domingo, 29 de junio de 2014

Crónicas desde Gambia I

Otra vez he vuelto de África queriendo no haber visto lo que he visto, todavía no acostumbrada a la miseria, yo que pensaba que no se podía ser más pobre de lo que lo son los pobres de Serekunda, y hasta cuando de camino el conductor me explicaba que desde Soma hasta Basse viven los más desfavorecidos, yo no podía comprender qué menos se podía tener en esta vida que las chabolas de lata y la ropa rota y las manos sucias de las sobras de la comida de otro.

Otra vez he vuelto de África, todavía sin haber asumido que nada volverá a ser lo mismo, porque ya hay niños, lugares, personas y hasta un perro que parecía una hiena, que han viajado de polizontes hasta mi casa escondidos entre mi corazón y mi cabeza, algunos soñolientos todavía por el viaje, acurrucados en la curva de mi oreja izquierda, colgados de la comisura derecha de mis labios, sentaditos, bien dispuestos, tímidos como Vinta, que ha preferido acostarse en mis párpados, que alterna para despistarme y para que sólo pueda verla cuando cierro los ojos.

Otra vez he vuelto de África pensando que la cotidianidad de mi vida era un lujo que me calmaría las heridas que ha abierto un país surrealista donde hay hipopótamos que comen arroz, chimpancés con nombre, regalos que son cabras, hombres que duermen en hamacas que cuelgan del motor de sus camiones o mujeres que el día de su boda atienden a los invitados en la cama, pero el lujo de mi piso de clase media, el lujo de los abrazos de mi marido y hasta de las miradas bobaliconas de mi perro desde el sofá es un tratamiento lento, efectivo sólo para con los síntomas - ya he empezado a hablar de otros temas que no sean Gambia - pero insuficiente para tratar las causas, y aunque el paso de los días haga que los recuerdos que ahora me duelen -  como cuando me duele la espalda - se vayan domesticando hasta acabar como las fotos exóticas de mi viaje de luna de miel, no creo que nunca más nada de este primer mundo me vaya a colmar como antes, antes que mi realidad acababa en Terrassa.

jueves, 12 de junio de 2014

Las tres enes

Normal, natural y necesario. Tres palabras muy poco inocentes que conforman la santísima trinidad de una doctrina que no necesita financiarse con casillas en la declaración de la renta, le basta con usted y conmigo y con todos los demás que alguna vez hemos defendido algún argumento apelando a su supuesta normalidad, naturalidad y necesidad. ¿Les suena eso de que lo normal es que las mujeres obedezcan al marido? ¿O lo de que lo natural es comer carne? Por suerte, qué lejos queda ya el razonamiento que Aristóteles usaba para defender la esclavitud, según el cual los esclavos eran un medio necesario para el buen funcionamiento de la ciudad.

También es normal, natural y necesario para algunos que exista determinada forma de gobierno, sistemas económicos concretos, paradigmas alimentarios precisos o relaciones sexuales, sociales y familiares que, en definitiva, no sean anómalas, antinaturales o impeditivas.

Qué fácil sería si esas tres enes existieran en realidad, y sólo hiciera falta pasar un lector  de códigos de barras, como los de los cajeros del supermercado, para saber si metemos en la misma bolsa de la compra los matrimonios homosexuales con los tomates transgénicos y el agua de manantial con los jabones de pH neutro. Pero lo cierto es que esas tres palabras que orientan nuestra conducta y que alivian nuestro malestar moral son sólo eso: instrumentos de exculpación y dominio. Decía el premio Nobel de literatura George Bernard Shaw que “cuando un hombre estúpido hace algo que le avergüenza, siempre dice que cumple con su deber”, y no es casualidad que también fuera él el autor de la siguiente cita: “La libertad supone responsabilidad. Por eso la mayor parte de los hombres la temen tanto.”

Normal, natural y necesario: tres palabras mágicas creadoras de mitos, el de inmaculada verdad, por ejemplo, que nos coercionan de forma invisible para apoyar sistemas que reconocemos injustos en nuestros momentos de lucidez. Normal, natural y necesario: tres palabras sobre las que nos recostamos cuando, ya cansados de pensar, las usamos de cojines-comodines de legitimidad, no en vano, no sólo describen como son las cosas (presuntamente, insisto), sinó como deben y tiene que ser.

Por eso, si son honestos consigo mismos pondrán a prueba sus creencias y valores despojándolos de los tres pilares mencionados: si una vez cercenado de normalidad-naturalidad-necesariedad su templo de conocimiento resiste, sabrán que están a buen recaudo, al menos de momento, pues recuerden que algunas ideas también se quedan pequeñas cuando las personas crecen.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 12 de junio de 2014

jueves, 8 de mayo de 2014

Todavía no somos humanos

Dice la Biblia que “en el principio era el Verbo”. Yo digo que en el principio fue el pie, aunque quizás ambos inicios sean coherentes, no en vano el verbo es acción y el pie es un medio de locomoción que dejó libres las manos, primero simplemente para llevar y sostener comida, crías, piedras, ramas y luego para hacer herramientas, fuego, caricias, arte... Así se inicia el largo camino de la evolución que lleva a unos primates bípedos por la senda de la hominización, la que nos diferencia como especie del resto de antropoides en el ámbito biológico. En ese sentido, podríamos decir que nosotros ya llegamos a puerto hace centenares de miles de años, pero todavía nos queda otro camino por recorrer, el de la humanización en el sentido cultural, que contempla niveles tecno-económicos, socio-políticos y axio-ideológicos. Somos humanos en lo concerniente a muchos de nuestros logros, pero no tanto en lo que respecta a la gestión y distribución de recursos, la administración del poder o la ética práctica cotidiana. Aún así, conviene aclarar que ni la evolución ha sido exclusiva de los seres humanos, ni se ha detenido con nosotros. Todas las especies han evolucionado, a pesar de que sus adaptaciones hayan sido en otro campo fuera del cognitivo, del que los hombres y mujeres presumimos con un cerebro hipertrofiado.

Quizá uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos sea reconciliar lo que nos hizo humanos en el pasado con lo que nos debe permitir seguir siéndolo el día de mañana, aunque para ello tengamos que renunciar a prácticas en su momento útiles pero obsoletas y arriesgadas para el humano del siglo XXI. Sin ir más lejos, se ha descubierto que en Atapuerca, hace aproximadamente 900.000 años el Homo antecessor practicaba el canibalismo social para reducir la competencia por los recursos entre grupos de la misma especie, es decir, mataban y comían, usualmente niños de grupos vecinos, para evitar que éstos se hicieran mayores y supusieran una amenaza.

Precisamente por eso el título de uno de los talleres que imparto “La dieta que nos hizo humanos” y que transcribo literalmente de una fantástica exposición organizada por el Museo de la Evolución Humana me parece acertado pero sólo dentro de contexto: es cierto que comer carne (normalmente de otros animales) nos permitió economizar nuestro gasto calórico y proteico en el  ámbito digestivo, a favor de la inversión en el tamaño del cerebro, como también es cierto que la caza de grandes mamíferos requirió de la organización y colaboración social, que fomentaba prácticas grupales y no individualistas como las asociadas con la recolección. Existimos porque supimos adaptarnos a un medio en el que nuestros semejantes vieron en sus congéneres, parientes y compañeros terrícolas una ración de comida suculenta. Existimos y esta misma vida que se origina en la severidad y hasta crueldad de las exigencias que impone la supervivencia nos conduce también a todo lo contrario, porque la dieta que nos debe humanizar es la que, en primera instancia, debe ser nutritiva y sostenible económica y medioambientalmente, si no queremos, como el del chiste, vender la televisión para comprar un DVD, y en segundo lugar, pero no menos importante, debe ser una humanitaria desde la acepción más trascendental y menos antropocéntrica de la palabra: dieta en la que no caben las muertes caprichosas.


Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 8 de mayo de 2014

viernes, 11 de abril de 2014

Cuento para mi perro

El Dr. Slump trasvestido de Bob Marley-Cleopatra
Mi perro, el Dr. Slump, es el único que me escucha cuando no hay nadie más en casa y yo leo en voz alta lo que escribo. Se ha tragado trabajos universitarios sobre geografía humana, artículos de opinión mensuales y algún que otro exabrupto cuando el ordenador falla. A veces también le leo historias escritas por otros, pero entonces se da cuenta y deja de hacerme caso. A él sólo le gusta lo que yo escribo. Por eso he decidido dedicarle un cuento que tratará sobre los temas que a él más le apasionan: el queso, los tomates, las botellas de plástico vacías, orinar y oler orines, vomitar en la alfombra, escarbar la tierra de la maceta donde desde hace cuatro años sobrevive a duras penas el jazmín o observarnos con indiferencia, a mi marido y a mi, desde el otro lado del salón mientras le llamamos para que suba al sofá. Sabemos que también le encanta el tenis porque sus abuelos humanos nos lo dijeron después de pasara una temporada con ellos y comprobaran como movía la cabeza siguiendo la pelota en los partidos televisados de Rafa Nadal. Además, no desperdicia la ocasión de tirar la ropa tendida para luego tumbarse sobre ella o aprovechar cualquier rayo de sol para recibir las señales de sus compañeros extraterrestres, pues estamos convencidos de que nuestro perro es un alienígena camuflado que ha venido a espiarnos. Mi marido y yo le damos pistas falsas para despistar a sus superiores. 

