¡Y que les den derechos a los zurdos! Eso es lo que siempre me decía aquel hombre que conocí una tarde de abril en el parque de Vallparadís y del que ya no me separé hasta el día que se cayó mal de un tobogán y se murió. Así era Nicolás, que se hacía llamar Nicas para distinguir su diminutivo del mucho más corriente Nico. ¡Y que les den derechos a los zurdos! Lo repetía tanto y en medio de conversaciones tan distintas que jamás supe qué quería decir con esa expresión quijotesca y borgiana que él utilizaba para acabar muchas de sus frases. Yo no me atreví a preguntarlo y él nunca hizo el ademán de explicarme que ¡Y que les den derechos a los zurdos! sólo era una manera de combinar poéticamente las palabras, de contar un chiste que nadie entendía y que por eso precisamente le hacía tanta gracia. Me lo imagino por las noches, sentado en el banco cercano a su árbol favorito, rememorando la cara de la gente después de pronunciar las palabras que a mi también me dijo el primer día que nos encontramos.
- ¡Y que les den derechos a los zurdos!
- ¿Disculpe? ¿Se encuentra usted bien?
- Sí, sí, claro, es que este columpio tiene un eslabón de la cadena abierto y a veces me pasa… Ya me he caído otras veces, no se crea, ¡y aquí estoy como siempre! Lo más grave que me ha pasado fue hace dos meses, cuando después del temporal de frío, me caí encima de un muñeco de nieve y casi se me congela el culo.
Así hablaba Nicas, de una forma entre soez y lírica que acompañaba con tics nerviosos de cabeza, piernas, tronco y brazos. No cabe duda de que algunos de sus monólogos podrían haber sido dignos de Sabina, y que si danzaba al son de sus palabras sólo era porque tenían tanta fuerza que le electrocutaban los músculos de los brazos y de las piernas. De hecho, él podría haber sido uno de esos escritores que encuentras en la librería por su nombre y apellido. Podría haber tenido una etiqueta identificativa propia en una estantería bien situada, lejos de los autores escondidos en las secciones donde se amontonan todos los de su mismo género. Él podría haber sido uno de los clásicos de la literatura, homenajeado con ediciones especiales, prologadas, comentadas y hasta con una antología en tomos elegantemente encuadernados, y no lo fue.
Me llamo Damasio Fernández y me he propuesto explicarles quién fue Nicas, el hombre nacido como Nicolás Permuy de Somontano el 3 de marzo de 1940 en el barrio de la Maurina de Terrassa. Tengo el deber y el honor de hacerlo para que las proezas de su vida sean conocidas, no sólo por los que tuvimos el gusto de tratarlo, sino por todos los ciudadanos de esta localidad, que se han quedado sin uno de sus más ilustres vecinos. Tardaremos siglos en tener a otro como él entre nuestras calles e incluso cuando nazca y lo supere, sólo de Nicas se podrá decir que fue el primer hombre en traer un trozo de Júpiter e incrustarlo en la fachada de la Masia Freixa. Lamentablemente, de eso hace tantos años, que ya casi no se percibe la marca que dejó cuando lo hizo y tampoco ha quedado ni rastro del material extraterrestre. Los vándalos de la calle Cardaire lo arrancaron y después huyeron a la velocidad del rayo montados en sus patinetes.
Muchos ancianos todavía recuerdan algunas anécdotas que hoy se han tornado increíbles para las mentes aburridas de los adultos e incluso para la de los niños que sólo saben jugar si tienen juguetes. Además de su espectacular viaje a Júpiter, del que hablaré más adelante, Nicas había plantado todos los árboles del Parque de Sant Llorenç del Munt, había inventado los bolígrafos con minas de hasta diez colores -que estuvieron muy de moda en la década de los ochenta- y era el mejor contador de historias cuando le desafiabas a mantenerte despierto, especialmente en las noches en que tenías mucho sueño. Yo, aunque lo conocí ya con setenta años, fui presa de su influjo literario y juro que estuve tres noches con sus respectivos días atento a mi particular Sherezade. Estoy seguro de que podría haber seguido una semana entera si yo no le hubiera suplicado que parara para poder descansar y retomar el cuento más tarde, con el cerebro mejor dispuesto para atender como merecía la fabulosa historia.
Una mañana especialmente lluviosa, Nicas me llamó para invitarme a almorzar a su casa. Él no era de las personas que se pasan el día entre cuatro paredes, de hecho, lo normal es que fuera la hora que fuera, te lo encontraras paseando por la calle. Yo siempre coincidía con él más de una vez al día en distintos puntos de la ciudad. Por eso me sorprendió que su casa fuera tan acogedora, debo confesar que me lo imaginaba viviendo en un cuchitril sucio, con las paredes llenas de manchas de humedad y las bombillas colgando desnudas del techo. Me equivocaba mucho. Tuve que rehacer la imagen mental que me había hecho de Nicas, lleno de prejuicios como estaba al vincular ese hombre maravilloso, aunque estrafalario, al prototipo de persona sin ningún interés por el interiorismo. Su casa era una réplica perfecta de cabaña al borde de los fiordos noruegos: tenía una mecedora, una chimenea, vigas de madera, un par de sillones con reposa pies, un armario lleno de libros y de cuadernos para colorear, una mesa redonda con dos sillas sobre una alfombra persa, una pequeña cocina con estanterías a la vista que dejaban ver una vajilla de te imperio y una camita con dosel en la esquina que completaba la estancia de un solo espacio. Cuando entré quise quedarme para siempre.
Ese día comimos migas con pimiento verde frito que acompañamos con un Ribera del Duero. De postre también él mismo había horneado un bizcocho de yogur de limón. Ya con las delicadas tazas de te en la mano y sentados cada uno en una butaca, me explicó su viaje interplanetario. Nicas había salido de Terrassa destino Montserrat el 31 de julio de 1984 con el propósito de cumplir su sueño de la infancia: ir a Júpiter y volver para contarlo. Y tan bien lo contó que la NASA lo contrató para acabar de confirmar los datos que habían obtenido por satélite.
Así, cuando el el último martes de julio del 84 llegó a Monistrol cogió el funicular aéreo y ya no se paró hasta llegar al planeta más grande del Sistema Solar, el quinto según su distancia al Sol, el gigante gaseoso, padre romano de todos los dioses. El maquinista del funicular le debía un favor a Nicas, así que accedió a no detener la cabina cuando llegara al monasterio de Montserrat, aunque no le aseguraba que eso sirviera para que el teleférico prosiguiera su marcha pasadas las fronteras de la Tierra.
Después de 40 semanas llegó a Júpiter, habían transcurrido 280 días que Nicas había pasado embebiéndose del universo, de sus estrellas fugaces, de sus constelaciones, de sus nebulosas y de sus asteroides, también del B 612, con sus tres pequeños volcanes y su rosa encerrada en una cúpula de cristal.
Continua en Nicas, el egarense sideral II