viernes, 25 de septiembre de 2015

Llega el 27 y no sé qué ponerme

El otro día no pude dormir. Soñaba durante toda la noche que seguía viendo el debate político. A los pocos días, volvían a repetir el debate en otra cadena y a pesar del riesgo de tener pesadillas, no pude evitar quedarme a verlo hasta el final. Ese día dormí mejor pero aún así me pasó algo horrible: un inusitado sentimiento de simpatía me invadía y un político me empezaba a caer bien. A mi favor tengo que decir que no es culpa mía, que esta vez los responsables de imagen han sabido encontrar un candidato que parece una persona, y además normal, tanto que en un principio ni le presté mucha atención aunque yo lo descubrí incluso antes de que bailara. En todo caso, me alegra constatar que sus dotes como representante político parecen mucho mejores que como bailarín, y eso que yo nunca lo encontré ridículo, sólo una persona, y además normal, de las que cuando oyen una de sus canciones favoritas experimentan ganas de moverse y lo hacen a pesar de la gente. Hace tiempo leí una frase que decía algo así como que antiguamente lo habitual era que en una fiesta todo el mundo se arrancara a bailar o a cantar para pasárselo bien, mientras que ahora parece que nos avergüenza hacerlo si no tenemos un ritmo o una voz especialmente buena, como si no tuviéramos derecho a ello. Si no recuerdo mal, creo que la frase acababa también con una admonición extrapolada muy aterradora: llegará el día en que sólo sonrían los que puedan presumir de dientes. 

Para mi, además, el mérito de este político es decir cosas que no parecen surgidas de una ideología partidista, de un sentimiento que fuerza los argumentos, sino del sentido común puesto al servicio de la resolución de conflictos de intereses: a veces me parece como si sus tesis fueran las más científicas de todas, quizás sólo sea porque es de los pocos que razona sin usar falacias o demagogia y parece querer ganar porque confía sinceramente que su programa es el mejor de los que se han propuesto, y no por ambición, sed de poder o de venganza, como me suscitan el estilo de otros. Y aún así, no soy socialista ni sé si los vaya a votar finalmente, pero me ha alegrado saber que hay políticos que si no lo son, parecen de verdad inteligentes, buenos oradores, espontáneos, educados y bonachones. Insisto, eso no cambia mi color político -desteñido desde que tengo conciencia ciudadana- pero me devuelve un poco la confianza en las estructuras gubernamentales, otra vez empiezo a pensar que la democracia es posible con líderes que no sólo se enorgullecen de ser los representantes reales del pueblo y para el pueblo,  -para lo cual muchos no dudan en instigar revoluciones contraproducentes- sino que aportan también dosis de lógica, rigor y sensatez que escasean en los discursos de las masas.

Algunas veces sucumbo a hacerme tests políticos, tan absurdos si cabe como los de la Cosmopolitan -“¿Cuál es tu personalidad sexual?” “Qué celebrity eres cuando sales de fiesta?”- sólo por tener una idea aproximada de a quién representa que debiera votar con mis ideas, tan dispares entre ellas que empiezo a pensar si no deba ir al psiquiatra a tratarme por esquizofrenia. Quiero ser honesta, evitar que por sesgos cognitivos determinados estuviera poniendo en el sobre la papeleta equivocada, y lo paso mal, no se crean, sobre todo ante la posibilidad de que resulte que sea conservadora y de extremaderecha.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 25 de septiembre de 2015

viernes, 18 de septiembre de 2015

La promesa del conocimiento

No nos hacía falta estudiar tanto, como dice el título del libro de Marta Rojals. No tendríamos que haberlo hecho para acabar como estamos, todavía más frustrados que los que nunca finalizaron la ESO. No era necesario ser el mejor de la clase. Solíamos pensar que el éxito académico era un indicador fiable del éxito laboral, pero estábamos equivocados. Creíamos de veras que se trataba de ir aprobando con buena nota los exámenes, hasta hacernos adultos, para poder acceder sin obstáculos a un trabajo acorde con los méritos del currículo, que se suponía era la prueba de nuestros conocimientos y competencias, pero no siempre es así, o incluso quizás nunca es así, dado el paro entre gente altamente cualificada y el nivel intelectual -por no decir ya humano- entre políticos y otros altos cargos que se lucen con manifestaciones dignas del Mundo Today. 