Actualmente, la raza alienígena corporeizada en can debe pensar que:

1.Todos los humanos bailan el baile de la hipoteca a primeros de mes, después de conseguir pagarla.
2.Todos los humanos ordenan los libros por colores.
3.Todos los machos humanos les dicen a sus esposas que el perro les ha obligado a comprar cerveza.

Érase una vez un perro-doctor especialista en robótica. Vivía en en una casita de plástico en la terraza de un ático. En invierno también alquilaba una habitación interior con baño incorporado que los propietarios usaban sin su permiso para orinar y ducharse. Lo aceptaba porque él a veces también usaba, sin que ellos se dieran cuenta, su cama. Siempre que podía aprovechaba para subirse y saltar en el colchón como si estuviera en una cama elástica. Le encantaba.

Una tarde, el perro-doctor estaba en la terraza tumbado - muy cerca del pipí que se había hecho hacía media hora y que se estaba estendiendo como un riachuelo que amenazaba con mojarle las patas traseras -, cuando apareció un tomate delante suyo. Un tomate grande y rojo que se había espachurrado un poco con el impacto. Como el perro-doctor no era humano, no perdió tiempo preguntándose de dónde había salido, por qué era tan afortunado, qué pasaría luego o si al fin y al cabo tanta suerte era peligrosa y más valía desconfiar y no tocar nada. Así pues, se comió el tomate de un bocado, sin masticar, sin ensalivar. No le supo a nada, por eso y porque se le quedó atascado en su pequeña garganta, lo vomitó entero, no sin un considerable esfuerzo que le hacía deambular de un lado para otro de la terraza tratando de sacar de su cuerpo el tomate con unos espasmos, convulsiones y quejidos grotescos, que le hacían parecer la niña del exorcista en versión perro. Un cuarto de hora más tarde, degustaba su tomate, que tenía un aspecto nauseabundo pero que debía saber mejor adezerado con los jugos gástricos regurgitados, de otro modo nadie entendería que lamiera con tanto afán sus bigotes.

Pasaron las horas y ningún otro tomate apareció por el horizonte. Tenía sed pero los propietarios de la casa se habían vuelto a ir sin llenarle el bebedero. Si seguían así los abandonaría. De acuerdo que el señor de la casa lo sacaba a pasear dos veces al día y que le mimaban más de lo que él soportaba - ¿desde cuando a un animal de su categoría le gusta que le digan cosas como: ay mi bebé, chiquitín-preciosín-boniquín o patata gorda? - pero empezaba a sospechar que lo estaban poniendo a prueba: se habían dado cuenta de que podía hablar y lo estaban llevando al límite para que, tarde o temprano, se quejara y dijera, en su voz a lo Sembei Norimaki: “Perdonen, pero me estoy deshidratando”. No iba a consentirlo, antes saldría volando, porque el perro-doctor no era en realidad un doctor, por supuesto. Tampoco era un perro. Eso era lo que nadie sospechaba. Sabía que corrían rumores de que era un extraterreste venido de más allá de Plutón con el objetivo de espiar la raza humana, grabarlo todo con sus ojo-cámaras y emitir un reality-show en su planeta, pero nada de eso era cierto. Él era en realidad un dragón blanco, se llamaba Fújur, y antes de que cualquier niño se diera cuenta, debería volver a las páginas de la Historia Interminable.

jueves, 10 de abril de 2014

Para cuando llores

Consolar a alguien diciéndole que todo irá bien me parece irresponsable. No dudo de que los bienintencionados que así proceden sólo quieran calmar el llanto de sus amigos o parientes, lo que todavía no tengo claro es si su ingenuidad les lleva a creer realmente en lo que dicen o sólo mienten piadosamente para disfrazar las muertes, las separaciones, los despidos y otras aparentes desgracias de monstruos inofensivos a lo Disney. No los culpo, desde que el ser humano necesita comprender todo lo malo que le ocurre, los cuentos han servido como bálsamo para que también los mayores puedan dormir por las noches. Las historias son distintas, pero igual de fantásticas que las de Perrault, Andersen o los hermanos Grimm. Por otra parte, fíjense que lo bueno que nos pasa no suele requerir tantas justificaciones, así venga sin motivo aparente, aunque en este caso hay quien aprovecha y alardea de méritos propios.

Entiendo que hacer de muro de las lamentaciones no es fácil: dejar que los seres queridos sufran mientras los observamos silenciosa y solemnemente desde la distancia que se interpone entre ambos, sabiendo que no somos nosotros los principales afectados, nos parece inhumano y al final lo mejor que se nos ocurre es acercarnos para usar el “todo irá bien” del mismo modo que una tirita, ocultando una herida que sigue sangrando.

Háganles un favor a sus desconsolados amigos, no los contagien de una fe impostora que incumplirá forzosamente sus promesas. La esperanza es lo último que se pierde, sin duda, porque está enganchada a base de apego. Sostengo que algunos humanos han compensado su falta de resignación en cuanto a los sucesos inoportunos que les depara la vida, con la capacidad para crear nuevas interpretaciones, nuevas lecturas de éstos. Mientras algunos se ajustan a las imposiciones naturales y sociales sin apenas disputas, otros se rebelan hasta darle la vuelta a la situación y ponerla a su favor. Ambos mecanismos de adaptación, sumisión o transformación, me parecen válidos, aunque este último es mi favorito: nos permite construir alternativas con el mismo material que parece enterrarnos, pero para ello hay que ejercitar la imaginación y ver abono donde antes había boñigas.

Este es mi lema: creo que en nuestro mundo dual nada es completamente dañino, eso sería como pretender encontrar una moneda de una sola cara, por eso sea lo que sea lo que te pase, no te hundas, sólo tienes que aprender a reciclarlo. Éste sí me parece un consuelo sensato y razonable, a la vez que sostenible y ecológico. Claro que antes de poder encontrar qué cosa útil se puede hacer con una muerte, una separación o un despido hay que jugar en una liga menor, menos susceptible de noquearnos con su dramatismo, practiquemos con las pequeñas cosas y sobretodo olvidémonos de las ideas preconcebidas, porque son precisamente las que nos han llevado a pensar que en la vida hay situaciones que sólo se arreglan esperando un milagro. De lo que no me puedo olvidar yo es de felicitarme: este domingo tengo la suerte de celebrar el cumpleaños de mi excepcional marido y el próximo miércoles 19 de marzo de tener un padre del que presumir sin cansarme.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de marzo de 2014

Este lado de la valla

Será porque yo también me fui de África casi huyendo, babeando por el menú plastificado del avión. Será porque yo también me fui pensando que aquí se está mejor, aunque ahora ya no me sienta en medio de una novela, ni la gente me pare por la calle para decirme: “¡Qué valiente, irte a un campo de refugiados!”. Será por todo eso que ayer el programa “El otro lado de la valla” de Salvados me conmocionó y me obligó a cambiar el artículo que tenía escrito para esta semana y que, casualmente, empezaba diciendo lo siguiente: “Antes de ponerme a escribir, repaso los diarios. Espero que alguna noticia me impacte. Nada. Será que a los periodistas les inculcaron demasiado bien la jerga imparcial. Leo que hay ébola, terremotos, atentados y me parece estar viendo un parte meteorológico.” Seguía hablando de la disfunción narcotizante de Paul F. Lazarsfeld y Robert K. Merton y, en definitiva, me avergonzaba de que se me cayeran más lágrimas viendo vídeos de animales difundidos por Facebook que contemplando el estado del mundo en los telediarios.

Me alegra poder escribir un artículo que no deja mi humanidad tan mal y hace gala de mi empatía, aunque sólo sea porque yo también sentí que vivir en África podía llegar a ser una condena, de forma ridícula, si quieren, porque yo me fui a Ghana porque quise sabiendo que podía cruzar la frontera volando, sin concertinas de por medio, con una familia esperándome en la terminal del aeropuerto, con el color de piel adecuado y la nacionalidad correcta. Lo que me lleva a pensar que entrar en Europa es como acceder a la caja fuerte de un banco o a la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones, que bien podría ser lo mismo...

No sé cual es la solución, sin duda no es tan fácil como el “papeles para todos”. La ingenuidad ha marcado una parte importante de mi vida y ahora que me sincero les diré que es un lastre del que justo ahora me estoy desprendiendo. Tampoco quiero caer en el uso equivocado del darwinismo social para convencerme de que al fin y al cabo la vida no es justa y las leyes de la selección natural son implacables con los más desfavorecidos. Lo que es cierto en cuanto a la naturaleza pero no en cuanto a la sociedad, pues en esta no rigen más normas que las que nosotros mismos queramos imponer. No hay que olvidar que el ser humano existe gracias a sus órganos extrasomáticos, es decir, gracias a la cultura que tan importante como el corazón o el hígado, permite que animales bajitos y enclenques como nosotros no nos hayamos extinguido a merced de los leones y hasta de los hipopótamos (que parece que pueden ser muy agresivos). Por cierto, no dejen de consultar la diferencia entre violencia y agresividad, les sorprenderá saber que no son conceptos sinónimos.

