martes, 28 de agosto de 2018

Tres espacios diferentes

Recuerdo de cuando era pequeña:

El fuet, la chistorra y el delantal estaban colgados detrás de la puerta, sobre el frutero con ruedas; la barra de pan en el primer cajón largo, entre el horno y la nevera; y el chocolate Dolca en el segundo cajón contiguo al fregadero, desde donde mi yaya me hacía pompas de jabón con las manos, mientras fregaba los platos con Mistol. Con ese mapa podía moverme por la cocina de casa de mis abuelos y sobrevivir meses enteros. Aunque dentro de ese cuadrado pequeño de azulejos color crema, muebles de conglomerado, fogones de gas y encimera de mármol marrón también se cocinaban canelones, bizcochos de yogur de limón y boquerones en vinagre al ritmo de la Tarara y otras canciones populares. De noche estaba iluminada por un fluorescente blanco sin gracia y de día por la luz que entraba a través de una ventana con visillos que daba a un patio lleno de macetas con rosales, margaritas y geranios y por el que, además, se accedía al lavabo. Nunca me pareció extraño que no estuviera dentro, sólo cuando muchos años más tarde, en un viaje a Perú con una amebiasis importante accedí a una vivienda con el inodoro fuera, junto al gallinero, me di cuenta de que mis abuelos vivían en una casa con un diseño arquitectónico tan humilde como aquella. 


Lugar tenebroso:

La sala de espera de urgencias de la unidad de ginecología del Hospital de Terrassa está semienterrada por doce plantas. Las paredes están alicatadas con unas baldosas marrones de los años setenta, hay restos de celo de cárteles arrancados y un póster de una marca de pañales en el que se ve un niño azulado y descolorido; el suelo es de terrazo rojizo, está mate y tiene manchas oscuras cerca de los zócalos; las sillas naranjas, de plástico duro, con chicles enganchados y pintarrajeadas con mensajes que oscilan entre lo soez y lo romántico, se sitúan en tres de las paredes. No hay puerta, sólo un marco de madera grande en la cuarta pared, agrietado y enmohecido. La luz proviene de unos paneles fluorescentes sucios, hay dos o tres tubos fundidos: el ambiente es mortecino y lo acrecienta el resplandor que el televisor refleja en la cara de las siete pacientes que me preceden. Huele a desinfectante o a medicamento, pero aún más a señor mayor enfermo con piel escamosa, boceras, sarro y caspa en los hombros. Temo oír los gritos de mujeres parturientas y bebés recién nacidos, pero me concentro en el ruido que hacen las gotas al golpear las diminutas ventanas rectangulares que tocan el techo, enfrente de mí. No quiero sentarme ahí a esperar a que me digan que, efectivamente, la hemorragia corresponde a un aborto diferido. 


Lugar totalmente imaginado:

El laboratorio cósmico de besos está en una canica gigante que aprovecha las estrellas fugaces para ir de una punta a otra del universo. Desde fuera parece una burbuja que refleja el entorno como un espejo y por eso muchos astrónomos lo confunden con un agujero negro. Por dentro es como una cocina a escala real, aunque de juguete: con una vitrocerámica que es una pegatina, un extractor de humos que sólo hace ruido y una nevera de plástico que no enfría (pero no importa porque allí sólo se elaboran besos frescos). En lugar de vasos, ensaladeras, tazas de café y cucharillas de postre, la alacena está llena de matraces, probetas, mecheros de Bunsen y peras de decantación. Sin gravedad, todos los muebles y electrodomésticos flotan a lo ancho y alto de la bola y hay besos insurrectos, de esos que en la Tierra llaman “cobras”, revoloteando en busca de piel como mariposas a la caza de néctar. Los ingredientes se guardan en cuatro cajitas metálicas que antes contuvieron té Twinings: una para el agua, otra para las materias grasas, una tercera para la sal y la última para los millones de gérmenes que componen un beso. El ambiente huele a algodón de azúcar y a manzana caramelizada y, de hecho, el laboratorio está iluminado igual que el carrusel del Tibidabo. De esta fábrica de cariño ha surgido el beso de Klimt, el de la Bella Durmiente, el de Robert Doisneau y, por error, también el de Judas.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que describiéramos tres espacios diferentes, uno de los cuales debía ser un recuerdo de cuando éramos pequeños, otro un lugar tenebroso y, por último, un lugar totalmente imaginado.) 