No se nos avisó a tiempo de que no bastaba con aprovechar aquello que se nos daba bien y nos gustaba, porque hay cosas que el mundo no quiere, así sean maravillosas, y en cambio hay cosas que todo el mundo desea y paga dinero por ellas, aunque yo no las aceptaría ni regaladas, como esas sandalias de moda con suela ortopédica, suerte que ya se acaba el verano, aunque con estos precedentes temo la moda de la nueva temporada otoño-invierno. Me ha parecido ver de nuevo pantalones campana en los escaparates. Si las tendencias siempre vuelven, les juro que yo estoy esperando las de principios del siglo XX para poder ir a gusto como Karen Blixen en Memorias de África, yo por Terrassa.

A veces veo el programa El jefe y no debería, porque aún me convenzo más de que existen personas en lo alto del organigrama empresarial que valen mucho menos que sus empleados. Es así, aunque no haya derecho, aunque parezca injusto, por eso lo mejor que podemos hacer es empezar a cambiar nuestra manera de pensar y olvidar que los de arriba son mejores en general que los de abajo, en ocasiones, hasta puede que los de arriba sólo estén ahí, aparentemente al timón de un gran barco, gracias a los de abajo. Es la única explicación que se me ocurre después de conocer a directores comerciales que usan la grafología para contratar a sus trabajadores, que según dibujen un árbol serán más o menos aptos para trabajos que nada tienen que ver con la botánica ni el arte.

No teníamos que estudiar tanto, nosotros que hemos sido los buenos alumnos de un sistema educativo discordante con la realidad actual. Aún así, y a pesar de todo, a mí la promesa del conocimiento no me defrauda, aunque no se parezca a lo que yo tenía pensado, aunque la importancia que le daban en la escuela a los poemas de Machado, a escribir sin faltas, a saber leer en voz alta sin trabarse, a conocer los clásicos de la filosofía, sólo sirva para que mientras algunos se corrompen con la cultura de, por ejemplo, el toro de la vega, otros tengamos el consuelo de estar inmunizados. No hacía falta estudiar tanto, pero qué bien sienta.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 18 de septiembre de 2015

domingo, 13 de septiembre de 2015

Ahinoa, la niña automática II


Una madre normal que hubiera visto el botón color rojo-emergencia en la barriguita de su hija no hubiera gritado emocionada “¡Oh, apretémoslo a ver qué pasa!” pero eso es precisamente lo que hizo la de Ahinoa. Por supuesto, su padre, obedeció las órdenes sin rechistar y al instante, en un remoto lugar del mundo alguien sonreía. Ocurría de tal manera que el sonriente individuo no sabía porqué se le curvaba alegremente la boca, quizás creyera que estaba motivado por las reminiscencias del chiste que le contaron en el trabajo la semana anterior o por la visión de un perro que su dueños paseaban disfrazado de caracol o por un recuerdo infantil venido a la memoria repentinamente, como cuando saltaba despreocupadamente en las colchonetas de la feria de su barrio. 

Ahinoa y su familia tampoco supieron nunca qué desencadenaba el botón de su barriga y creyéndolo roto e inofensivo lo tocaban y tocaban hasta que la niña se ponía lívida, a punto del vómito. La mayoría de las veces, no obstante, a Ahinoa el botón también le provocaba una risa automática, como la que causan las cosquillas, incluso las que duelen y te hacen suplicar que paren. Ahinoa y su familia nunca supieron cuán feliz hicieron a tanta gente, cuántas vidas salvó su botón rojo-emergencia, que hacía honor a su color sobre todo cuando los involuntarios sonrientes tenían una vida muy dura, de esas en las que sólo es posible reírse de las penas. 

Ahinoa acariciaba su botón cada mañana justo después de abrir los ojos, todavía acostada en la cama, y cada noche antes de dormirse junto a Noelia, y así regalaba a dos personas el placer de despertarse o irse a dormir con una sonrisa puesta, al menos si los afortunados compartían huso horario, porque también podía pasar que Ahinoa despertara entre carcajadas a soñolientos estadounidenses, puertorriqueños y japoneses. En este caso la risa no siempre era tan bienvenida, pues podía provocar efectos secundarios indeseados como insomnio y hasta miedo en las parejas de los hilarantes con los que dormían, que no entendían porqué su marido o su esposa se comportaba de aquella manera, más aún cuando los protagonistas nunca sabían responder de qué se reían. Muchos tuvieron que pedir cita al psiquiatra obligados por su cónyuges, convencidos de que sufrían crisis nerviosas. 