Se dice que siempre emigran los que no tienen nada, porque tampoco tienen nada que perder. Se dice alegremente, como si traspasar un continente sin dinero, sin comida, sin la certidumbre de llegar al destino para contarlo fuera como hacer una romería o el Camino de Santiago. Y no se crean que no entiendo a quien tiene miedo de que gente como la que espera al otro lado de la valla pase la frontera: ¿podremos competir contra sus ganas de vivir?

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 10 de abril de 2014

lunes, 7 de abril de 2014

Crónicas mágicas desde Terrassa III

La vecina del cuarto está valorando presentar una instancia, quiere que la biblioteca vuelva a estar en la calle Font Vella. No recuerda demasiado cómo era, aunque sí tiene presente el ambiente a humanismo del siglo pasado, las maderas oscuras y las lamparitas de la mesa larga tatuada con mensajes de adolescentes que apuraban las últimas horas antes de los exámenes.

A la vecina del cuarto no le gusta la Biblioteca Central, demasiada luz dice siempre. Va porque hay montones de libros y no está lejos de su casa, aunque aún así piensa que si estuviera más cerca, sobretodo más cerca que las librerías que la tientan, dejaría de ambicionar ser rica, ella que lo único que quiere es tener suficiente dinero para comprarse novelas, manuales, ensayos, enciclopedias, cómics de Tintín y cuentos de Rodari, además de tener una casa suficientemente grande para guardarlos. Su mayor deseo es poseer una biblioteca tan alta que sea preciso usar escaleras, igual que la de la Bella y la Bestia.

Quiere incluir en la propuesta que la contraten como asesora de lectura, un oficio que según ella formará parte de las nuevas profesiones emergentes. Si todo va bien, será empleada como funcionaria del estado y los terrasenses tendrán derecho a ser visitados mensualmente por ella, que atendiendo a la edad, género, profesión y número de DNI llevará una selección literaria en la cesta de la bicicleta. Más o menos como las señoras del Círculo de Lectores, pero al revés, porque además de que el servicio será gratuito, los usuarios se beneficiaran de reducciones porcentuales en sus impuestos según la cuota y la calidad de la lectura. Los aficionados a Kundera se verán exentos del pago del IBI durante un par de años. El catálogo literario incluirá a los escritores amateurs locales que pasarán a tener un sueldo, siempre y cuando demuestren que no saben dedicarse a otra cosa y hacerlo tan bien como contar historias. Es entonces cuando empieza a pensar si sería una buena candidata. Aunque sabe que escribe mejor que cocina, no está segura de si limpia mejor que escribe, ella que es tan quisquillosa con el polvo. Ah, pero ahora que la Agrupación Astronómica de Terrassa le ha explicado que todo cuanto existe es polvo de estrellas le da un poco de miedo usar el plumero: ¿podrán los astrónomos acusarla de destruir el universo?

La vecina del cuarto está tan emocionada por todo lo que se está imaginando que casi no se da cuenta de que son las ocho y tiene hambre, suerte que todavía le queda un poco del pastel que le dieron los gnomos de Vallparadís. ¡Y qué culpa tiene ella de no tocar con los pies en la tierra, si pesa tan poco que el viento de primavera la eleva!

martes, 1 de abril de 2014

És perillosa la ciència? Milán Vs. Wolpert

Al llarg d’aquest article oferirem una rèplica a l’article de Lewis Wolpert “¿Es peligrosa la ciencia?” en base a les concepcions de la ciència i la tecnologia, així com llurs relacions entre elles i amb la societat que se’n deriven.

En primer lloc, observem que Wolpert basa el seu article en una idea de ciència força tradicional i a voltes, fins i tot victimista. En aquest sentit, Wolpert es lamenta de que “la idea de que el conocimiento científico es peligroso está profundamente arraigada en la cultura occidental”. Al respecte, ofereix exemples de com la cultura popular ha creat la imatge del científic sense ànima. Tanmateix, l’autor assegura que, de fet, el coneixement científic no “hace juicios de valor, ni tiene valores morales o éticos. La ciencia nos dice cómo es el mundo”. Segons ell, a més, les qüestions ètiques només sorgeixen en l’aplicació de la ciència, és a dir, amb la tecnologia. En les seves paraules “la tecnología es la que comporta cuestiones éticas”. Aquí trobem de nou un altre dels tòpics de la imatge heretada de la ciència, la de que la ciència i la tecnologia poden entendre’s aïlladament. Segons l’autor “el problema surge cuando se mezclan ciencia y tecnología”. No obstant, els darrers estudis de Sociologia del Coneixement Científic (SCC), en concret la teoria de l’actor-xarxa ens mostren que el binomi ciència-tecnologia acostuma a presentar-se associat fins al punt que resulta indistingible identificar on comença la ciència i on la tecnologia.

Hem vist, doncs, com Wolpert entén que el coneixement científic és un coneixement sui generis que es limita a reflectir la realitat del món sense interferir-hi. Aquesta va ser també la imatge que la sociologia tradicional tenia de la ciència, així com la sociologia clàssica del coneixement. Per a l’autor la ciència és neutre en quant a les seves asseveracions, tan sols descobreix fets, no els crea. La inclusió de factors socials a la ciència pot provocar falles i problemes que deixen de fer científica la ciència. Aquesta va ser la línia d’investigació que va seguir la sociologia de l’error, que considerava els factors socials com elements distorsionadors que poden arribar a explicar la generació del coneixement científic fals, però resulta irrellevant per explicar el vertader, atès que aquest es basa en l’evidència factual. Aquesta asimetria en el tractament de les causes que generen el coneixement fals i vertader ha sigut força criticada per l’SCC, en concret pel Programa Fort del que parlarem més endavant.

En el fons, Wolpert creu realment en les regles mertonianes, encara que aquestes hagin sigut posades en dubte posteriorment i fins i tot s’hagi arribat a dir que la seva existència es remet tan sols a una estructura ideològica de base i a un artifici retòric a posteriori. Recordem que Merton va arribar a la conclusió que els científics segueixen quatre imperatius institucionals bàsics que marquen el seu ethos: l’universalisme o impersonalisme, el comunisme - les dades, lleis o teories que es descobreixin són de propietat comunal i l’únic dret que tenen els científics sobre elles és el de reconeixement -, el desinterès - el científic no aspira més que a la satisfacció de la seva contribució - i, finalment, l’escepticisme organitzat, segons el qual els resultats científics sempre han de poder ser revisables i contrastables

També la tesis de la infradeterminació empírica (de Duhem-Quine) podria rebatre la concepció de Wolpert sobre la fidelitat de la ciència en explicar la realitat, si bé aquesta teoria posa en evidència com, donades dues explicacions iguals de coherents amb la realitat, però incompatibles entre elles, s’acaba adoptant una en base a unes condicions alienes a les dades observacionals o experimentals, que no tenen prou força com per imposar una o altra teoria. Així doncs, en l’elecció de la teoria oficial no es pot descartar que hi influeixin factors socials.

Sobre la suposada neutralitat dels científics, la tesi de la càrrega teòrica de l’observació (defensada per Kuhn i Feyerabend) sosté que la mera observació està impregnada d’una base teòrica que converteix uns fets en evidències - o proves - segons el paradigma teòric adoptat. És famós el cas de la frenologia, que ens serveix per il·lustrar aquest concepte: mentre que els partidaris de la frenologia, en analitzar la substància blanca, trobaven les fibres que evidenciaven la seva postura, els detractors tan sols observaven teixit fibrós. Ambdós grups miraven el mateix, però veien coses diferents. Això enllaça amb l’asseveració d’Eibar segons la qual “la posició d’un científic en el debat polític determinava (causava) la seva posició en la disputa científica, i configurava la seva apreciació de l’evidència empírica". En paraules més planeres i que cito del comunicador Xavier Guix la tradicional dita “Si no lo veo no lo creo” hauria de substituir-se, en honor a la veritat, per “Si no lo creo, no lo veo”.

Segons el Programa Fort, originat a la Universitat d’Edimburg a finals de la dècada dels seixanta i pioner en el desenvolupament de l’estudi del coneixement científic, la ciència està construïda socialment ja que el medi social selecciona i potencia determinades línies de recerca. És a dir, els interessos actuen directa o indirectament en la producció de coneixement. Igualment, tant el coneixement fals com el cert és producte d’una construcció social que involucra el mateix concepte de veritat. Pels seguidors del Programa Fort, existeix un relativisme epistemològic que estableix que no hi ha criteris universals i absoluts que puguin garantir la veritat o racionalitat del coneixement, de fet es veu com al llarg del temps, aquests criteris han sigut revistats i relatius al moment històric, comunitat i context associat.

