando llega el momento de lucir biquini. Recuerden que “Somos lo que comemos”, pero no sólo de piel para afuera. 


Publicado en el Diari de Terrassa el 8 de noviembre de 2012