Continuará...

viernes, 11 de septiembre de 2015

Qué suerte sentirse de algún lugar

Esta semana me tocaría hablar de la Diada y otra vez siento que no puedo, porque yo no sé nada de política, ni de economía y la historia parece que de la razón a todos, según el día o la batalla que se escoja. El fuego cruzado de datos y de afirmaciones me confunde sobremanera. Alguien nos roba, pero desde que también hay ladrones en casa, ya no parece que ese argumento se esgrima con decencia. Alguien nos somete, nos domina, nos impone, nos prohibe, pero desde que son sucesos causados quizás no tanto por el color de la bandera de los vecinos, ni de su animadversión contra nosotros, sino de una agenda económica determinada, ya no sé si la solución es la independencia o el comunismo, o quizás bastara con una democracia bien ejecutada. 

Nací de padres castellanohablantes originarios de Terrassa. Mi abuelo materno habló siempre catalán en casa, mi abuela en cambio español de Jaén. Yo crecí pensando que en español el tenedor se llamaba “forquilla", que el “Bona nit” y el “adéu” eran internacionales y que lo mejor para tomarle el pulso a una casa es mirar las “racholas” de la cocina y del lavabo: nunca engañan con la edad del piso y si no se cambian, avejentan la casa sin remedio.

Mi padre sigue sin hablar catalán excepto con el perro, pero le gustaba oírme hablarlo de pequeña, como si presumiera de que supiera hablar tan bien un idioma del que él había quedado excluido. Me invitó a que empezara a hablar catalán con mis amigos y así de repente lo hice y me sentí bien: se me corrigió en poco tiempo el acento, dejé de decir barbarismos -que no barbaridades- y empecé a sentirme a gusto porque ya no se notaba que yo no era catalanohablante, sobre todo cuando siendo yo adolescente y viviendo en Matadepera pensé que lo más prudente era parecer muy catalana, como si no lo fuera por el sólo hecho de tener padres nacidos aquí, con abuelos de todos los lugares, pero que habían formado su hogar también en Terrassa, y ya se sabe que uno es de donde está su familia. 

Nunca he llegado a pensar en catalán. Me sigue gustando más leer y escribir en castellano y las películas dobladas al catalán, lo siento, pero me parecen de otro planeta, con sus “guaita”, “oh, estimada” y otras expresiones salidas del Pompeu Fabra.

Pero me gusta Cataluña. No sé si me siento catalana, tampoco sé si me siento española o europea, creo que no tengo desarrollado ese -¿será el séptimo?- sentido aunque confieso que echo de menos mi sofá, las calles de mi barrio, las cafeterías que ya saben qué quiero para desayunar, la librería que me guarda los fascículos de la colección de Tintín y todas esos detalles que hacen que a veces no pueda disfrutar de mis viajes adecuadamente porque no los siento mi casa.

Hoy celebro la Diada en Cadaqués, con mi marido, sin grandes manifestaciones y empezando a valorar ya con prisas a quién votaré en las elecciones. Lo tenía más claro cuando se trataba de votar a Obama y de hecho en su momento hasta casi me sentí americana. En cualquier caso, Feliç Diada!

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 11 de septiembre de 2015

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Ahinoa, la niña automática I

Ahinoa sabía que su vida no iba a ser como la de los demás, no sólo porque es una sensación que comparten todos los niños del mundo, sino porque su condición ya estaba marcada desde mucho antes de su nacimiento, cuando su padre conoció a una mujer llamada como ella, de la que se enamoró y a la que admiró luego cuando su relación ya hubo acabado y encontró a su madre. De nada sirvieron las horas que la madre de Ahinoa pasó delante de los santorales de todas las religiones. Su padre estaba decidido, y a su hija no se le pondría otro nombre que el de su expareja preferida. La madre cedió porque le hacía mucha gracia poder llamar a su hija “anchoa”, el mote que su marido había usado cariñosamente con su antigua novia. Así, Ahinoa nacería con unos padres peculiares que dejaron claro desde el principio que respetarían las tradiciones y las conveniencias sociales a su manera: en su familia la costumbre de poner a los vástagos los nombres de sus ancestros se cumplía, en este caso, de una forma un tanto estrafalaria. 

Ahinoa tenía montones de muñecas, pero su preferida era una pelirroja de la que no se despegaba nunca. La gente del barrio ya la conocía y cuando mandada por su madre a comprar una garrafa de agua de hasta cinco litros, la niña llegaba con su muñeca en brazos, los tenderos le advertían que no podría con las dos cosas, que dejara la muñeca y volviera a por ella más tarde, ellos se la guardarían y nadie le haría daño, pero Ahinoa no podía abandonar a su Noelia y recorría las dos manzanas que separaban la tienda de su casa con la garrafa y la muñeca a cuestas, cuidadosamente mecida en su brazo, como si efectivamente fuera un recién nacido que hubiera que llevarse con la postura correcta porque no se le aguantara todavía su pequeña cabeza.