martes, 21 de agosto de 2018

Bolsillos llenos de dinosaurios

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios. Si se descuida le muerden. Ya ha perdido la primera falange del pulgar derecho y tiene la yema del anular izquierdo en carne viva, según él porque al Velociraptor le gusta hurgar en esa huella dactilar especialmente. Suerte que el bueno del Diplodocus le lame luego el estropicio con su enorme lengua blandita.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios desde su segundo cumpleaños, cuando le llovieron los animales extintos de la piñata. La mayoría aún lleva confeti adherido a sus espaldas y tiene heridas de bala de minipistolas de agua (pero no me preocupa demasiado porque con este sol de verano se curarán rápido). El Triceratops rosa está urdiendo su plan de fuga, ha perforado en un par de cabezazos el forro con el cuerno del hocico, el problema es que los dos cuernos de la frente se han topado con la celulosa del pañal y ahora temo por las pérdidas de orina.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios del Triásico, del Jurásico y del Cretácico. Conviven en ese diminuto trozo de tela oscuro desafiando los 160 millones de años que separaron a algunos. Toda la fauna del Mesozoico cabe en la palma de la mano de mi niño. Excepto cuando la abre y los pterosaurios intentan salir volando. Algunos lo consiguen. Hoy me he encontrado a un Eudimorphodon en el alféizar de la ventana del lavabo y a un ictiosaurio en la piscina. “Mantén en su sitio a tus mascotas o nos van a denunciar”, le he dicho luego al crío.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios. Tengo que acordarme antes de poner el pantalón en la lavadora. Es importante. No creo que sobrevivan a un programa intensivo de 40º con doble centrifugado.

domingo, 19 de agosto de 2018

Tren-Plátano

Por las vías del Orient Express marcha a trompicones un tren de plástico. Lo empuja un niño de dos años. No avanza ni tres pasos cuando todos los vagones ya se han desarticulado. El accidente ferroviario se ha cobrado la vida de un plátano. Ahora la locomotora huele a merienda y hay carne de fruta tropical en el suelo. El maquinista, impasible, la toca y se chupa el dedo. Todavía con las manos pringosas, después de casi haber borrado la huella del escenario -de un homicidio imprudente, como sin duda acusará la madre-fiscal en breve-, Lorenzo prosigue la marcha del tren de juguete. Desde lo alto, la cáscara de plátano tirada en medio de las vías parece el tutú de una bailarina que lleva luto. No en vano, está negro y los restos de pulpa oxidados exhalan sus últimos alientos de potasio, magnesio y ácido fólico. Definitivamente, el alma de la banana ha expirado. 

En la próxima estación, el convoy piensa repostar la carga: al final del carril hay otro racimo de Cavendish y si con la velocidad a la que va no descarrila y convierte en papilla a los cinco canarios apeados en el andén, Lorenzo se habrá salvado de ser acusado de genocidio por muy poco -lo que sumaría muchos años de condena al anterior delito, además de la retirada del carnet de conducción de mercancías y la imposibilidad de obtener el de siguiente categoría: el de transporte de pasajeros. 

Por suerte, los plátanos se libran de ser arrollados por la locomotora que silba chú-chú con la voz dulce de un niño (que apenas hace un par de días ha aprendido la onomatopeya propia del vehículo). Entre los damnificados está Mochilo, que volvía a su casa-volcán después de un Interrail por Francia, Alemania, Italia y Suiza (pocas horas más tarde, rodeado ya de Gazpacho, Pincho y Pumba, explicará que ha estado a punto de morir embestido por una máquina de vapor de mentira). El Fruiti pide que ante tamaño susto le compensen el precio del billete, pero el revisor, el señor Don Martín, lo mira con expresión indiferente de funcionario público y señala una ventanilla cerrada. La banana moteada se enfada, porque aunque según el cantante cubano Michael Chacon sea “el único fruto del amor”, también es verdad que tiene mal genio cuando alguien lo trata como una triste mandarina de temporada, él que, como no se cansa de alardear, es aventajado en términos globales sólo por el tomate y supera en más de 10 millones de toneladas el consumo de manzana. Luego de decirlo, siempre tiene que añadir que “sí, botánicamente el tomate es una fruta porque es el producto del desarrollo del ovario de una flor y receptáculo de las semillas”. Así, con esas mismas palabras -que pronuncia de carrerilla como recitando la Wikipedia- se lo ha dicho al revisor, el señor Don Martín, que a sus espaldas seguía picando billetes con su tenacilla niquelada, sordo a las quejas del plátano canario. 

