Ahinoa sabía que su vida no iba a ser como la de los demás, no sólo porque es una sensación que comparten todos los niños del mundo, sino porque su condición ya estaba marcada desde mucho antes de su nacimiento, cuando su padre conoció a una mujer llamada como ella, de la que se enamoró y a la que admiró luego cuando su relación ya hubo acabado y encontró a su madre. De nada sirvieron las horas que la madre de Ahinoa pasó delante de los santorales de todas las religiones. Su padre estaba decidido, y a su hija no se le pondría otro nombre que el de su expareja preferida. La madre cedió porque le hacía mucha gracia poder llamar a su hija “anchoa”, el mote que su marido había usado cariñosamente con su antigua novia. Así, Ahinoa nacería con unos padres peculiares que dejaron claro desde el principio que respetarían las tradiciones y las conveniencias sociales a su manera: en su familia la costumbre de poner a los vástagos los nombres de sus ancestros se cumplía, en este caso, de una forma un tanto estrafalaria.
Ahinoa tenía montones de muñecas, pero su preferida era una pelirroja de la que no se despegaba nunca. La gente del barrio ya la conocía y cuando mandada por su madre a comprar una garrafa de agua de hasta cinco litros, la niña llegaba con su muñeca en brazos, los tenderos le advertían que no podría con las dos cosas, que dejara la muñeca y volviera a por ella más tarde, ellos se la guardarían y nadie le haría daño, pero Ahinoa no podía abandonar a su Noelia y recorría las dos manzanas que separaban la tienda de su casa con la garrafa y la muñeca a cuestas, cuidadosamente mecida en su brazo, como si efectivamente fuera un recién nacido que hubiera que llevarse con la postura correcta porque no se le aguantara todavía su pequeña cabeza.
Todos los vecinos habían pasado por una primera aproximación fallida con Ahinoa, a quien veían tan cariñosa con Noelia, que siempre asumían que jugaba a ser la madre de la muñeca, pero entonces la niña ponía cara de apiadarse del adulto que no entiende nada y le decía con su voz más seria: no, yo soy la yaya de mi muñeca, Noelia es mi nieta.
Cuando Ahinoa cumplió siete años se hizo manifiesto que su vida, verdaderamente, no iba a ser como la de los demás porque a la niña le creció un botón rojo-emergencia dos centímetros por encima del ombligo.
Continua en Ahinoa, la niña automática II