Todos los vecinos habían pasado por una primera aproximación fallida con Ahinoa, a quien veían tan cariñosa con Noelia, que siempre asumían que jugaba a ser la madre de la muñeca, pero entonces la niña ponía cara de apiadarse del adulto que no entiende nada y le decía con su voz más seria: no, yo soy la yaya de mi muñeca, Noelia es mi nieta. 

Cuando Ahinoa cumplió siete años se hizo manifiesto que su vida, verdaderamente, no iba a ser como la de los demás porque a la niña le creció un botón rojo-emergencia dos centímetros por encima del ombligo.

Nicas, el egarense sideral III

Continuación de Nicas, el egarense sideral II

A los 40 años Nicas realizó otra proeza, casi sin querer, motivo por el cual no le daba mucha importancia y la contaba con tanta humildad como quien comenta que sabe atarse los zapatos. Lo supe otro día lluvioso de finales de septiembre, en su casa, mientras jugábamos al ajedrez. Mi estrategia estaba fallando desde hacía unos cuantos movimientos, cuando me invitó a que descansáramos un rato merendando su exquisito bizcocho de yogur de limón. Como ya nos conocíamos desde hacía meses pero aún así no sabía muchas cosas de su vida más íntima, me atreví a preguntarle si había estado casado, si tenía hijos, si tenía familia en general, ya que siempre lo había visto solo o con otros amigos. Su respuesta casi me mata: tuve una mujer, se llamaba Felicia, era feliz todos los días del mes, menos uno, cuando repetía entre sollozos que estaba harta de ser huérfana de hijos. Falleció con 38 años no sin que dos años antes  yo le hubiera dado un niño que ella podía abrazar y besar todas las noches, mientras lo acunaba con sus peluches de verduras y animales. 

Cuando Felicia murió, el niño pudo volver a ser el adulto que era: Nicas había fingido ser un bebé para su esposa, para conseguirlo estuvo semanas quitándose capas y capas de piel, finas láminas que salían de su cuerpo como moldes con su misma forma que colgó consecutivamente en un armario cerrado con llave. Así estuvo hasta que se desvistió tanto de si mismo que menguó hasta ser de nuevo un recién nacido. Felicia, que para entonces ya estaba tan enferma que no se acordaba de que tenía un marido, nunca lo echó en falta, quién sabe si incluso porque sentía su presencia en el interior del bebé. A pesar de todo Nicas me aseguró que fue una buena madre y que recordaba esa segunda infancia como los mejores años de vida. Cuando creció lo suficiente para volver a abrir el armario cerrado con llave, se vistió de nuevo con sus capas de piel, ordenadamente -me juró que no aprovechó para quitarse ningún año- y volvió a ser Nicas el hombre, viudo, todavía enamorado, huérfano él también de hijos, y más todavía de madre. Después de contarme su historia yo estaba desolado pero él me miró como se miran a los niños pequeños que todavía lloran cuando les quitan sus juguetes y sentenció: ¡Y que les den derechos a los zurdos! 

viernes, 4 de septiembre de 2015

No quiero engañarme

Debiera hablar de los refugiados sirios pero no puedo. Yo no sé nada de política internacional y corro el riesgo de dejarme llevar por mis emociones y acabar con un discurso sentimental que me ensalza como humana sensible pero que deja en el mismo lugar a las víctimas, toda vez que mis reflexiones sólo sirven para aplacar mi impotencia. Eso no quita que la idea de las ciudades refugios parezca buena, sólo que a mi me parece extraña mientras otros emigrantes han huido en igual de penosas condiciones de sus países, encontrándose también con la muerte por el camino, y a los que giramos la cara por la calle o encerramos en CIEs (Centros de Internamiento para Extranjeros). Entiendo que la condición de refugiado se cumple con los sirios, ellos que huyen de una guerra que les mata con bombas y balas y que los diferencia de los subsaharianos que sólo han venido escapando del hambre y de la miseria. Pero no quiero ser demagógica, yo ya he dicho que no sé nada de política, de los derechos y de las leyes que distinguen quién nos tiene que dar pena y quién nos tiene que provocar una molestia, a quién le abrimos nuestras casas y a quién se las cerramos a cal y canto, y los deportamos de vuelta.