Mientras, el maquinista Lorenzo está cargando la caldera con el carbón de los Reyes Magos del año pasado. A juzgar por las existencias, se debió portar muy mal. Si sigue así, el año que viene tendrá combustible suficiente para conducir también el Transiberiano y, de paso, boicotear otros postres saludables a base de macedonia de frutas. Su cómplice, el revisor que acumula tratamientos de cortesía porque de mayor quiere tener siete vidas como el señor Don Gato, igualmente dispone de un buen acopio de mineral azucarado. La madre-fiscal se está releyendo el Código Penal: con tales antecedentes, el crimen contra la base de la pirámide alimentaria está asegurado.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que creáramos una escena alrededor de uno o dos objetos y que todo el relato gire en torno a ellos.) 

sábado, 18 de agosto de 2018

Inventario lector XIV

Acabé el libro de Faciolince el lunes o el martes. Es una de las más grandes declaraciones de amor de un hijo a un padre y de un padre a un hijo. Además de presentar el retrato de un gran hombre en una sociedad enferma. Desde entonces voy dando tumbos por los libros que tengo en el Kindle sin decidirme. Vamos a ver si tengo suerte esta tarde con el de Steven Pinker En defensa de la ilustración.

martes, 14 de agosto de 2018

Cuento-cromos

Ella escribe historias que son como cromos, y yo los quiero coleccionar todos. Le he enviado una carta manuscrita a la autora para saber dónde venden el álbum oficial, quiero enganchar cada cuento en su lugar. En la librería de mi barrio -a punto del traspaso porque ya nadie lee diarios, ni compra revistas, ni se compra cien pesetas de chucherías-, no tienen ni idea de qué hablo cuando les pido si ya les han llegado los nuevos cuento-cromos. Leen en mi camiseta “Keep Calm and Read Murakami”, y piensan que soy un personaje salido de uno de los libros raros del japonés. Podría ser la mujer que desaparece de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Soy Kumiko, si usted así lo desea, pero quiero mi ración de historias-sorpresa, destripar con cuidado el sobre y con una mirada ágil y experta encontrar las que no tengo repetidas. Todavía busco un foro para intercambiar mis cromo-cuentos duplicados. Por triplicado sólo tengo un relato, pero me gusta tanto que he colgado dos copias en la pared de mi cuarto. Mi madre ya no sabe qué prefijo usar para describir mi sexualidad y está consultando a un prestigioso psicólogo argentino si es posible que a mí lo que en realidad me pongan sean las letras. ¿Leerlas o escribirlas? Le pregunta el terapeuta, y ella con el teléfono apoyado en el hombro y ambas manos llenas de jabón lavavajillas, me grita desde la cocina: Niña, ¿tu eres activa o pasiva?

lunes, 13 de agosto de 2018

Teletexto en el móvil

La señora de la sombrilla de al lado tiene teletexto en su móvil. Así se lo ha dicho a su amiga que quiere saber el número premiado de “los ciegos”: “eso te lo miro yo en el teletexto del móvil, Concha”. Ha sacado el teléfono de la inmensa bolsa de playa y le ha cantado la combinación: veintiocho-cero-ocho-siete. En todo ese rato yo he tratado de atisbar el misterioso telé-fono/visión; he girado la cabeza tanto como me ha permitido la anatomía humana -lástima, en estos momentos, no ser un búho- pero el reflejo del sol no me ha dejado distinguir si, efectivamente, había cuatro cuadrados de colores fosforescentes (rojo-verde-amarillo-cian) dividiendo la pantalla. 

He apostado con mi marido a que la mujer es una especie de anti-daltónica, impulsora del fenómeno fan de los unicornios, que en todo ve ya un halo arco iris. Él, erre que erre, que la señora es una X-Woman venida a menos y que los potentes rayos de energía que antiguamente emitía por los ojos se han deteriorado a causa de unas enormes cataratas. 

