lunes, 27 de octubre de 2014

Días malos

El mundo se desmorona porque el futuro no llega. Sólo tengo que esperar una semana para salir de dudas. Entre las posibilidades cabe que esté muerta. Así de simple y de extraño. Como el gato de Schrödinger.

El mundo se cae a pedazos y entre los escombros estoy yo, si viva sólo con ganas de no estarlo porque ya nadie me intenta convencer de que hay esperanzas y todo sea una broma que alguien me gasta porque de pequeña robé una Biblia para niños.

Tengo que escribir más, así la locura no se queda en mi cabeza. Tengo que escribir millones de palabras que drenen el veneno de mi cerebro. Pero tu no las leas, no las leas, que se contagia y el antídoto está en el zapato de cristal de Cenicienta, con suerte quizás también en la casa del primer hermano de los tres cerditos, si todavía el aliento del lobo no lo ha pudrido todo.

jueves, 23 de octubre de 2014

Aprender a ser padres

Con tanto espacio y tiempo que ocupa la educación en nuestras conversaciones y nos dejamos lo más importante: que si a qué guardería irá el niño, que si irá a un colegio público o privado, que si hará inglés de extraescolar, que si la LOMCE es un fiasco... Pero insisto, nos dejamos una pieza clave: ¿han oído que alguien mencione la educación de los padres? ¿Se puede criar bien a un niño que se debe a una comunidad, que no es un sujeto aislado y que no vivirá en un palacio de cristal, cuando sus progenitores dicen, con una autoridad imaginada, que ellos crían a sus niños como les da la gana? Consideramos éste un derecho que quizás sólo los abuelos se atrevan a rebatir, porque al fin y al cabo, los abuelos son los padres de los padres y ellos también siguen con la idea que sustenta el error: que a sus hijos les educan ellos como les parece, aunque luego sean los primeros que paguen las consecuencias de tal osadía.

No es una medida muy popular sugerir una escuela de padres, pero José Antonio Marina lo hace y le sale bien. Es urgente que todos los que tenemos intención de traer al mundo a un niño nos apuntemos. De no hacerlo podemos seguir culpando a la sociedad y a nuestra cultura y, otra vez, al sistema educativo escolar, del fracaso de crear seres pensantes, éticos, amigables, creativos, felices. De tener pocos escrúpulos podemos incriminar a los abuelos que malcrían a los nietos, y que fueron los causantes de traumas de por vida en los padres. Es lo que llevamos haciendo durante generaciones en las que ciertos vínculos familiares anómalos se perpetúan. Hemos pensado que a ser padre se aprende mientras tanto el niño crece, hemos pensado que es natural porque, de hecho, el resto de animales así lo hace, y entre una cosa y otra nos damos cuenta de que aunque la práctica es indispensable y es la que pone a prueba la teoría, quizás podríamos haberle evitado a nuestros hijos - y al resto de congéneres con los que luego convivirá -, errores que se podrían haber prevenido con una formación adecuada.

Igual sólo haría falta recordar nuestra infancia para saber cómo deberíamos tratar a los niños. Acordarnos de lo mucho que nos gustaba que valoraran lo que hacíamos, que nos preguntaran por nuestras cosas y se tomaran en serio nuestros pequeños problemas diarios. Acordarnos de lo importante que era para nosotros que nos motivaran cuando algo nos costaba, que confiaran en que podríamos llevarlo a cabo, que nos estimularan a probar nuevos sabores o actividades, que nos dejaran rienda suelta a nuestra creatividad, siempre con el añadido de que luego lo dejáramos todo bien ordenado.

Si de mis memorias se tratara y tuviera que guiarme para educar a mis hijos, quién sabe si los llevaría al colegio, yo que odiaba el despertador de la mañana, las horas en el pupitre, los profesores que podían sacarte a la pizarra, el rato del patio lleno de corrillos criticándose mútuamente, los mediodías rotos en los que no podía acabar de ver el Príncipe de Bel Air... Por suerte mi marido tiene recuerdos muy distintos, lo que sin duda me alegra porque me obliga a pensar que quizás la escuela no esté tan mal y mi veredicto sobre ellas esté demasiado mediado por mi personalidad huraña, a la que con gusto le hubiera encantado aprender sola en casa.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa 23 de octubre de 2014

sábado, 4 de octubre de 2014

Cuentos que empiezo...