Además, yo también he sido una de las que ha empezado a reaccionar al ver la fotografía de los cadáveres de los niños muertos emergiendo del mar, con su ropita puesta, como si sólo estuvieran jugando a “hacerse el muerto”, como lo hacen tantos otros niños en verano mientras desde la orilla de la playa los vigilamos. A mi nunca me salía, soy incapaz flotar, siempre se me hundían las piernas. En las redes sociales hubo opiniones de todos los colores, que si publicar las imágenes era de mal gusto o que si a veces es necesario darse de bruces con la realidad, aunque duela, o incluso que quien necesita verlas es que no se indigna sinceramente, que sólo responde a una propaganda.  Otra vez yo no sé que pensar, me da por darle la razón a todos, pero qué puedo hacer si mis ojos me traicionan y lloran cuando ven al guardacostas coger al niño en brazos, con sus zapatillas de deporte intactas, y me conmuevo más que cuando leo que la ONU cifra en más de 100.000 bajas el conflicto en Siria. Mi mente no es perfecta, debo ser yo también una hipócrita que incluso piensa que hay acciones humanitarias más de moda que otras, de modo que no siempre ayudamos a quién más lo necesita sino a quien nos hacen creer que es más merecedor de nuestro auxilio, incluso cuando nuestra acción puede ser poco efectiva. 

Pero yo no debería estar hablando de esto, no puedo, no sé nada. He vivido siempre en paz, en un país que sólo se pelea sin llegar a las manos y mi estancia hace años en un campo de refugiados liberianos en Ghana me dejó con recuerdos surrealistas que no me permiten ofrecerles una opinión contundente. Yo quiero poder servir pero no quiero brindarme como lo hacen quienes sólo invitan con el dinero y los recursos de otros al tiempo que se quejan de la insolidaridad generalizada. Yo quiero ser responsable y consecuente con mi proposición y, lamentablemente, cuando lo soy, no se me ocurre qué podría prometer sin parecer una política que quiere salvar al mundo llena de buenas intenciones y con una caja de herramientas vacía. No quiero engañarme quizás no pueda hacer nada, quizás sólo pueda hacer esto.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 4 de septiembre de 2015

jueves, 3 de septiembre de 2015

Nicas, el egarense sideral II

Continuación de Nicas, el egarense sideral I

El enorme planeta estaba delante de él, a sólo unos kilómetros, y Nicas sabía que si quería descender tendría que saltar desde el funicular, porque no podría hacerlo aterrizar, eso ya sería imaginar demasiado. Confiando en que una vez en la superficie encontraría alguna boca de metro que lo llevara de vuelta a Terrassa, se arrojó sin más equipaje que su ropa puesta, una libreta de bolsillo y un lápiz tan pequeño como los que se regalarían muchos años más tarde en Ikea. El problema surgió luego, cuando Nicas se dio cuenta de que Jupiter era una masa gaseosa, sin solidez sobre la que establecerse, así que atravesada la Gran Mancha Roja, siguió cayendo sin que nada lo detuviera. Así estuvo horas hasta que por fin se dio de bruces contra el núcleo rocoso del planeta. 

Una vez allí Nicas me explicaría que se hubiera sentido el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra si hubiera estado en ella, así que se conformó con ser el único hombre feliz de dentro de Júpiter. Eso también lo decía de tal modo que no sabía si me lo contaba en tono burlón. En cualquier caso, Nicas vivió allí unos meses, paseando por el corazón helado del planeta. Hubo un día en que decidió que ya había tenido suficiente, cogió algunas muestras de souvenir -ya que allí no podía comprar los imanes de rigor- y se enfrascó en la tarea de volver a casa para lo cual, sin metro a la vista, se dispuso a hacer autoestop. Era su única esperanza y las posibilidades no eran muy halagüeñas pero Nicas gozaría de la suerte del novato y apenas diez minutos más tarde de que su pulgar señalara en dirección a la Tierra lo recogía Santa Claus en su trineo tirado por renos. Según supo luego, Santa Claus viajaba por toda la Vía Láctea repartiendo regalos entre el 24 y el 25 de diciembre que por fortuna para él caían en días distintos según las órbitas que tuvieran los planetas alrededor de sus respectivas estrellas, aunque en algunos sitios se le acumulaba el trabajo de tan cortos que eran los años. Llegados a esta parte de la historia, yo tenía en mi cabeza muchos interrogantes por responder: ¿Qué había comido Nicas durante todo el tiempo que estuvo en Júpiter? ¿Cómo había soportado las bajas temperaturas? y sobre todo, si Papá Noel existía ¿por qué no me trajo el poni que pedí con cinco años? 