En fin, si alguien más conoce a la señora con el teletexto en el móvil, por favor, hagan RT, necesitamos encontrarla para resolver quién le hace el masaje en los pies al otro. Agradecemos, igualmente, cualquier otra aportación y si la búsqueda no resulta fructífera, daríamos por válido el resultado que sume más adhesiones: marque con su mando a distancia el 101 si vota por la opción de la yaya promotora de los caballos cornudos con el pelo policromo, o el 102 si apuesta por la anciana cegata que en otros tiempos fulminaba las empalagosas moscas del verano con una mirada.

domingo, 12 de agosto de 2018

Inventario lector XIII

Acabé Filek hace una semana más o menos. Un libro interesante, en un formato que para mí ha sido nuevo. Hace un par o tres de días que dejé al 14% Para morir iguales de Rafael Reig, sus alusiones a la masturbación adolescente en un orfanato de monjas usando a la virgen de objeto erótico me han parecido excesivas. Al principio eran graciosas, luego me han resultado incómodas. Así que empecé con El olvido que seremos de Hector Abad Faciolince, voy por el 43% y me está encantado, qué retrato de su vínculo paterno-filial más tierno y qué gran intelectual y filántropo tuvo Colombia. Sigo y os cuento.

La Señora Paloma

La Señora Paloma vende billetes a la luna. Los domingos por la mañana se va hasta la parada del autobús del hospital a montar su tiendecita ambulante, y en la marquesina de la línea nueve pega con celo sus boletos: trozos de cartón en los que ha dibujado la luna en todas sus fases junto con un cohete que parece una cerilla del revés. Luego se va a la churrería de enfrente y espera a que la Paca le prepare las tres porras y el café con leche hirviendo que le regala siempre. Entonces, se sienta en la parada del autobús a desayunar, y hasta con la boca llena va cantando, con una vocecita lastimera: “Compre, usted, billetes a la luna, dos pesetas cuestan, no más, compre, usted, billetes a la luna, compre, compre usted, tenga piedad”. Los que visitan enfermos ingresados desde hace meses ya conocen a la Señora Paloma, la saludan con cariño y adquieren tantos viajes espaciales como les da la calderilla que han conseguido rebuscando en monederos guardados de antes del 2002. Hoy Don Federico casi acaba con todo el género, y es que le ha llevado una moneda de cien pesetas, todavía reluciente. La Señora Paloma, que pensaba que ese domingo lluvioso la gente estaba muy casera, sólo había preparado cuarenta boletos, así que se le ha ocurrido que mientras el hombre visitaba a su esposa Doña Magdalena -en la planta de pacientes oncológicos desahuciados- le daría tiempo a recortar más billetitos del cartón aceitoso de los churros. A pesar de que Don Federico le ha dicho que “no hace falta, buena mujer, quédese con el cambio”, ella se ha comprometido a darle los viajes que le pertenecían, pues de ningún modo pensaba aceptar diez pesetas de más. 


La Señora Paloma se da prisa y dibuja lunas y cohetes con un lápiz pequeñito que siempre lleva en el bolsillo de la rebeca. Está preocupada porque si Doña Magdalena se muere pronto, Don Federico va a estar tan triste que se le caducarán sus cincuenta viajes a la luna. Detrás de los billetes la anciana siempre escribe una fecha, siete días a contar desde la recepción por parte del cliente. O eso cree ella, pues intercala números y letras sin sentido, del derecho y del revés, excepto el quince del ocho: esa cifra es la única que reconoce porque aún celebra el cumpleaños de su padre, el Marqués de Marianao, que en paz descanse. 

Son casi las doce del mediodía, hora del cierre, cuando una niña con el pelo rizado se le acerca. La Señora Paloma le enseña su tienda orgullosa (el cucurucho de los churros le ha dado para cinco excursiones satelitales más). La niña se emociona al oír la canción y corre a pedirle a su madre que le compre billetes a la luna. A pocos metros la Señora Paloma ve como la niña baja la cabeza ante la regañina de su madre; por suerte no llega a oír lo que le dice. Ambas se alejan, pero antes de doblar la esquina que da a la farmacia, la niña nota algo en el bolsillo de su abrigo, se gira y, disimuladamente, sonríe y le dice adiós con la mano. 