Todos los domingos después de comer, Diego saca de su caja el tren eléctrico que guarda desde que tenía cinco años. Mientras el resto de la casa dormita, él monta una a una las vías y se entretiene en limpiarlas con un paño que deja el latón tan brillante que hasta le molesta, sin duda quiere que su juguete siga estando en perfecto estado pero no tanto que parezca nuevo y desmerezca el valor que tiene como reliquia de coleccionista. Su mujer hace tiempo que ha dejado de criticar que Diego se gaste tanto dinero en el “dichoso trenecito” y si bien es cierto que algunos meses ha comprado más piezas de recambio para la locomotora, de las que el sentido común dictaría para un hombre de 57 años, también lo es que siempre que lo hace, le compra un libro a Almudena. Ahora que ambos tienen que compartir el mueble librería del estudio para guardar sus caprichos, las discusiones se producen por quien ocupa los estantes más accesibles. La solución llegará el día en que Diego le compre una escalerita de madera a su mujer, que ha soñado toda su vida con tener una biblioteca tan alta como para necesitar subir escalones, pero para eso todavía faltan unos años, en concreto hasta que su nieta cumpla siete (para eso quedan tres) y pase un fin de semana con ellos, durante el cual verán la reposición de la película de Walt Disney, La Bella y la Bestia. Almudena comentará entonces, entre suspiros, lo que daría por tener una biblioteca como la de la película, con libros que lleguen hasta el techo. Diego sabrá entonces de la extravagancia de su mujer, y aunque se burlará un poco (“Ay, Almudenita, tu eres tan bajita que necesitas peldaños para llegar hasta tu cabeza”) no tardará ni dos días en llegar a casa con la escalera.

Diego no siempre ha sido un apasionado de los trenes, de hecho el juguete fue un regalo de su padre que, desesperado, probó a curarle la siderodromofobia que el médico del pueblo le había diagnosticado. Un médico obsesionado con Freud, por el que supo de la existencia del miedo a los trenes, pues no en vano se dice que el fundador del psicoanálisis la padecía. El doctor Don Antonio Bermúdez de Alameda probó con el pequeño Diego la hipnosis, y a parte de conseguir que el niño se durmiera - lo que a su madre le parecía suficiente, porque los chillidos que el niño daba cada vez que se oía el tren la tenían desquiciada -, no pudo lograr que una vez despierto pudiera saludar a los pasajeros del tren embobado, como hacían todos los chiquillos del pueblo.

El pequeño Diego vivía justo delante de la estación, y si no fuera porque a su padre, el mes de julio de 1962 le había ido muy bien en la carpintería no habría podido comprarle el tren de juguete en uno de sus viajes a Burgos. Cuando el señor Amadeo empezó a montar el tren en el suelo frío de la cocina, no esperaba que su hijo se acercara a ayudarlo tan rápidamente. Al cabo de media hora, el niño miraba fascinado como la locomotora y los vagones trazaban círculos alrededor suyo. A partir de ese día, la señora Mercedes, la madre de Diego, dejó de ponerle piedras a las vías, esperando que el tren descarrilara y no volviera a pasar nunca más por Briviesca.

Bruno despierta a Almudena puntualmente, y aunque ella lo intenta convencer de que se espere diez minutos, el perro no atiende a razones y aumenta la carga de su demanda compaginando ladridos severos con aullidos lastimeros. La mujer no entiende porqué Bruno no le pide salir a pasear a su marido, que no está durmiendo, pero acepta el favoritismo a regañadientes y se despereza. Diego está acabando de conectar los cables de la lamparita que se ilumina dentro del tercer vagón de pasajeros; hacía semanas que estaba moribunda, con un parpadeo que había acabado por languidecer esa misma tarde.