Me arrellané en el sillón apurando los últimos sorbos de te y se lo pregunté sin más, como se preguntan las cosas sin suspicacia, sin una ápice de desconfianza hacia mi interlocutor, al que creía capaz de todo eso y de más. Nicas entonces me dijo que había sobrevivido gracias a que a Júpiter llegaban toneladas de basura espacial, vertederos flotantes provenientes de la Tierra pululaban por la galaxia y de tanto en tanto caían cosas: restos de espaguetis al pesto, chaquetas de táctel, gafas de buceo, despertadores sin pilas, naranjas, botellas de plástico… Todo tipo de cosas con las que pudo ir tirando. A la cuestión sobre mi regalo no tenía explicación, aunque suponía que quizás simplemente a Papá Noel se le hubiera olvidado, pues había que tener en cuenta que ya era muy viejo, casi tanto como para empezar a llamarlo Tatarabuelo Noel. El anciano, lo dejó en Terrassa coincidiendo con la Navidad de 1985 y de camino a su casa, ya andando por las calles de su barrio, se paró a comprar una caja de turrón de chocolate. 

El día de Reyes, a primera hora de la mañana, Nicas se dirigió hacia el Parque Sant Jordi llevando un pedazo de Júpiter en el bolsillo, era muy pesado y estaba muy frío. Tenía un bonito color naranja que alegraba perfectamente la sobriedad albina de la Masia Freixa, así que, con toda la ciudad en sus casas o las de sus familiares abriendo regalos, pudo encajar el material extraterrestre con un poco de pericia y la ayuda de un punzón. Al poco tiempo se lo explicó a algunos amigos que se lo contaron a otros y así, la ciudad entera supo, con más o menos tergiversaciones, el extraordinario regalo que Nicas había hecho a la ciudad, y cuando paseaban por el Parque Sant Jordi se iban directos a la Masia Freixa a acariciar a Júpiter y a pedir deseos. El pedrusco no tardó en empezar a menguar, de tantos nuevos feligreses como llegaban para pedirle ayuda. Ninguno de los ruegos tuvo respuesta con lo que efectivamente se obró el milagro y centenares de creyentes se hicieron primero agnósticos y finalmente ateos. 

Continua en Nicas, el egarense sideral III

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Nicas, el egarense sideral I

¡Y que les den derechos a los zurdos! Eso es lo que siempre me decía aquel hombre que conocí una tarde de abril en el parque de Vallparadís y del que ya no me separé hasta el día que se cayó mal de un tobogán y se murió. Así era Nicolás, que se hacía llamar Nicas para distinguir su diminutivo del mucho más corriente Nico. ¡Y que les den derechos a los zurdos! Lo repetía tanto y en medio de conversaciones tan distintas que jamás supe qué quería decir con esa expresión quijotesca y borgiana que él utilizaba para acabar muchas de sus frases. Yo no me atreví a preguntarlo y él nunca hizo el ademán de explicarme que ¡Y que les den derechos a los zurdos! sólo era una manera de combinar poéticamente las palabras, de contar un chiste que nadie entendía y que por eso precisamente le hacía tanta gracia. Me lo imagino por las noches, sentado en el banco cercano a su árbol favorito, rememorando la cara de la gente después de pronunciar las palabras que a mi también me dijo el primer día que nos encontramos. 

- ¡Y que les den derechos a los zurdos!
- ¿Disculpe? ¿Se encuentra usted bien?
- Sí, sí, claro, es que este columpio tiene un eslabón de la cadena abierto y a veces me pasa… Ya me he caído otras veces, no se crea, ¡y aquí estoy como siempre! Lo más grave que me ha pasado fue hace dos meses, cuando después del temporal de frío, me caí encima de un muñeco de nieve y casi se me congela el culo.

Así hablaba Nicas, de una forma entre soez y lírica que acompañaba con tics nerviosos de cabeza, piernas, tronco y brazos. No cabe duda de que algunos de sus monólogos podrían haber sido dignos de Sabina, y que si danzaba al son de sus palabras sólo era porque tenían tanta fuerza que le electrocutaban los músculos de los brazos y de las piernas. De hecho, él podría haber sido uno de esos escritores que encuentras en la librería por su nombre y apellido. Podría haber tenido una etiqueta identificativa propia en una estantería bien situada, lejos de los autores escondidos en las secciones donde se amontonan todos los de su mismo género. Él podría haber sido uno de los clásicos de la literatura, homenajeado con ediciones especiales, prologadas, comentadas y hasta con una antología en tomos elegantemente encuadernados, y no lo fue. 