La Señora Paloma murmura en voz alta que sabe que no está bien que los niños vayan solos a la luna, pero esa chiquilla se aburre en la Tierra, lo ha visto en sus rodillas inmaculadas y en sus uñas limpias y cortadas. Los transeúntes que esperan el autobús a su lado se apartan mientras ella desengancha los billetes que le han sobrado y los guarda cuidadosamente en un bolsito de ganchillo deshilachado. Cuando acaba, mira el cielo y chasca la lengua: con estas nubes los vuelos de hoy seguro que se retrasan.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que inventáramos un personaje peculiar y sin describirlo física o psicológicamente lo mostráramos en movimiento en un mismo tiempo y espacio.) 

viernes, 10 de agosto de 2018

En todas las casas se cuecen habas

El otro día me senté sobre una mano blanca y dura de sólo cuatro dedos. Asustada, salté del sofá para comprobar que mis niños no habían desmembrado a ningún vecino, pues aunque son expertos rompedores de cosas, tienen buen corazón y si en algún momento descuartizan un ser vivo, tendré, como buena madre, que justificarlos ante los que traten de inculparlos: algo habrá hecho el infeliz para merecer ser troceado y, desde luego, seguro que empezó primero. De momento puedo presumir de hijos con la conciencia limpia porque la mano blanca y dura de sólo cuatro dedos que intentó tocarme el trasero era la del Sr. Patata. El pobre tubérculo debía andar manco desde hacía días, con su manita derecha metida entre los cojines del sofá, y no es zurdo, así que imagínense qué ratos tan malos ha tenido que pasar sin poder atildarse el bigotón como es debido.

Pasan cosas muy extrañas en nuestra casa, como que la muñeca de Lorenzo cabalgue sobre un tiburón y Martín me pregunte si la lámpara de mimbre del porche tiene hambre: tendrían que ver como dirige su manita mullida hacia la luz encendida, cómo agarra con fuerza la cuchara de plástico rosa y en un gesto torpe que no logra salvar dos o tres legumbres del abismo dice: ¿am?. No, cariño, en nuestro mundo las lámparas no comen. Luego su padre añade: no tienen sistema digestivo, de hecho, no tienen ni boca, además no tienen dientes y podrían atragantarse y entonces, ¿cómo le practicaríamos la maniobra de Heimlich? ¡Si ni siquiera tienen zona abdominal! Todo eso se lo dice al hijo, in crescendo, en actitud sobresaltada.Y así sigue hasta que la madre lo mira y le dice que pare, que está liando al niño con esa clase de anatomía absurda y hasta él mismo está entrando en un círculo vicioso en el que no sé ni cómo ha sacado a relucir la historia de la invención de la electricidad, la productividad de las bombillas LED y que en casa tenemos prohibida la palabra “vímet” (mimbre en catalán), junto con otras que él mismo ha reconocido que no venían al caso.
Pasan cosas muy extrañas en nuestra casa, insisto, porque hoy 10 de agosto es San Lorenzo y eso que nuestro niño nació el 15 de agosto y todavía no ha obrado ningún milagro. En cualquier caso, ¡Felicidades Lorete!

La mujer-gallina

Érase una vez una mujer que ponía huevos. Su producción era más bien escasa pero qué otra mujer de carne y hueso había puesto tres pares de huevos en dos años y 35 días. Ninguna, porque hubiera salido en el telediarios y ella siempre tenía puesto el canal de noticias 24 horas. Ramona nunca se había hecho una tortilla con ninguno de ellos, aunque eso tampoco era decir mucho, porque a Ramona no le gustaba la tortilla, pero sí los huevos revueltos, mucho, los de desayuno de hotel especialmente. Y tampoco había roto uno sólo de los huevos para zamparse un plato mojando pan con mantequilla. A su marido era al único al que no sorprendía que su esposa fuera una mujer-gallina, pero le guardaba el secreto: y es que sabía que los huevos que había puesto la loca de Ramona eran sólo los testículos de sus tres hijos varones.

martes, 7 de agosto de 2018

Magia en verano

Desde que inicié la serie “Crónicas mágicas desde Terrassa” no había asistido a tal espectáculo de poderes sobrenaturales, así que me veo en la obligación de narrarlos tal como los presencié el viernes 3 de agosto a las 20:03 en una cafetería muy céntrica de la ciudad. 

Estaba yo acompañada de mi grotesca familia, no en vano, estoy segura de que somos la encarnación española de la saga de Gerald Durrell (véase Mi familia y otros animales) cuando de repente aparece por la puerta un hombre joven con la camiseta de Superman que se dirige directamente al servicio. Pasados unos minutos sale vestido de camarero, camiseta negra a juego con los pantalones que ya llevaba, qué chasco. Acabo de asistir a la transformación del superhéroe a la inversa y me asusto. Luego veo que es capaz de servir la merienda a la mesa de enfrente manteniendo perfecto el equilibrio de la bandeja y le perdono que no vaya a salvarnos del fin del mundo.

