A los 40 años Nicas realizó otra proeza, casi sin querer, motivo por el cual no le daba mucha importancia y la contaba con tanta humildad como quien comenta que sabe atarse los zapatos. Lo supe otro día lluvioso de finales de septiembre, en su casa, mientras jugábamos al ajedrez. Mi estrategia estaba fallando desde hacía unos cuantos movimientos, cuando me invitó a que descansáramos un rato merendando su exquisito bizcocho de yogur de limón. Como ya nos conocíamos desde hacía meses pero aún así no sabía muchas cosas de su vida más íntima, me atreví a preguntarle si había estado casado, si tenía hijos, si tenía familia en general, ya que siempre lo había visto solo o con otros amigos. Su respuesta casi me mata: tuve una mujer, se llamaba Felicia, era feliz todos los días del mes, menos uno, cuando repetía entre sollozos que estaba harta de ser huérfana de hijos. Falleció con 38 años no sin que dos años antes yo le hubiera dado un niño que ella podía abrazar y besar todas las noches, mientras lo acunaba con sus peluches de verduras y animales.
Cuando Felicia murió, el niño pudo volver a ser el adulto que era: Nicas había fingido ser un bebé para su esposa, para conseguirlo estuvo semanas quitándose capas y capas de piel, finas láminas que salían de su cuerpo como moldes con su misma forma que colgó consecutivamente en un armario cerrado con llave. Así estuvo hasta que se desvistió tanto de si mismo que menguó hasta ser de nuevo un recién nacido. Felicia, que para entonces ya estaba tan enferma que no se acordaba de que tenía un marido, nunca lo echó en falta, quién sabe si incluso porque sentía su presencia en el interior del bebé. A pesar de todo Nicas me aseguró que fue una buena madre y que recordaba esa segunda infancia como los mejores años de vida. Cuando creció lo suficiente para volver a abrir el armario cerrado con llave, se vistió de nuevo con sus capas de piel, ordenadamente -me juró que no aprovechó para quitarse ningún año- y volvió a ser Nicas el hombre, viudo, todavía enamorado, huérfano él también de hijos, y más todavía de madre. Después de contarme su historia yo estaba desolado pero él me miró como se miran a los niños pequeños que todavía lloran cuando les quitan sus juguetes y sentenció: ¡Y que les den derechos a los zurdos!