Media hora después están los tres andando por el camino que lleva hasta Agés y que forma parte de la ruta del Camino de Santiago, aunque en sentido contrario, porque ellos salen de Atapuerca.

viernes, 3 de octubre de 2014

Ignorantes del siglo XXI

Dicen que vivimos en la sociedad del conocimiento, que estamos tan bombardeados de noticias, ideas, cursos, reportajes, que si queda alguien que aún nada sepa es porque es mentecato de vocación. Lo que no nos cuentan es que dentro de la red de datos hay oscuros productores de ignorancia. Me los imagino en su despacho escribiendo informes falsos tan bien detallados que si no fuera porque son todo mentiras parecerían una descripción de algo verdadero. Algo así como los cuadros de Salvador Dalí o El Bosco, tan meticulosos eran en sus delirios que podrían habernos convencido de que ese mundo surrealista existía también fuera de sus cabezas. Por eso puede que haya muchos que, aún desenvolviéndose dentro de la actual selva informativa, sean víctimas de los señores de la confusión, los que crean ruido entre la opinión pública incluso en torno a cuestiones ya suficientemente comprobadas como el cambio climático o la teoría de la evolución.

¿Desconfiaría usted de la relación entre el tabaco y el cáncer de pulmón? Pues hubo un tiempo en que la industria tabacalera trabajó incesantemente para sembrar la duda. Después de la Segunda Guerra Mundial lanzaron una campaña de propaganda para defender el tabaco en contra de lo que la ciencia afirmaba; trataban de convencer a los consumidores de que fumar era natural y distinguido. Ya sabían que eso no era cierto y también que quizás no convencerían a nadie pero para ellos era suficiente con establecer una controversia que dejara al ciudadano un poco más expuesto a su droga legal. En su libro “Mercaderes de la duda”, Naomi Oreskes y Erik Conway afirman que la industria del tabaco hasta llegó a convencer a los medios de comunicación de que los periodistas responsables tenían la obligación de presentar ambas posturas.

Después de la tabacalera, pionera en esta técnica que Robert Proctor ha estudiado y bautizado con el nombre de agnotología y que, por tanto, investiga la ignorancia culturalmente inducida, hay muchas otras corporaciones que han querido hacer uso de los datos tendenciosos a su favor tanto en el campo económico, como en el político y cultural. Así vemos que la ignorancia no es solo el resultado de la ausencia de conocimiento sino también de intereses que presionan y que aprovechan nuestros sesgos cognitivos.

Yo que, entre otras cosas, me dedico a la educación alimentaria no me canso de advertirlo: cuidado, en las secciones de nutrición de las librerías hay de todo, pero pocas cosas con sentido. Y por eso mismo en los programas de alfabetización alimentaria que diseño no sólo tratamos de  poner coto a la seguridad y a la higiene con la comida sino a la infoxicación, al empacho de información que nos deja con una duda sistemática de la que se sirven los vendedores de libros con dietas, enzimas, alimentos o suplementos milagrosos, tanto, que quizás todo lo que prometen sólo se consiga rezando.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 3 de octubre de 2014

martes, 23 de septiembre de 2014

Niños adictos

No me cuesta mucho imaginar a mis padres preocupados, hablando entre ellos o con sus amigos diciendo “la niña está enganchada a los libros”. En cualquier caso, es improbable que hubieran usado esa expresión, antes creo que se hubieran regocijado de mi adicción llamándola pasión y presumiendo de que era capaz de leer a la velocidad del sonido, lo que me ha convertido en una persona locuaz que debe medir el ritmo de sus frases si no quiere que su interlocutor se maree, de lo que me avisan muchos sobretodo cuando hablo por teléfono. La culpable de todo esto es mi hermana, que empezó a suministrarme dosis cuando ella iba a la biblioteca del barrio, la ya desaparecida Salvador Utset.