Los comensales de la merienda, por cierto, son una pareja de unos cincuenta años acompañada de una mujer mayor, pelo blanco, peinada con el clásico moño de anciana sujetado por un par de horquillas, que ha llegado con andador. Al ver que no cabía en el pasillo, ha cogido la cuarta silla con una agilidad insospechada para su aparente fragilidad y la ha trasladado por los aires a otra mesa. Mi hijo de casi dos años me ha preguntado con la mirada: “¿Mamá, tendrá esta mujer en los brazos la fuerza que le falta en las piernas?” Yo le he respondido con un movimiento de cejas: “Eres listo, mi niño”. Lo más sorprendente ha sido la actuación posterior de sus acompañantes y por más que pasa el tiempo (hoy estamos a martes) no consigo resolver el misterio. Ayúdenme: ella le presta atención, él no aparta la vista del teléfono y a partir de ahí empieza la adivinanza. ¿Es él el hijo, y como tiene confianza, se atreve a ignorar a la madre en estos encuentros semanales o, al contrario, es su yerno y se permite dejar todo el peso de la atención en la hija, que le pregunta sobre cuestiones que ya sabe por no estar en silencio mientras el fraudulento Superman les trae las horchatas? Si no es así, y la mujer de mediana edad es la nuera, le espera una buena reprimenda al hombre de camino a su casa: “la próxima vez aguantas tú a tu madre, que yo desde que nos casamos no tengo porqué fingir que me interesan sus enfermedades”. 

Pero esta cafetería está, como he dicho, llena de portentos y el hombre guapo, moreno, recién duchado merece un párrafo. La clave es otra vez la camiseta: es de una talla menos, de cuando no tenía barriga y se le ciñe alrededor del michelín sólo cuando está sentado. De pie, la prenda parece ajustársele bien (y por eso es tan importante el consejo que le doy a mi marido cuando le digo que no se deje engañar por los espejos de los probadores donde no hay silla). Pero hay más, el hombre, que no debe llegar a los 40, se ha puesto la misma loción de afeitado que usaba mi abuelo con casi 60 hace 20 años: Floïd Mentolado Vigoroso. El pobre, qué lastima, huele a rancio. En todo caso tiene mérito: es el primer hombre que no sucumbe a los anuncios de AXE. 

Finalmente, no me pasan desapercibidas las dos niñas rubias que en la terraza del establecimiento dan vueltas sobre si mismas con unas máquinas de hacer pompas de jabón gigantes. Están rodeadas de docenas de burbujas, se ríen, hasta que tres niños morenos con zapatillas de tacos arremeten contra ellas. Se han pensado que las pompas son balones y en su delirio, ellos son porteros de fútbol. Dos son expertos en evitar el gol con la cabeza, el otro prueba a chutarlas fuera del campo. Creo que es el primer partido mixto al que asisto. ¿Es, o no, un milagro?

Hasta aquí esta entrega de las Crónicas mágicas de Terrassa, habrá más, al menos mientras contenga a los hombres grises que tengo bien encerrados en la casita de plástico de nuestro jardín. 

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que subiéramos a un autobús hacia un barrio desconocido y tomáramos notas de los pasajeros para luego elaborar un texto de ficción. Como mis obligaciones familiares me impedían ausentarme mucho tiempo, cambié el viaje en autobús por media hora en una cafetería observando el resto de comensales.) 


Inventario lector XII

El viernes acabé de leer El jardín de la memoria de Lea Vélez, es precioso. Para entonces ya había empezado Seda de Alessandro Baricco, una lectura que forma parte del curso de escritura, lo acabé el domingo, creo. Uhm, es agridulce. En algunos momentos me ha recordado la escritura de Paulo Coelho, aunque despojado de filosofía New Age. Demasiado pueril para mi gusto. Estoy casi acabando la crónica de Filek, vaya trabajo de investigación que se ha dado Ignacio Martínez de Pisón. Ayer en Reread Terrassa encontré la autobiografía de Jane Goodall Gracias a la vida y un libro que conocí hace tiempo (a través de un curso de la Escuela de Padres de José Antonio Marina) pero me parecía difícil encontrar: El mito de la educación de Judith Rich Harris. Ah, también he empezado el libro La sociedad literaria del pastel de piel de patata de Gernsey de Mary Ann Shaffer y Annie Barrows, otra lectura del curso. Estoy al principio, así que me guardo las impresiones por el momento.