viernes, 25 de septiembre de 2015

Llega el 27 y no sé qué ponerme

El otro día no pude dormir. Soñaba durante toda la noche que seguía viendo el debate político. A los pocos días, volvían a repetir el debate en otra cadena y a pesar del riesgo de tener pesadillas, no pude evitar quedarme a verlo hasta el final. Ese día dormí mejor pero aún así me pasó algo horrible: un inusitado sentimiento de simpatía me invadía y un político me empezaba a caer bien. A mi favor tengo que decir que no es culpa mía, que esta vez los responsables de imagen han sabido encontrar un candidato que parece una persona, y además normal, tanto que en un principio ni le presté mucha atención aunque yo lo descubrí incluso antes de que bailara. En todo caso, me alegra constatar que sus dotes como representante político parecen mucho mejores que como bailarín, y eso que yo nunca lo encontré ridículo, sólo una persona, y además normal, de las que cuando oyen una de sus canciones favoritas experimentan ganas de moverse y lo hacen a pesar de la gente. Hace tiempo leí una frase que decía algo así como que antiguamente lo habitual era que en una fiesta todo el mundo se arrancara a bailar o a cantar para pasárselo bien, mientras que ahora parece que nos avergüenza hacerlo si no tenemos un ritmo o una voz especialmente buena, como si no tuviéramos derecho a ello. Si no recuerdo mal, creo que la frase acababa también con una admonición extrapolada muy aterradora: llegará el día en que sólo sonrían los que puedan presumir de dientes. 

Para mi, además, el mérito de este político es decir cosas que no parecen surgidas de una ideología partidista, de un sentimiento que fuerza los argumentos, sino del sentido común puesto al servicio de la resolución de conflictos de intereses: a veces me parece como si sus tesis fueran las más científicas de todas, quizás sólo sea porque es de los pocos que razona sin usar falacias o demagogia y parece querer ganar porque confía sinceramente que su programa es el mejor de los que se han propuesto, y no por ambición, sed de poder o de venganza, como me suscitan el estilo de otros. Y aún así, no soy socialista ni sé si los vaya a votar finalmente, pero me ha alegrado saber que hay políticos que si no lo son, parecen de verdad inteligentes, buenos oradores, espontáneos, educados y bonachones. Insisto, eso no cambia mi color político -desteñido desde que tengo conciencia ciudadana- pero me devuelve un poco la confianza en las estructuras gubernamentales, otra vez empiezo a pensar que la democracia es posible con líderes que no sólo se enorgullecen de ser los representantes reales del pueblo y para el pueblo,  -para lo cual muchos no dudan en instigar revoluciones contraproducentes- sino que aportan también dosis de lógica, rigor y sensatez que escasean en los discursos de las masas.

Algunas veces sucumbo a hacerme tests políticos, tan absurdos si cabe como los de la Cosmopolitan -“¿Cuál es tu personalidad sexual?” “Qué celebrity eres cuando sales de fiesta?”- sólo por tener una idea aproximada de a quién representa que debiera votar con mis ideas, tan dispares entre ellas que empiezo a pensar si no deba ir al psiquiatra a tratarme por esquizofrenia. Quiero ser honesta, evitar que por sesgos cognitivos determinados estuviera poniendo en el sobre la papeleta equivocada, y lo paso mal, no se crean, sobre todo ante la posibilidad de que resulte que sea conservadora y de extremaderecha.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 25 de septiembre de 2015