Me llamo Damasio Fernández y me he propuesto explicarles quién fue Nicas, el hombre nacido como Nicolás Permuy de Somontano el 3 de marzo de 1940 en el barrio de la Maurina de Terrassa. Tengo el deber y el honor de hacerlo para que las proezas de su vida sean conocidas, no sólo por los que tuvimos el gusto de tratarlo, sino por todos los ciudadanos de esta localidad, que se han quedado sin uno de sus más ilustres vecinos. Tardaremos siglos en tener a otro como él entre nuestras calles e incluso cuando nazca y lo supere, sólo de Nicas se podrá decir que fue el primer hombre en traer un trozo de Júpiter e incrustarlo en la fachada de la Masia Freixa. Lamentablemente, de eso hace tantos años, que ya casi no se percibe la marca que dejó cuando lo hizo y tampoco ha quedado ni rastro del material extraterrestre. Los vándalos de la calle Cardaire lo arrancaron y después huyeron a la velocidad del rayo montados en sus patinetes. 

Muchos ancianos todavía recuerdan algunas anécdotas que hoy se han tornado increíbles para las mentes aburridas de los adultos e incluso para la de los niños que sólo saben jugar si tienen juguetes. Además de su espectacular viaje a Júpiter, del que hablaré más adelante, Nicas había plantado todos los árboles del Parque de Sant Llorenç del Munt, había inventado los bolígrafos con minas de hasta diez colores -que estuvieron muy de moda en la década de los ochenta- y era el mejor contador de historias cuando le desafiabas a mantenerte despierto, especialmente en las noches en que tenías mucho sueño. Yo, aunque lo conocí ya con setenta años, fui presa de su influjo literario y juro que estuve tres noches con sus respectivos días atento a mi particular Sherezade. Estoy seguro de que podría haber seguido una semana entera si yo no le hubiera suplicado que parara para poder descansar y retomar el cuento más tarde, con el cerebro mejor dispuesto para atender como merecía la fabulosa historia.

Una mañana especialmente lluviosa, Nicas me llamó para invitarme a almorzar a su casa. Él no era de las personas que se pasan el día entre cuatro paredes, de hecho, lo normal es que fuera la hora que fuera, te lo encontraras paseando por la calle. Yo siempre coincidía con él más de una vez al día en distintos puntos de la ciudad. Por eso me sorprendió que su casa fuera tan acogedora, debo confesar que me lo imaginaba viviendo en un cuchitril sucio, con las paredes llenas de manchas de humedad y las bombillas colgando desnudas del techo. Me equivocaba mucho. Tuve que rehacer la imagen mental que me había hecho de Nicas, lleno de prejuicios como estaba al vincular ese hombre maravilloso, aunque estrafalario, al prototipo de persona sin ningún interés por el interiorismo. Su casa era una réplica perfecta de cabaña al borde de los fiordos noruegos: tenía una mecedora, una chimenea, vigas de madera, un par de sillones con reposa pies, un armario lleno de libros y de cuadernos para colorear, una mesa redonda con dos sillas sobre una alfombra persa, una pequeña cocina con estanterías a la vista que dejaban ver una vajilla de te imperio y una camita con dosel en la esquina que completaba la estancia de un solo espacio. Cuando entré quise quedarme para siempre. 

Ese día comimos migas con pimiento verde frito que acompañamos con un Ribera del Duero. De postre también él mismo había horneado un bizcocho de yogur de limón. Ya con las delicadas tazas de te en la mano y sentados cada uno en una butaca, me explicó su viaje interplanetario. Nicas había salido de Terrassa destino Montserrat el 31 de julio de 1984 con el propósito de cumplir su sueño de la infancia: ir a Júpiter y volver para contarlo. Y tan bien lo contó que la NASA lo contrató para acabar de confirmar los datos que habían obtenido por satélite. 

Así, cuando el  el último martes de julio del 84 llegó a Monistrol cogió el funicular aéreo y ya no se paró hasta llegar al planeta más grande del Sistema Solar, el quinto según su distancia al Sol, el gigante gaseoso, padre romano de todos los dioses. El maquinista del funicular le debía un favor a Nicas, así que accedió a no detener la cabina cuando llegara al monasterio de Montserrat, aunque no le aseguraba que eso sirviera para que el teleférico prosiguiera su marcha pasadas las fronteras de la Tierra. 