En definitiva, la concepció de la ciència que Wolpert destil·la al seu text no pot ser suportada fàcilment si es tenen en compte les apreciacions dels estudis de la sociologia del coneixement científic. No debades, el Programa Empíric del Relativisme (PER) així com els estudis de laboratori i l’anàlisi del discurs científic qüestionen des d’una perspectiva microsocial la puresa i l’ortodoxia del coneixement científic. Per la seva banda, el PER ens mostra com les controvèrsies científiques estan a l’ordre del dia i en la seva clausura intervenen uns factors externs que s’acaben diluint en la pràctica científica. Els resultats de l’etnografia de la ciència posen de manifest el caràcter oportunista i local de les seleccions que tenen lloc als laboratoris, així com la dinàmica de les inscripcions literàries, fortament condicionades per la retòrica científica. És a través d’aquesta retòrica que s’expressen els diversos graus de facticitat. Finalment, l’anàlisi del discurs científic exposa els diferents repertoris emprats per qualificar o desqualificar els discursos a través de la inclusió de referències a factors empírics o contingents, respectivament. En relació al discurs científic i la retòrica, sembla que Wolf, emprant paraules de John Carey, pretén ignorar o subestimar la seva existència, en dir que una de l’antítesis de la ciència és la política si bé aquesta depèn de la retòrica, l’opinió i el conflicte. Hem vist, però, que la retòrica científica és tan efectiva que s’amaga fins a semblar que no existeix.

Tampoc no podem oblidar l’aportació de la teoria de l’actor-xarxa en la nova forma d’entendre la ciència. Una de les conseqüències més importants d’aquesta teoria és la dissolució de la distinció tradicional de la dicotomia ciència/tecnologia. Els nous estudis de SCC abandonen la caracterització tradicional de la tecnologia que la defineix com a ciència aplicada. Des d’aquesta perspectiva no podem estar d’acord amb Wolpert quan afirma que la tecnologia no és ciència si bé no s’han trobat distincions reals, tant a nivell institucional o metodològic, entre elles.

En quant a la relació de la ciència i la tecnologia amb la societat i la política, Wolpert també assumeix que el científic pot impedir que la seva posició política o ideològica penetri en les seves investigacions, altrament, es cohibiria la capacitat de seguir obrint noves vies d’investigació. En aquest sentit, les obligacions socials dels científics no són majors que les de la resta de la gent.  De nou, en l’adopció d’una nova tecnologia “no concierne a los científicos tomar decisiones morales o éticas sobre ella, ya que no tienen una formación específica para lidiar estas cuestiones”. Segons Wolpert, demanar que els científics siguin més responsables socialment és caure en el risc d’autoritzar-los a prendre decisions que excedeixen l’àmbit purament científic per endinsar-se en el social.

Tanmateix, l’autor no ignora que poden existir grups de científics que en no haver pogut deslliurar-se totalment dels seus prejudicis ideològics, han generat unes línies d’investigació amb efectes indesitjables. És el cas del grup de científics que amb suposicions a favor del moviment eugenèsic havien conclòs que talent, pobresa, o altres tipus de debilitats mentals eren heretables. Segons Wolpert, però, aquest grup de científics que sí es comporta de forma immoral en permetre que les seves ideologies influeixin conscientment en els seus treballs, contrasta amb el grup involucrat en el el descobriment de la teoria atòmica, si bé, aquest darrer va complir amb les seves obligacions socials a l’informar de les implicacions que podria comportar. La construcció de la bomba atòmica, doncs, només és atribuïble als polítics. En aquest sentit, estic d’acord amb el que diu Wolpert més endavant sobre que “no se debiera dejar de lado la posibilidad de hacer el bien merced a la aplicación de alguna idea científica, amparándose en la idea de que también es posible utilizarla de manera inadecuada.” Tanmateix, cal valorar amb discerniment si el “saber pel saber” és una raó suficient per incórrer en línies d’investigació immorals o amb dubtoses aplicacions teorico-pràctiques. És clàssic el debat sobre l’experimentació d’animals no humans: mentre que alguns la defensen pels suposats beneficis en investigació - extrapolables als homes -, d’altres el rebutgen perquè no té en compte la capacitat de sofriment dels animals no humans. Per la seva banda, Wolf examina les qüestions com l’enginyeria genètica i la clonació i llença un desafiament “Necesito que me convenzan de que muchos de los que desconfían, si padeciesen una enfermedad, también se negarían a tomar un fármaco fabricado a partir de una planta genéticamente modificada.” No discutiré que “resulta fácil ser reticente con la ciencia si ello no afecta a nuestras actividades” però cal comprendre que envers les necessitats, també hi ha qui, equívocadament, ha venut la seva ànima.

Cal aclarir també, que Wolf presenta les invencions tècniques com corol·laris lineals dels coneixements científics, tot obviant el model SCOT, segons el qual els grups socials rellevants  (entre els quals també hi ha la societat civil) construeixen socialment la tecnologia. En fer-ho, cal descartar la visió que assumeix que el desenvolupament tecnològic segueix una pauta pròpia.

Al final del seu article, Wolpert, en resposta als que dubten de si el públic o els polítics són realment capaços de prendre les decisions correctes entorn a la ciència i les seves aplicacions, cita una reflexió de Thomas Jefferson que demana confiar en les institucions de la societat democràtica per guiar al poble quan no té un criteri definit. Tanmateix, la idea sobre l’alfabetització científica conseqüència de l’SCC em sembla molt més oportuna. Com recorda Eibar “Hom oblida que un alt nivell de coneixements no evita que esclatin aferrissades controvèrsies entre els mateixos experts científics”, seguidament ho exemplifica en relació al canvi climàtic o els aliments transgènics; la conclusió òbvia, doncs, és que l’alfabetització científica hauria de passar, sobretot, per guanyar més coneixements sobre la ciència per tal de reconèixer les relacions que la ciència manté amb altres institucions socials i desmitificar les suposades evidències empíriques dels experiments, sovint més ambigus del que es pensa.

Com a conclusió em permeto parafrassejar a Harry Collins i a Trevor Pinch, que, en la seva indispensable obra El gólem. Lo que todos deberíamos saber acerca de la ciencia diuen “Al final, sin embargo, es la comunidad científica (…) la que pone orden en este caos, y transmuta las torpes bufonadas de la Ciencia del Gólem colectiva en un mito científico claro y ordenado. Nada malo hay en ello; el único pecado es no saber que siempre es así.”



BIBLIOGRAFIA:

AIBAR, Eduard, “Introducció. Breu història dels estudis de Ciència, tecnologia i societat” a l’assignatura “Ciència i Tecnologia a la Societat Contemporània”, UOC

AIBAR, Eduard, “L’estudi social de la ciència” a l’assignatura “Ciència i Tecnologia a la Societat Contemporània”, UOC

AIBAR, Eduard, “La visió constructivista de la innovació tecnològica. Una introducció al model SCOT”, a l’assignatura “Ciència i Tecnologia a la Societat contemporània”, UOC

COLLINS, Harry i PINCH, Trevor, El gólem. Lo que todos deberíamos saber acerca de la ciencia, Crítica, Barcelona, 1996

DE LORA, Pablo i GASCÓN, Marina, Bioética. Principios, desafíos, debates, Alianza Editorial, Madrid, 2008

GUIX, Xavier, Si no lo creo, no lo veo, Editorial Granica, Barcelona, 2005

LAMO DE ESPINOSA, Emilio i TORRES ALBERO, Cristóbal, La sociología del conocimiento y de la ciencia, Alianza Editorial, Madrid, 1994

ROE SMITH, Merrit i MARX, Leo (eds.), Historia y determinismo tecnológico, Alianza Editorial, Madrid, 1996

WOLPERT, Lewis, “¿Es peligrosa la ciencia?” a Ars Medica, Revista de Humanidades, 2008, núm. 1, pgs. 128-136

martes, 11 de marzo de 2014

La trilogía desordenada: cuerpo-salud-comida

La trilogía cuerpo-salud-comida requiere de una ordenación jerárquica urgente, de otro modo continuaremos perpetuando interrelaciones insatisfactorias. Mientras que el cuerpo esté por delante de la salud y está no tenga en cuenta la comida, seguiremos siendo víctimas de un problema irresoluble sólo porque está mal planteado. En cualquier caso, no podemos olvidar que los estándares óptimos en relación al cuerpo y a la comida e, incluso, los relacionados con la salud, se encuentra inmersos en un entramado social y cultural del que tampoco no escapa la ciencia, tal como han puesto de manifiesto los últimos estudios de la disciplina de la Sociología de la Ciencia. Sólo cuando recuperemos el sentido direccional comida-salud-cuerpo que respeta, no únicamente el addagio popular del “somos lo que comemos” sino también la pura fisiología humana según la cual aquello que ingerimos es nuestra materia prima, podremos afrontar con salud, materializada en un cuerpo vigoroso, el ritmo de la vida.

