Continuación de Nicas, el egarense sideral I
El enorme planeta estaba delante de él, a sólo unos kilómetros, y Nicas sabía que si quería descender tendría que saltar desde el funicular, porque no podría hacerlo aterrizar, eso ya sería imaginar demasiado. Confiando en que una vez en la superficie encontraría alguna boca de metro que lo llevara de vuelta a Terrassa, se arrojó sin más equipaje que su ropa puesta, una libreta de bolsillo y un lápiz tan pequeño como los que se regalarían muchos años más tarde en Ikea. El problema surgió luego, cuando Nicas se dio cuenta de que Jupiter era una masa gaseosa, sin solidez sobre la que establecerse, así que atravesada la Gran Mancha Roja, siguió cayendo sin que nada lo detuviera. Así estuvo horas hasta que por fin se dio de bruces contra el núcleo rocoso del planeta.
El enorme planeta estaba delante de él, a sólo unos kilómetros, y Nicas sabía que si quería descender tendría que saltar desde el funicular, porque no podría hacerlo aterrizar, eso ya sería imaginar demasiado. Confiando en que una vez en la superficie encontraría alguna boca de metro que lo llevara de vuelta a Terrassa, se arrojó sin más equipaje que su ropa puesta, una libreta de bolsillo y un lápiz tan pequeño como los que se regalarían muchos años más tarde en Ikea. El problema surgió luego, cuando Nicas se dio cuenta de que Jupiter era una masa gaseosa, sin solidez sobre la que establecerse, así que atravesada la Gran Mancha Roja, siguió cayendo sin que nada lo detuviera. Así estuvo horas hasta que por fin se dio de bruces contra el núcleo rocoso del planeta.
Una vez allí Nicas me explicaría que se hubiera sentido el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra si hubiera estado en ella, así que se conformó con ser el único hombre feliz de dentro de Júpiter. Eso también lo decía de tal modo que no sabía si me lo contaba en tono burlón. En cualquier caso, Nicas vivió allí unos meses, paseando por el corazón helado del planeta. Hubo un día en que decidió que ya había tenido suficiente, cogió algunas muestras de souvenir -ya que allí no podía comprar los imanes de rigor- y se enfrascó en la tarea de volver a casa para lo cual, sin metro a la vista, se dispuso a hacer autoestop. Era su única esperanza y las posibilidades no eran muy halagüeñas pero Nicas gozaría de la suerte del novato y apenas diez minutos más tarde de que su pulgar señalara en dirección a la Tierra lo recogía Santa Claus en su trineo tirado por renos. Según supo luego, Santa Claus viajaba por toda la Vía Láctea repartiendo regalos entre el 24 y el 25 de diciembre que por fortuna para él caían en días distintos según las órbitas que tuvieran los planetas alrededor de sus respectivas estrellas, aunque en algunos sitios se le acumulaba el trabajo de tan cortos que eran los años. Llegados a esta parte de la historia, yo tenía en mi cabeza muchos interrogantes por responder: ¿Qué había comido Nicas durante todo el tiempo que estuvo en Júpiter? ¿Cómo había soportado las bajas temperaturas? y sobre todo, si Papá Noel existía ¿por qué no me trajo el poni que pedí con cinco años?
Me arrellané en el sillón apurando los últimos sorbos de te y se lo pregunté sin más, como se preguntan las cosas sin suspicacia, sin una ápice de desconfianza hacia mi interlocutor, al que creía capaz de todo eso y de más. Nicas entonces me dijo que había sobrevivido gracias a que a Júpiter llegaban toneladas de basura espacial, vertederos flotantes provenientes de la Tierra pululaban por la galaxia y de tanto en tanto caían cosas: restos de espaguetis al pesto, chaquetas de táctel, gafas de buceo, despertadores sin pilas, naranjas, botellas de plástico… Todo tipo de cosas con las que pudo ir tirando. A la cuestión sobre mi regalo no tenía explicación, aunque suponía que quizás simplemente a Papá Noel se le hubiera olvidado, pues había que tener en cuenta que ya era muy viejo, casi tanto como para empezar a llamarlo Tatarabuelo Noel. El anciano, lo dejó en Terrassa coincidiendo con la Navidad de 1985 y de camino a su casa, ya andando por las calles de su barrio, se paró a comprar una caja de turrón de chocolate.
El día de Reyes, a primera hora de la mañana, Nicas se dirigió hacia el Parque Sant Jordi llevando un pedazo de Júpiter en el bolsillo, era muy pesado y estaba muy frío. Tenía un bonito color naranja que alegraba perfectamente la sobriedad albina de la Masia Freixa, así que, con toda la ciudad en sus casas o las de sus familiares abriendo regalos, pudo encajar el material extraterrestre con un poco de pericia y la ayuda de un punzón. Al poco tiempo se lo explicó a algunos amigos que se lo contaron a otros y así, la ciudad entera supo, con más o menos tergiversaciones, el extraordinario regalo que Nicas había hecho a la ciudad, y cuando paseaban por el Parque Sant Jordi se iban directos a la Masia Freixa a acariciar a Júpiter y a pedir deseos. El pedrusco no tardó en empezar a menguar, de tantos nuevos feligreses como llegaban para pedirle ayuda. Ninguno de los ruegos tuvo respuesta con lo que efectivamente se obró el milagro y centenares de creyentes se hicieron primero agnósticos y finalmente ateos.
Continua en Nicas, el egarense sideral III
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