Después de 40 semanas llegó a Júpiter, habían transcurrido 280 días que Nicas había pasado embebiéndose del universo, de sus estrellas fugaces, de sus constelaciones, de sus nebulosas y de sus asteroides, también del B 612, con sus tres pequeños volcanes y su rosa encerrada en una cúpula de cristal.

martes, 1 de septiembre de 2015

La vida secreta de las cosas: las neveras

Me gustaba mi nevera con grillos, pero tengo que admitir que la nueva se porta bien y no estropea las películas románticas con una banda sonora inadecuada ni corta conversaciones interesantes con amigos que preguntan qué es ese ruido. Su cara asustada se tornaba en una mueca de sorpresa cuando les respondía que era mi querida nevera con grillos, y aún se quedaban más desconcertados de que pudiera vivir con todo ese estruendo sin volverme loca. Si encima les decía que me hacía compañía, se removían en el sofá inquietos con la firme determinación de marcharse cuanto antes.

Pero la nueva nevera sigue teniendo un defecto, el mismo de siempre y es el estante más alto, porque el estante más elevado de la nevera no es como los otros, a los que llego sin ponerme de puntillas. Yo en total tengo tres niveles, más los dos cajones de frutas y verduras, y he comprobado que el de arriba siempre se llena de botes, recipientes, fiambreras y alimentos envueltos en papel de plata que nunca más se van a abrir, excepto para verificar que efectivamente su contenido se ha podrido y hay que tirarlos a la basura, acción arriesgada como pocas. Si mi estricto sentido medioambiental no estuviera todo el día en alerta, muy probablemente tiraría los recipientes junto con con las salsas de tomate mohosas u otras delicatessen putrefactas directamente al cubo de la basura de toda la vida, pero ahora que reciclo, me veo obligada a abrir tarros nauseabundos que parecían inofensivos dentro de la nevera. ¿Realmente eso ha estado conviviendo con el resto de alimentos que he consumido estos días? ¿Y si ha contaminado las cerezas que tenía y las esporas de los hongos se han adherido a las paredes y a los estantes de la puerta? En la mayoría de ocasiones al asco se suma la rabia de no haber percibido a tiempo el deterioro de la comida -con lo que odio tirarla-, pero hay días que a esas dos sensaciones se le añade la de sentirse completamente estúpida, sobre todo después de que durante algunas noches de abrir la nevera para buscar algo de cena, no viera nada aprovechable en ella, ciega totalmente a los alimentos que podrían haberme servido perfectamente para apañar un humilde banquete de variadas sobras. 

Mi marido, que detesta casi más que yo desperdiciar la comida, tendría que lidiar con una disonancia cognitiva terrible, quizás tan insoportable que tuviera que llevarlo a terapia, pues entonces las salidas nocturnas a los restaurantes se reducirían al mínimo, en concreto a los días en que me dejo arrastrar por él y sus convincentes razonamientos, como el de que hay que gastar para levantar al país y aunque yo le replico que no hace falta que lo hagamos siempre a costa de nuestros michelines, cuando quiero darme cuenta ya tengo la carta del menú delante.

Terencio, el niño lento

Terencio comía tan pausadamente que más de una vez se aproximaba peligrosamente a la fecha de caducidad de los alimentos que su madre había sacado del envase, en lo que a él le parecía sólo un ratito antes. De hecho, Terencio podía tardar meses en acabarse los garbanzos con espinacas, los cereales del desayuno o la leche de avena con chocolate de por las tardes. 

Su madre le había prohibido comer manzanas o uvas, después de que descubriera que en ciertos postres Terencio se había metido entre pecho y espalda lo equivalente a un litro y medio de sidra o de vino. Por su aliento, los brebajes -que fabricaba involuntariamente al fermentarle las manzanas y las uvas en la boca- eran comparables a las mejores cosechas asturianas y riojanas, respectivamente. Por suerte el estado de embriaguez y su correspondiente resaca era asumido por el niño como una gripe divertida y a parte de carcajadas sin motivo y de algún vómito repentino, había que admitir que aguantaba bastante bien el alcohol para su edad. 

Terencio se había llegado intoxicar aún más gravemente en algunas ocasiones, cuando había batido sus propios récords y varios platos habían empezado a crear microsistemas con vida propia, quién sabe si incluso inteligente, que eran devorados por el niño, totalmente ajeno a estar transgrediendo su régimen vegetariano. 

PD. Aprovecho para recomendar este libro :)