Conviene pensar que no sólo los alimentos-milagro como los funcionales o los transgénicos tienen propiedades efectivas, sino que cualquier miga de pan es también vehiculadora de salud o malestar
. Igualmente, hace falta advertir que parte de la comida actual que consumimos es sobretodo una buena apuesta comercial pero no una buena apuesta alimentaria. Los supermercados están llenos de golosinas que, más que nutrirnos (por no decir que nos envenenan), nos hacen sucumbir a otra lógica, pues también compramos símbolos y estatus hasta el punto que se han invertido los objetivos por los cuales, muchas veces, compramos uno u otro producto del mercado. Si bien es cierto que la calidad-precio todavía es una variable que mueve nuestros bolsillos, también lo es que el aspecto o simbolismo de los productos ha empezado a pesar en nuestras decisiones. El capitalismo ha invadido también este aspecto ingenuo a la vez que instintivo de nuestra naturaleza - el acto de comer - para convertirnos en “comedores-consumidores” (Gracia, 2010, pg. 363) que acaban engullendo con frenesí (y cada vez más con ansiedad) unos alimentos industrializados, es decir, deshumanizados, sólo cuando el tiempo nos lo permite, pues los horarios laborales se estructuran según unas prioridades que casi nunca tienen en cuenta la ordenación de las ingestas. La aparente solución a esta fast life es un fast food que nos aleja gradualmente más de la cocina, pues la gente no sólo tiene cada vez menos tiempo, sino que prefiere invertirlo, junto con el dinero, en otras actividades. Todo ello resulta de la infravaloración de la alimentación en cuanto a portadora de salud (y de diversión, autoconocimiento y hasta de sabiduría), terreno que en los últimos años parece ser de dominio exclusivo de la medicina-farmacia (binomio inseparable). Lo que quizás ignoren es que el combustible con el que están llenando sus reservas energéticas es barato, pero de poca calidad, pues a banda de las posibles negligencias sanitarias e higiénicas, el fast food (que, en mi opinión, no sólo contempla hamburguesas de grandes cadenas, sino precocinados y otros productos envasados de 4ª gama) es una comida, insisto, sólo desde la faceta técnica. Podemos congelar a Walt Disney y seguir viendo al hombre que un día inventó a Mickey Mouse, ¿pero puede este trozo de hielo reír con nosotros mientras vemos alguno de sus dibujos? Así, ¿qué podemos bendecir en nuestra mesa cuando habitualmente encima del mantel sólo hay productos alfa-numéricos desprovistos de historia?

En cualquier caso, hace falta superar el discurso según el cual, como apunta Gracia “sólo se alude a la comida a través del discurso de la salud y la enfermedad” (Gracia, 2009, pg. 84), ya que la alimentación no sólo es parte de la economía, tal como hemos visto, sino de nuestra cosmovisión general del mundo, dentro de la cual se encuentra, por ejemplo, la cosificación de los animales en base a una socialización que comienza ya desde la infancia invitándonos a etiquetar el cerdo, la gallina o la vaca como “animales de granja” y a verlos como máquinas de carne, huevos y leche. No obstante, y para no arriesgarnos a la compasión, nuestros platos con cadáveres de animales suelen no tener más que formas cilíndricas o tubulares: hamburguesas, salchichas, nuggets... Ésta y otras estrategias son las que hemos ido adquiriendo a lo largo del tiempo y que, si en algún momento podrían haber sido hasta piadosas, lo han dejado de ser después de que las fuentes alimentarias de origen animal hayan pasado de ser un recurso adaptativo y hasta quizás evolutivo, a un lujo gastronómico el placer del cual nunca podrá justificar la crueldad de la que proviene. Esta relación con la comida no puede excusarse en el omnivorismo, ni tan siquiera en el carnivorismo, ambas conductas alimentarias obligatorias por decreto orgánico, sino que entra en la ideología del “carnismo”, acepción propuesta por la psicóloga Melanie Joy (2010) y autora de la obra Why we love dogs, eat pigs and wear cows: an introduction to carnism.

Otro libro con un título sugerente es el de La dieta Smart (Garcia, 2010), que a pesar de ser un libro dedicado a la pérdida de peso, nos interpela indirectamente. ¿A caso la propuesta de la Dra. Reina García - más allá del marketing y del contenido de la obra - no nos hace cuestionar si nuestra dieta es realmente inteligente? Me atrevo a responder que no, muy en la línea del alegato de Luís de Sebastian (2009), autor de otro libro con título prometedor: Un planeta de gordos y hambrientos: la industria alimentaria al desnudo.

Ya para acabar, no me gustaría que la articulación de las prácticas alimentarias saludables se convirtiera en una nueva arma de la publicidad, pues en este sentido estoy de acuerdo con Igor de Garine (2000, pg. 10) cuando afirma que “actualmente, alimentación sana, se ha convertido en el grito de guerra y un argumento publicitario provechoso en muchas sociedades opulentas”. Nuestro sistema es experto en hacer negocio de todo, también de la obesidad y de las enfermedades (Gracia, 2009, pg.81), por lo que conviene recordar que el derecho a la alimentación no sólo debería comprender una ración de calorías mínimas sino de una comida digna. Pensamos que las víctimas de esta falta de derechos suelen estar en la otra parte del hemisferio*, cuando las ONGs nos alertan de alguna crisis alimentaria. ¡Qué ingenuos nosotros que pensamos que aquí, estamos mucho mejor! Sí, es cierto que nuestra sociedad es rica, pero también que se puede ser pobre por exceso (o mal nutrido, como sería el caso), como muy bien revelan las contradicciones de la sociedad obesogénica.

*Desgraciadamente este tipo de situaciones también empiezan a revelarse en nuestro país.


BIBLIOGRAFÍA:


CAMPÀS, Joan, “Estudis sobre la teoria del caos”, material de l’assignatura Escriptures Hipertextuals de la UOC

Colman R, Anderson R, Johnson S, Kastman E, Kosmatka K, Beasley T. (et al.), Caloric Restriction Delays Disease Onset and Mortality in Rhesus Monkeys, Science, July 2009, vol. 325, no. 5937, pgs-201-204

Contreras, J. La obesidad: una perspectiva sociocultural, Zainak Cuadernos de Antropologia-Etnografía, 27, 2005, pg. 31-52

Etcoff N. La supervivencia de los más guapos, Editorial Debate, Madrid, 2000

Garcia, R, La dieta Smart, Editorial Amat, Barcelona, 2012

Garine, I El consumisme i l’antropòleg, Revista d’Etnologia de Catalunya, nº 17, 2000

Gedo, J. Portraits of th artists: psychoanalysis of creativity and its vicissitudes, Guildford, Nova York, 1983

Gracia M. Relaciones entre biología, cultura e historia en el tratamiento de los trastornos alimentarios, Estudios del Hombre. Food, Imaginaries and Cultural Frontiers. Essays in honour of Helen Macbeth, 2009, 224:73-88. Guadalajara. ISBN: 978-607-45.

Gracia M. Alimentación y cultura en España: una aproximación desde la antropología social, Physis, Physis, Revista de Saúde Coletiva, vol.20, nº.2, 2010, p.357-386.(Brasil)  ISSN 0103-7331.

Guidonet A. L’antropologia de l’alimentació, Editorial UOC, Barcelona, 2007

Harris, M. Bueno para comer, Alianza Editorial, Madrid, 2011

Joy, Melanie, Why we love dogs, eat pigs and wear cows, Conary Press, San Francisco, 2010

Navas, J. La otra cara de la obesidad ¿Enfermedad o canon estético?, La antropología de la alimentación en España. Perspectivas actuales, Editorial UOC, Barcelona, 2011, pg.97-112

Mattison J, Roth G, Beasley T, Tilmont E, Handy A, Herbert R. (et al.) Impact of caloric restriction on health and survival in rhesus monkeys from the NIA study, Nature, 489, September 2012, no. 489, pgs. 318-321

 Millan A. Cultures alimentàries i globalització. Revista d'etnologia de Catalunya. 2000; 17

Parasecoli F, Alimentación y sociedad. 1ª ed. Barcelona: FUOC. Fundación para la Universitat Oberta de Catalunya; 2012

Sebastián L. Un planeta de gordos y hambrientos: la industria alimentaria al desnudo, Editorial Ariel, Madrid, 2009

miércoles, 5 de marzo de 2014

La vida secreta de las cosas: los lápices

De pequeña no me gustaban los lápices. Hacían feas las páginas de mi cuaderno que entre los borrones y los trazos poco finos de algunas letras escritas con la punta chata del lápiz, acababan pareciendo partes meteorológicos indicando múltiples chubascos y nubarrones. Qué día más bonito cuando descubrí que la goma podía limpiarse frotándola contra el pupitre, mis páginas empezaron a entrar en el verano, libres de los tonos grises matizados con mis huellas digitales. Aunque sin duda el día más precioso fue cuando, ya no recuerdo en qué curso exactamente, nos permitieron escribir con bolígrafos las respuestas, menos las de matemáticas, claro. Lo que agradezco, no se crean, porque para esta asignatura hubiera necesitado litros de tippex (recuerden que antes de que existiera el tippex de cinta, tuvimos que vérnoslas con la brocha gorda). Pondría la mano en el fuego por que muchos de mis compañeros se equivocaban a posta sólo por embadurnar un poco sus deberes, había quien hasta seguía la técnica del gotelé y entonces las palabras escritas sobre el corrector parecían indicadores de montañas en un mapa físico con relieves.

