En el Corte Inglés no vendían,
fuí a la tienda de mi barrio
y me dijeron que eso ellos
no lo conocían,
en los catálogos publicitarios
nunca estaba de oferta,
desesperada ya,
al borde de una cianosis,
me puse a buscar por las calles,
en los puestos ambulantes,
una estufa para mi corazón.
Los tenderos del mercado
se empeñaron en venderme
jerseys de lana, de alpaca y de vicuña
perjurándome que con ellos
nunca más se congelaría en diástole
el latido de mi corazón.
Pero lo que yo quería
era una estufa, una chimenea,
un radiador siempre conectado.
El invierno del corazón
es el más crudo de los inviernos,
no hay mantas suficientes
en un hotel cinco estrellas,
no hay sopas demasiado calientes,
ni soles que derritan las estalactitas
que surgen a la sombra
del ventrículo izquierdo.
Por eso el día en que a punto estuve
de morirme sola y congelada
intentando hacer una brasa
con mi propia autocompasión,
decidí que más valía
empezar a despedirme
de todos aquellos que sepultada en hielo,
nunca más rozaría.
Así fue como en el abrazo con cada uno de ellos,
subió un grado el termostato de mi corazón,
así fue como descubrí
que la estufa de este órgano
no funciona con gasoil,
que cuando el alma tiene frío
sólo es útil el calor de un cuerpo humano,
que no hace falta que esté desnudo,
aunque sí
que tenga a flor de piel el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario