martes, 19 de febrero de 2013

Peregrinos de la tierra

Las vacaciones han cambiado mucho desde que era pequeña; entre otras cosas porque antes duraban dos meses y las actividades que más disfrutaba eran los hoy humildes paseos en bicicleta, torneos de juegos de mesa, partidos de veintiuno de baloncesto y, en definitiva, un sinfín de actividades que surgían por sí solas con los amigos de hacía años o de hacía cinco minutos. Ser pequeño tiene esa ventaja: los “mejores amigos” pueden surgir en la tienda de golosinas, cuando uno le pregunta al otro si le cambia un osito rosa por una dentadura de goma.

El caso es que al hacernos mayores, las vacaciones se transforman en algo ansiado y temido al mismo tiempo, porque en ellas parece que reside la promesa de felicidad anual, como si fueran la única posibilidad de redimirse de la rutina. Por eso mismo las expectativas suelen ser muy altas, lo que nos crea una ansiedad absurda que acaba frustrando nuestros deseos de pasar un buen rato. A punto estuvimos, mi marido y yo, de caer en ese desengaño. Afortunadamente, supimos redirigir nuestros días libres hacia un rumbo que nos ofreció lo que verdaderamente se busca en vacaciones: no tanto “desconectar” como conectar con uno mismo. Así fue como empezamos nuestros primeros pasos literales desde Roncesvalles, la puerta del Camino de Santiago.

Ser peregrino es una experiencia que todos deberíamos probar. La sensación de realizar por tu propio pie el viaje, de cargar con tus necesidades y de llegar a un destino donde nada está reservado de antemano es la combinación perfecta de aventura, ejercicio, tiempo de silencio, contacto con la naturaleza y de relación social. Además, es una analogía práctica perfecta de nuestro peregrinaje por la vida, en donde hay que seguir siempre adelante, sin aferrarse a la etapa pasada ni a los caminantes de ayer. También, como el turista vacacional, existe quien hace turismo por la vida y se afana más en comprar souvenirs y en hacer fotos para el recuerdo que en impregnarse de la vivencia presente.

De vuelta a casa, me he impuesto el deber de recordarme la felicidad de la que he disfrutado durante los días por la vía jacobea, cuando me bastaba saber que lo único que necesitaba para seguir avanzando era mi propia disposición a hacerlo, pues todos los otros recursos necesarios, estaban ya a mi alcance. Me sorprendo a veces canturreando una canción que aprendí en unos campamentos en la sierra de Madrid: “A nada a nada nunca he de temer, yendo junto a ti con tus ojos de fe, nunca he de temer”. Y a pesar del tono apologético, pienso que, efectivamente, ¿a qué debiera temer, sabiendo que cuando comulgo con el universo, estamos ambos del mismo bando? Ya ven que en mi equipaje, mi navaja suiza es la confianza.


Publicado en el Diari de Terrassa el 13 de septiembre de 2012