En algún punto entre los 16 y los 29 años me aficioné a escribir con lápices siempre que no escribía con Pilot negro. Aunque para ser honesta, tampoco me apasioné por los lápices en general sino por los Faber Castell Grip 2001, los grises con puntitos de goma negra, y por los portaminas. Los primeros porque son elegantes pero sencillos, hasta tengo unos cuantos con una goma a modo de capuchón. Lo que resulta indispensable, aunque no sé porqué, pero estoy intranquila si cuando me llevo la libreta y el lápiz no tengo también una goma a mano, siento como si me faltara algo, curioso porque no me pasa lo mismo con el Pilot, es decir, que nunca llevo Tippex encima y no lo echo de menos. Si me equivoco, tacho; hacer lo mismo si escribo a lápiz me parece una chapuza. Hay un tercer elemento que debería llevar en el bolso cuando escribo a lápiz, el sacapuntas, pero lo cierto es que su ausencia no me provoca el mismo vacío que el de la goma. De ahí que el portaminas me parezca ideal, excepto cuando empiezas a escribir con una mina nueva, si los lápices con la punta desafilada me provocan horror, las  líneas extrafinas me dan grima. No es gratuito, mi letra cambia en función del grosor y del ritmo con el que el lápiz o el boli me permiten escribir: hay bolígrafos y lapiceros demasiado rápidos para que me de tiempo a distinguir las ideas malas de las buenas - y entonces escribo tonterías sin pensar- hay otros tan lentos y tan delicados que no me dejan garabatear y se encantan en la caligrafía, en los puntos bien situados sobre las íes y en las ligaduras de algunas letras, pero no de todas, por ejemplo, la ese siempre va suelta.

Respecto a esto último, debo reconocer que mis manías persisten, se acentuaron mucho en Bachillerato cuando mi obsesión por la homogeneidad hizo que me pasara semestres escribiendo en mayúsculas, me parecía que así los cambios de bolígrafo, de ánimo o de tiempo no me afectaban tanto y era casi irreconocible la diferencia de letra de un día para otro. Estaba ya convencida de que había encontrado la solución a mi esquizofrenia grafística cuando la profesora de filosofía me soltó en medio de toda la clase, que escribir en mayúsculas denotaba falta de madurez. ¿Se lo pueden creer? ¡Decirme eso a mi que probablemente era la única que además de seguir leyendo cómics de Tintín leía a Schopenhauer sin que nadie me obligara!

Por suerte dejó de ser mi profesora pronto, así que no tuve ocasión de saber qué pensó después, cuando ya desesperada me propuse escribir todo a ordenador, deberes incluidos. Los imprimía en formato cuartilla, los encuadernaba con un fastener dorado y eran la admiración de mis compañeros que no sabían que el esfuerzo de pasar todos los apuntes a ordenador compensaba con creces la tranquilidad de espíritu que conseguí durante los meses que no tuve que horrorizarme viendo páginas de libreta escritas por alguien que no sabía escribir igual tres días seguidos.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Crónicas mágicas desde Terrassa II

Hoy entre las iglesias de Sant Pere y el puente de acero que baja a Vallparadís he visto un gnomo. Iba solo y muy deprisa, me he acercado con sigilo para observarlo pero él me ha detectado y yo temerosa de que pensara que era un trol - hoy voy más despeinada de lo normal - me he parado en seco. Él en cambio se ha girado y me ha mirado, en concreto el tobillo, porque era tan bajito que hasta yo soy más alta por muchos centímetros. Como parecía curioso, me he agachado y a duras penas he distinguido lo que me decía, aunque según él me ha contado después, estaba gritando tan fuerte como sus pulmones le permitían. Bien, el caso es que me ha dicho que ya era hora de que algún egarense le viera, a él o a cualquier gnomo de la colonia que vive bajo el castillo Cartoixa. Ya empezaban a pensar que los terrasenses somos ciegos y sordos, pues no se explicaban cómo después de tantos años en la ciudad, nadie les hubiera ido a saludar. Creo que también han llegado a pensar que a lo mejor sólo éramos unos maleducados, pero eso, para ser justos, no me lo ha dicho, creo que era tan benévolo que guardaba esa posibilidad como remota. La verdad es que el pobre tiene razón, les diré que he estado quince minutos conversando con él a plena luz del día y que los paseantes de perros, los jubilados distraídos y las mujeres que iban a buscar a sus niños al colegio ni nos han mirado. He estado a punto de decirles ¡Eh! ¿Pero es que no ven que aquí hay un gnomo? ¿No ven que este descubrimiento puede ser transcendental? ¡Quizás estemos a un paso de descubrir que en Terrassa también hay hadas, unicornios, ángeles, elfos y pegasos! Ah, pero me he callado. Saben que soy la loca de los cuentos.

Al cabo de un rato prudencial, le he pedido si podía ver su casa. No se crean que soy tan directa con las personas que acabo de conocer, pues sé que la gente sólo enseña su casa a cambio de que el otro le muestre la suya, normalmente con alguna excusa que esconde el puro voyerismo que lo motiva. Sí, no se asusten por la palabra, no en vano dice Francesco Alberoni que las revistas de decoración son como literatura erótica para las mujeres. Pero vuelvo a la historia: el gnomo ha aceptado encantado, parece que ellos no intentan disimular que les encanta enseñar lo felices que son (en un estudio posterior incluiré esta observación como hipótesis en torno la cual ellos no reconocen este acto de exhibición como una forma de vanagloriarse). De momento no revelaré la localización exacta de su casa por prudencia, sé que esta misma tarde habría una redada policial en los alrededores de Vallparadís y me temo que mi marido, por muy buen abogado que sea, no sabría como defender a un gnomo de los cargos de apropiación 
indebida de tierras o urbanización sin licencia en un parque infantil. Lo único que os puedo decir es que su casa es fantástica, encantadora, cálida, preciosa y que he cabido sin problemas aunque dentro todo fuera diminuto como en una casita de muñecas. He quedado con él que todos los miércoles por la tarde, lo visitaré a la hora del te. Su mujer es tan simpática que me ha regalado un trozo de pastel para el viaje de vuelta (creo que piensan que de Vallparadís a mi trabajo en el Passeig del Vapor Gran hay muchos días de trayecto...). Ah, se llaman David y Lisa.

martes, 25 de febrero de 2014

Prefijos fantásticos

En Terrassa hay un hombre que cree que las bicicletas son en realidad postcoches porque son más divertidas y superiores en prestaciones. Por eso mismo defiende que los vehículos a motor son también prebicicletas, porque son un invento popularmente precedente pero fallido. Para este hombre todo acaba y empieza en las bicicletas así, para él los libros que no las mencionan son antilibros, las personas que no las usan son semipersonas y las suelas que han sido desgastadas por el pedal son extrasuelas. Lo que más le molesta a este superhombre - así define a los que usan la bicicleta al menos una vez al día - es que llueva, la lluvia es la remuerte de los paseos, aunque para eso él siempre lleve una hipersonrisa puesta que le sirva de paraguas. Al hombremóvil, al hombreruedas nada le detiene, excepto cuando a su minimujer se le sale la cadena de la bici...

Hipótesis fantástica: ¿Qué pasaría si los vegetarianos fueran invisibles?

Se dice que hace muchos, muchos años, Pitágoras consiguió elaborar una fórmula matemática que, al ser recitada de memoria, te hacía invisible. Era una fórmula muy compleja y peligrosa porque si te equivocabas en un número podía desaparecerte la nariz, la ropa o el pelo, por eso Pitágoras la mantuvo en secreto y sólo se la reveló a un grupo de alumnos que seguían fielmente sus preceptos, entre los cuales estaba ser vegetariano. La Hermandad Pitagórica sobrevivió a muchos ataques precisamente porque, cada vez que llegaban los bárbaros, recitaban el abracadabra numérico hasta hacerse invisibles. Para volver a ser de carne y hueso había que recitar la fórmula al revés y claro, si te equivocabas había riesgos: podía aparecerte el cuello de una jirafa, los pantalones tres tallas menos o el pelo de color plátano. 

Todo esto lo descubrió la niña Valeria una tarde de marzo, cuando preguntando a su madre porqué no había visto nunca restaurantes vegetarianos en la ciudad, la madre le explicó que probablemente se debía a que los vegetarianos eran invisibles por pitagóricos, así no supieran recitar ya la fórmula matemática secreta. Ese día Valeria decidió que dejaría de comer carne. Quería ser invisible para no perder nunca más cuando jugaba con sus amigas al escondite y ya de paso, para entrar a todas las granjas del país y dejar salir a todos los animales. 

Con el tiempo Valeria confundió los cuentos y empezó a pensar que era como el Rey Midas, sólo que ella en vez de convertirlo todo en oro, hacía invisible  aquello que tocaba. Por eso pensaba que los animales que liberaba y que se llevaba a casa estaban a resguardo de las miradas de sus padres. Al principio así fue, la niña Valeria escondió la vaca Milka debajo de la cama, la abeja Maya en la caja donde guardaba los dientes de leche caídos y los pollitos de KFC en el cajón de los calcetines. Pero la noche que Valeria, invisible, entraba en casa seguida de un cerdito supo, por la cara de sus padres, que su plan no había funcionado. Por suerte, justo antes de que ella llegara, estaban atareados con la declaración de la renta: sumaban, restaban, multiplicaban y dividían en sendas calculadoras. La casualidad quiso que ambos al recitar los numeritos de la pantalla, estuvieran sin saberlo recitando la fórmula pitagórica, de manera que al instante se volvieron invisibles y por supuesto, ¡también vegetarianos!

