domingo, 13 de septiembre de 2015

Ahinoa, la niña automática II


Una madre normal que hubiera visto el botón color rojo-emergencia en la barriguita de su hija no hubiera gritado emocionada “¡Oh, apretémoslo a ver qué pasa!” pero eso es precisamente lo que hizo la de Ahinoa. Por supuesto, su padre, obedeció las órdenes sin rechistar y al instante, en un remoto lugar del mundo alguien sonreía. Ocurría de tal manera que el sonriente individuo no sabía porqué se le curvaba alegremente la boca, quizás creyera que estaba motivado por las reminiscencias del chiste que le contaron en el trabajo la semana anterior o por la visión de un perro que su dueños paseaban disfrazado de caracol o por un recuerdo infantil venido a la memoria repentinamente, como cuando saltaba despreocupadamente en las colchonetas de la feria de su barrio. 

Ahinoa y su familia tampoco supieron nunca qué desencadenaba el botón de su barriga y creyéndolo roto e inofensivo lo tocaban y tocaban hasta que la niña se ponía lívida, a punto del vómito. La mayoría de las veces, no obstante, a Ahinoa el botón también le provocaba una risa automática, como la que causan las cosquillas, incluso las que duelen y te hacen suplicar que paren. Ahinoa y su familia nunca supieron cuán feliz hicieron a tanta gente, cuántas vidas salvó su botón rojo-emergencia, que hacía honor a su color sobre todo cuando los involuntarios sonrientes tenían una vida muy dura, de esas en las que sólo es posible reírse de las penas. 

Ahinoa acariciaba su botón cada mañana justo después de abrir los ojos, todavía acostada en la cama, y cada noche antes de dormirse junto a Noelia, y así regalaba a dos personas el placer de despertarse o irse a dormir con una sonrisa puesta, al menos si los afortunados compartían huso horario, porque también podía pasar que Ahinoa despertara entre carcajadas a soñolientos estadounidenses, puertorriqueños y japoneses. En este caso la risa no siempre era tan bienvenida, pues podía provocar efectos secundarios indeseados como insomnio y hasta miedo en las parejas de los hilarantes con los que dormían, que no entendían porqué su marido o su esposa se comportaba de aquella manera, más aún cuando los protagonistas nunca sabían responder de qué se reían. Muchos tuvieron que pedir cita al psiquiatra obligados por su cónyuges, convencidos de que sufrían crisis nerviosas. 

Continuará...