Me gustaba mi nevera con grillos, pero tengo que admitir que la nueva se porta bien y no estropea las películas románticas con una banda sonora inadecuada ni corta conversaciones interesantes con amigos que preguntan qué es ese ruido. Su cara asustada se tornaba en una mueca de sorpresa cuando les respondía que era mi querida nevera con grillos, y aún se quedaban más desconcertados de que pudiera vivir con todo ese estruendo sin volverme loca. Si encima les decía que me hacía compañía, se removían en el sofá inquietos con la firme determinación de marcharse cuanto antes.
Pero la nueva nevera sigue teniendo un defecto, el mismo de siempre y es el estante más alto, porque el estante más elevado de la nevera no es como los otros, a los que llego sin ponerme de puntillas. Yo en total tengo tres niveles, más los dos cajones de frutas y verduras, y he comprobado que el de arriba siempre se llena de botes, recipientes, fiambreras y alimentos envueltos en papel de plata que nunca más se van a abrir, excepto para verificar que efectivamente su contenido se ha podrido y hay que tirarlos a la basura, acción arriesgada como pocas. Si mi estricto sentido medioambiental no estuviera todo el día en alerta, muy probablemente tiraría los recipientes junto con con las salsas de tomate mohosas u otras delicatessen putrefactas directamente al cubo de la basura de toda la vida, pero ahora que reciclo, me veo obligada a abrir tarros nauseabundos que parecían inofensivos dentro de la nevera. ¿Realmente eso ha estado conviviendo con el resto de alimentos que he consumido estos días? ¿Y si ha contaminado las cerezas que tenía y las esporas de los hongos se han adherido a las paredes y a los estantes de la puerta? En la mayoría de ocasiones al asco se suma la rabia de no haber percibido a tiempo el deterioro de la comida -con lo que odio tirarla-, pero hay días que a esas dos sensaciones se le añade la de sentirse completamente estúpida, sobre todo después de que durante algunas noches de abrir la nevera para buscar algo de cena, no viera nada aprovechable en ella, ciega totalmente a los alimentos que podrían haberme servido perfectamente para apañar un humilde banquete de variadas sobras.
Mi marido, que detesta casi más que yo desperdiciar la comida, tendría que lidiar con una disonancia cognitiva terrible, quizás tan insoportable que tuviera que llevarlo a terapia, pues entonces las salidas nocturnas a los restaurantes se reducirían al mínimo, en concreto a los días en que me dejo arrastrar por él y sus convincentes razonamientos, como el de que hay que gastar para levantar al país y aunque yo le replico que no hace falta que lo hagamos siempre a costa de nuestros michelines, cuando quiero darme cuenta ya tengo la carta del menú delante.