Binomio fantástico: pie e interruptor

Érase una vez un interruptor al que le salió un pie. Un pie largo (del número 40-41), con dedos de pianista (el pie no sabía que el piano se tocaba con las manos), enfundado en una bota de agua azul brillante. 

El interruptor no supo que le había salido un pie hasta que el niño de la casa lo tocó y encendió la luz del cuarto. Ese día, a parte de las cosquillas típicas que sentía cuando el niño de la casa lo tocaba, porque solía llevar las manos pringosas de chocolate, casi se cae de la pared. ¡Un pie! ¡Con una bota de agua azul brillante! 

El interruptor no entendía nada. Su madre la lámpara siempre le había dicho que su único cometido en la vida sería quedarse quietecito y hacer clic-clac cada vez que alguien lo acariciara, aunque no cuando lo acariciaran muy suave porque entonces los amos de la casa se enfadarían y tendrían que pagar caro (muy caro) que la luz se encendiera sin querer. Al pobre interruptor le costaba mucho aguantarse cuando alguien se apoyaba en él sin pensarlo, y porque sabía que estaban a plena luz del día distinguía que esa fuerza que le aplastaba no tenía voluntad de conectar la bombilla. Su padre el enchufe también le daba consejos, aunque al pobre interruptor no le servían de nada porque siempre pontificaba sobre la maldad de los secadores de pelo, que le chupaban toda la energía para nada, pues al final la señora de la casa iba tan despeinada como siempre. 

El interruptor miraba su pie siempre que podía, y cuando por la noche estaba oscuro y el niño de la casa dormía imaginaba que se descolgaba de su nicho y se iba a pisar los charcos del parque, algo muy peligroso según tenía entendido porque podía electrocutarse. 

Con el tiempo el interruptor perdió la paciencia, jugaba a darle patadas a la pared hasta que aprendió a estirar tanto el pie que se alcanzaba la barriga y entonces prendía la luz en pleno día y la señora de la casa regañaba a su hijo por haber dejado la lámpara encendida. El interruptor no desistía y seguía haciendo clic-clac cuando quería. El niño de la casa se quejaba de que él apagaba siempre la luz al salir de su cuarto, y cuando la señora ya no tuvo más remedio que creerle, empezó a pensar que en esa casa había fantasmas. 

Ah, si ellos supieran que sólo era un interruptor aburrido al que le había salido un pie largo, con dedos de pianista, enfundado en una bota de agua azul brillante...

Binomio fantástico: pintor y botella

Érase una vez un pintor que todas las noches, después de salir de su estudio repleto de lienzos a medio acabar y de botes de pintura mal tapados, se moría por encontrar una fuente para calmar su sed. Era tan grande la sed que tenía que se le enganchaba la lengua en el paladar, a veces tan fuerte que aunque algún conocido le parara y le saludara, él no le podía responder, porque hasta articular la palabra “Hola” le secaba más aún la garganta. Perdió algunos amigos que nunca entendieron porqué de pronto el pintor se había vuelto tan maleducado. Poco después, el pintor pensó que debía poner remedio a su problema y se le ocurrió llevarse una botella grande llena de agua de la fuente para que así, cuando por la noche tuviera que salir abrasándose la boca, él tuviera a mano el elixir. 

Así lo hizo el viernes 20 de febrero, día en que el pintor se hizo famoso, porque no os he dicho que tenía una boca tan grande y estaba ya tan poco acostumbrado a beber de algo que no fuera del chorro de la fuente, que después de tomarse los dos litros de agua, se tragó la botella entera. Por suerte la botella se acomodó muy bien en el estómago y excepto algunos ardores los domingos cuando hacía la siesta, el pintor se sentía bien y hasta feliz porque ahora sólo tenia que introducirse una manguera por la boca para llenar la botella. 

Todas las noches después de salir de su estudio repleto de lienzos un poco más acabados y de botes de pintura mal tapados pero también más vacíos, el pintor sólo tenía que hacer el pino para poder beber. Los niños del pueblo se arremolinaban en torno a él, los perros trataban de robarle el agua que se le escurría de la boca y una vez un bombero lo usó para apagar el fuego que se originó en la panadería, el día en que se quemaron ocho quilos de barras de cuarto. 

Se dice que el pintor empezó a introducirse pintura de todos los colores en la botella, primero azul, luego roja, luego amarilla... Cuando llegaba a su estudio se colgaba cabeza abajo de unos ganchos que había instalado en el techo y así, columpiándose del artilugio pintaba lienzos situados en el suelo hasta conseguir cuadros que a muchos les parecían vomitivos, aunque el pintor nunca se tomó ese adjetivo a mal, al fin y al cabo si no fuera porque eran colores y no jugos gástricos lo que estaba enganchado en el lienzo, bien podría decirse que el pintor dejó de serlo para convertirse en un regurgitador profesional que, ahora sí, triunfaba en todas las galerías de arte bajo el nombre de Jackson Pollock.

viernes, 14 de febrero de 2014

Crónicas mágicas desde Terrassa I

En invierno la calle Sant Joan huele a chimenea ardiendo, sobretodo por las noches, cuando de camino al Parque Vallparadís se suma la oscuridad al festival de leña quemada: la vecina del cuarto se ratifica entonces y está más segura que nunca de que los ciegos no sólo oyen mejor sino que también han desarrollado más su capacidad olfativa, ahora sólo le queda comprobar que precisamente por eso tienen orejas y nariz más grandes. Por las mañanas, las calles del centro huelen a pan, sobretodo la calle Sant Pere que ha sido invadida por la fiebre de las baguettes y las barras en todas sus variantes: con nueces, con cebolla, de soja, de cereales, integral, con masa madre, catalana, de nieve... Las colas en estas panaderías suelen ser largas, con tantas alternativas desconocidas nadie sabe qué comprar y cuando al final la vecina del sexto opta por la clásica barra de cuarto, le dicen que todavía faltan cinco minutos para que salga del horno. La vecina del cuarto ha descubierto la barra medieval y aunque nunca puede resistir a comerse el crustón antes de llegar a casa - y eso que sube en bicicleta - sospecha que la engañan: no cree que los molinos del siglo X, ni tan siquiera los del XV consiguieran una miga tan fina y tan blanca. De camino al trabajo, el hombre que siempre habla por teléfono suele pasear por los jardines de la calle Cardaire, se imagina que son suyos y que manda poner peces de colores en el pequeño estanque del fondo a la derecha, que él mismo se pone unos guantes, le da el día libre al jardinero, y planta las begonias que están junto al banco pero, sobretodo, que quita el cartel que indica que se prohíben entrar perros y él trae al suyo, un doctor especialista en robótica, y lo deja suelto para que sea el primero que marque todos los troncos, papeleras y farolas del jardín. ¡Dejen que su orín riegue las rosas, por Dios, que hoy es su cumpleaños! (Feliç 11è aniversari Slump!)

Mientrastanto, un cristalero bajito repasa el aparador de la tienda de ropa vintage que bien podría ser una tienda de decoración, hace un par de meses vi salir una pareja de recien casados un poco tristes porque no habían podido convencer a la dependienta para que les vendiera la mesa de madera maciza que preside la tienda. Sospecho que ahora que los rumores dicen que cierra, la dueña va a montar un mundo paralelo pero más bonito, me consta que es tan capaz de diseñar bolsos o zapatos como de diseñar una ciudad en la que, por supuesto, las tiendas no abrirán los festivos porque no hay derecho a que haga más de un año que no haya podido hacer una excursión por el parque de Sant Llorenç del Munt. La vecina del cuarto no sabe donde comprará ahora los vestidos que despiertan tanto interés entre sus conocidos y que han hecho que hasta la señora de la tienda de las medias, los leotardos y los batines la pare siempre por la calle para decirle que va muy guapa.

Los viernes la Plaza del Mercado está llena de octogenarias que llenan sus carritos de pescado fresco, frutas, verduras y vianda recién hecha. Llegan a casa exhaustas después de empujar con todo su cuerpo los carros repletos de los ingredientes que, al menos una vez a la semana, servirán para que los nietos visiten a sus abuelas: todos los domingos la señora del quinto canta coplas mientras cocina porque sabe que ese día no come sola.

jueves, 13 de febrero de 2014

Cuando la bondad se pone en duda

Qué triste comprobar que en este mundo se desconfía de la gente buena y saber que se malpiensa (en el sentido ético y técnico) por sistema. Asumo que sospechar de los actos desinteresados es una muestra más de una sociedad enferma a la que le parece más normal que la gente quiera engañarte que colaborar por un bien común. Sigue manteniéndose la lógica arcaica del ganar-perder, como si las relaciones sociales pudieran medirse en términos simplistas y se obviara que fuera del terreno de juego, siempre que alguien gana sobre otro, todos pierden en realidad.

Desde hace un par de semanas soy cauta con la bondad, tengo miedo de que alguien recele si me ofrezco a acompañar a un invidente al otro lado de la calzada, si devuelvo el cambio que me han dado mal en la panadería o si promuevo mejoras en la comunidad de propietarios de las que todos podemos salir beneficiados. Creo que me espían esperando sorprenderme recibiendo privilegios ilícitos o favoreciendo intereses propios. ¿Y si se enteran de que el otro día, después de ofrecer la hora a unos paseantes, me dieron las gracias? ¿Y si descubren que mis actos de altruismo son dictados por mi conciencia? ¿Me acusarán de aprovechada? ¿De agente encubierto de una conspiración filantrópica?

A mi padre ya se lo advirtió mi abuelo: “Es mejor tratar con un negociador que con un ignorante”. Con el negociador puede que tengas que hacer concesiones pero una vez aceptado el trato ambas partes salen satisfechas. Con un ignorante, en cambio, da igual lo mucho o poco que se pacte, siempre se va con la impresión de haber sido estafado. Lo peor es que la ignorancia lleva a la maldad, y así aunque tu único delito haya sido tirarle perlas a los cerdos, puedes acabar siendo sentenciado a la peor condena, la de convertirte en lo que precisamente ellos se imaginan que eres. Me pregunto si la corrupción política empezó así también un día, cuando un concejal, un ministro o un alcalde cualquiera cansado de que otros, sin pruebas pero sobretodo sin motivos, le acusaran a la ligera de recibir sobornos, de manipular las cuentas a su antojo, de practicar el tráfico de influencias y de lucrarse, decidiera dar el paso al lado oscuro y cometer los delitos por los que, en definitiva, ya estaba siendo escarmentado. De ahí que el “piensa mal y acertarás” funcione, como funcionaría al revés si la gente se atreviera a confiar en el otro. Por eso yo soy ingenua por precaución, no vaya a ser que la suspicacia me haga cómplice de crímenes que todavía no se han perpetrado.

Yo que creo en Dios a ratos a veces envidio a quien nunca duda de su fe. Yo que pensaba que era una desgraciada por no sentir siempre a mi lado las huestes celestiales, por no estar convencida de que después de muerta veré a mi abuela, por no poder poner la mano en el fuego por la existencia de mi alma, me doy cuenta de que hay gente que está mucho peor que yo: qué infierno el de quien ha dejado de creer en el ser humano.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de febrero de 2014

jueves, 9 de enero de 2014

Todos morimos jóvenes

Mi marido hoy me ha regañado por quitar tan rápidamente la decoración navideña. Creo que hasta le ha sorprendido el desapego con el que he guardado el gorro de Papa Noel, que tapaba la calva de la máscara del Congo, y las luces con forma de estrella que rodeaban la calefacción del salón. Yo también lo he encontrado raro, suelo remolonear hasta finales de enero, me cuesta despedirme de la Navidad y por mi que sonaran villancicos todo el año. Por suerte el calendario siempre presenta alternativas cíclicas que me sirven para ir tirando hasta el próximo diciembre: Carnaval, Semana Santa, San Juan, Fiesta Mayor de Terrassa (siempre en Cadaqués), cumpleaños, vacaciones de verano... Visto así parece que el año no tiene sentido más que por las fechas señaladas, como si el resto de días tan sólo fueran puentes que conectan unos festivos con otros o mejor dicho túneles, por lo ciegos que estamos mientras los pasamos, sólo atentos a la luz del final.

Este calendario absurdo que hace de un año cualquiera, de 365 días, mi año ridículo de apenas 30 jornadas no seguidas sólo tiene la ventaja de permitirme envejecer más lentamente, aunque en el espejo alguna cana se empeñe en hacerme parecer más vieja que mi hermana mayor. Precisamente existe un cuento que habla de un cementerio repleto de tumbas que el protagonista cree pertenece a niños muy pequeños porque todas tienen gravadas el tiempo de vida de sus moradores: 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días; 5 años, 8 meses, 3 semanas... Alguien le cuenta entonces que en realidad, ese tiempo es el resultado de la suma de sus momentos felices, pues en el pueblo existe la tradición de regalar, cumplidos los 5 años, una libretita en la que todos apuntan el momento que disfrutan intensamente de algo y el tiempo que dura: los segundos del primer beso, las horas de reencuentro con un amigo que vuelve de un país lejano, el nacimiento de un hijo... Contados así los años, el camposanto estaría lleno de curiosos casos a lo Benjamin Button: viejos muertos como si fueran niños, al menos en cuanto al tiempo verdaderamente disfrutado.

Hace tiempo escribí un poema que decía: “Si escribo demasiados versos y demasiado malos sólo es porque me hacen falta: como cuando se necesita echar la Quiniela mil veces, para ganarla tan solo una. Así, podría decirse que la poesía es una lotería: uno escribe sabiendo que lo más probable es que pierda, pero con la esperanza de que algún verso le salga premiado.”

Quizás es verdad que no todo lo que se escribe merece ser leído. Según Kundera “sólo tiene razón de ser aquel trabajo literario que revela un fragmento desconocido de la existencia humana”. Yo no me atrevo a decir lo contrario, aunque no sé cuantos de mis escritos sobrevivirían a tal criterio, aún así, ésta es una opinión que sólo vale para el oficio. Sepan que en la vida todos los días valen, hasta los lunes, porque es la única obra que no se puede permitir bocetos, ni ensayos, ni tanteos: no hay partidas de prueba, todas las jugadas cuentan.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 9 de enero de 2014

viernes, 27 de diciembre de 2013

Escribir bonito

Julia escribía bonito. Esa es la conclusión a la que llegaban todos los lectores, daba igual si escribía sobre política, pintura o jardinería, el regusto después del punto final era siempre el mismo, como si hubieran leído una poesía larga, de las que se entienden, de las que usan metáforas sencillas, de las que utilizan palabras que suenan bien y nunca palabras bruscas, aunque tengan que hablar de penes o de la pus de una herida de guerra. De las que tampoco no abusan de las translocaciones adjetivales ni acaban siempre las rimas con las mismas sílabas, que no tienen ningún mérito porque sólo hace falta conjugar en el mismo tiempo, pongamos un pretérito imperfecto, un verbo de igual vocal temática. Julia escribía tan bonito que fue Miss Literata en el 96, y si en el 98 quedó Segunda Dama de Honor sólo fue porque un error de imprenta substituyó la palabra zapato por la palabra zapatilla, ella que ya en aquel tiempo nunca usaba un calzado que llevara cordones, acentuó su manía: desde entonces sólo se puso stilettos de charol.

martes, 17 de diciembre de 2013

Navidad bohemia

El diario de adulta que empecé - echen cuentas - hace más o menos diez años es un compendio de notas mentales y transcripciones de lecturas que me impactan, aunque a veces también se cuelen listas de la compra o números de teléfonos aislados que no sé a quién pertenecen ni cuando apunté, si les debo una llamada, discúlpenme, ustedes también han engrosado mi agenda de anónimos.

Empecé a rellenar la Moleskine con Milan Kundera, sobretodo con frases de La insoportable levedad del ser y de La inmortalidad. Creo que nunca he estado más orgullosa de mi apellido - aunque mi padre me haya dado buenas razones para estarlo - que desde que supe que también era el nombre del que se convertiría en mi escritor extranjero favorito. Lástima que publique poco y sobretodo que se exiliara a Francia en el 75, ahora que precisamente voy a pasar unos días en la República Checa y me imaginaba haciendo un circuito literario por las calles de Praga. Pero me queda Alfons Mucha, que sí tiene un museo en la ciudad. Me temo que en el presupuesto del viaje deberé añadir una partida para los gastos en la tienda del museo donde, confieso, puedo llegar a pasar más tiempo que en las salas de la pinacoteca. Diría que hasta me siento la Baronesa Thyssen cuando adquiero reproducciones de cuadros estampadas en libretas, imanes, calendarios o camisetas.

Pero antes de Praga, Navidad, que ya está llegando, porque es una fiesta que se prepara como Dios manda, nunca mejor dicho. Yo visito religiosamente la Fira de Santa Llúcia, la de los artesanos, la exposición de pesebres, envío postales, disfruto cada año de la obra de teatro dels Amics de les Arts e impido que en casa se escuchen otras canciones que no sean villancicos, en versiones de Frank Sinatra, Ella Fitzgerald, Kenny Rogers o Diana Krall, eso sí.

Volviendo a Praga, habrá quien haya notado que no he mencionado a Kafka. A mi su Metamorfosis no me dice nada. Espero que esto cambie, no me enorgullece mi incapacidad para apreciar su literatura cuando es uno de los escritores que más se admiran entre el gremio: desde Borges hasta Coetzee. En cualquier caso, ahora que sé que Kafka era vegetariano, me seduce un poco más. Ya no soy de las que piensan que toda buena persona debería ser vegetariana ni tampoco que todos los vegetarianos son buenas personas, pero aún así la afinidad dietética sigue siendo un factor que tengo en cuenta cuando se trata de elegir. Quizás resulte una variable tan ridícula como preferir los autores que ponen títulos largos, pero al menos me vale para ordenar mis lecturas, ahora bien, de ahí a que sirva para discriminar la buena literatura hay un abismo. Yo por si a caso sigo sin probar la carne y si no me convierto en mejor escritora, ni tampoco en mejor persona, siempre podré, como Kafka, mirar una pecera y decir “ahora al menos puedo miraros en paz, ya no os como.”

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 14 de diciembre de 2013