Por suerte no soy contemporánea de Johannes Gutenberg que a partir de la segunda mitad del siglo XV dio inicio a la difusión de los libros impresos y con ello a la democratización de la cultura escrita. Y digo que soy afortunada de no haber nacido en esa época porque de haber tenido la misma afición que hoy, entonces sí muchos lo hubieran llamado vicio y hasta me hubieran atribuido cierta posesión demoniaca. Ya no me quiero ni imaginar lo que dijeron de los primeros que hace seis mil años inventaron la escritura por las mismas tierras de Mesopotamia de las que me despedí hace un par de artículos. Se dice que la escritura surgió para registrar la contabilidad de los templos, que controlaban cosechas o el pago de impuestos. Qué paradoja que se escribiera antes sobre matemáticas o economía que de filosofía o historia, ahora que los libros son el fetiche de los de letras y a los de ciencias les baste una calculadora para leer el mundo. Caricaturas a parte, me pregunto si todas las horas que paso delante de la pantalla del ordenador o del teléfono podrán ser exculpadas algún día de drogodependencia y se verán entonces como un tiempo invertido en el conocimiento y la comunicación. Pero antes de seguir por la senda de la provocación querría aclarar que defiendo el uso de internet siempre y cuando no obstaculice otras de nuestras prioridades como la relación social cara a cara, la higiene personal o el rendimiento escolar y laboral. Añadiría la necesidad de alimentación, pues no pocas veces tengo que reprender a mi marido (o él a mí) para que se siente a la mesa y deje el teléfono.

No hay que bajar la guardia, porque según un estudio del Centro de Seguridad para los Menores en Internet, con datos extraídos del EU.NET.ADB, el 21% de los niños españoles están en riesgo de ser adictos a internet. Es una cifra preocupante porque además de casi duplicar la media europea, nos indica que las principales actividades que llevan a cabo los menores mediante internet son los juegos online, ver videoclips y conectarse a redes sociales o de mensajería instantánea, a través de las cuales, además, contactan con desconocidos. Es triste porque todo ese tiempo se lo roban al descubrimiento de historias en páginas de papel sobre dinosaurios, niños que vuelan encima de gansos salvajes, planetas más allá del Sol o exploradores como Tintín. Esta usurpación de la lectura sí que es grave.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 19 de septiembre de 2014

jueves, 18 de septiembre de 2014

Adiós Mesopotamia

No puedo olvidar la cara de James Foley mientras la viva imagen de la muerte a su lado, un miembro del ISIL, amenaza con más terror a los Estados Unidos, y es humano, me digo, que después de ver ese acto salvaje en nombre de una guerra santa - un oxímoron indecente - me asalten las ganas de venganza.

La editorial del Washington Post del 20 de agosto dice que “Harán falta más que palabras para detener la campaña de terror del Estado Islámico” y hoy yo quiero ofrecer mi piedra, aunque me pese aceptar que soy capaz de sentir esta rabia. Barack Obama lo pone en términos eufemísticos y habla del “ISIL como de un cáncer a extraer de Oriente Medio”, pero hay que darse prisa porque la metástasis se extiende, como pude comprobar después de ver el documental de Vice News titulado “Estado Islámico”, que les recomiendo encarecidamente. Podrán ver a niños adoctrinados en el odio irracional, niños que hablan sobre matar infieles, niños de ocho años que dan miedo, aunque se perciba en su cara que ellos están mucho más aterrorizados por los adultos que a su lado, les ayudan a acabar las frases. Hombres que les preguntan si querrán combatir en la yihad con una sonrisa obscena, igual que la del pedófilo.

Me pregunto si me estoy volviendo injusta o si mi disposición deontológica está mermada, porque siento que esta vez es lícito decir que en esta guerra hay un bando malo, no solo incomprendido, no solo penosamente desesperado. Se me ocurre que una solución es que los abandonemos a su suerte, que les dejemos construir su país a su modo aunque sea triste ver como las tierras del origen de la civilización se pudren por las bombas y las balas y los misiles que las penetran. Hasta estoy tentada de pensar que hay algún mensaje a descifrar en el hecho de que el Tigris y el Éufrates, los ríos del nacimiento de la agricultura, del comercio, de la escritura, de la moneda, de la rueda, del sistema sexagesimal y del primer código de leyes, estén bañando un Creciente Fértil de sangre y de crímenes. ¿Es éste también otro signo de que nuestro tiempo se acaba? No sería la primera vez que se da una coincidencia circular: se dice que Charles Darwin inició su aparición en la escena científica con las lombrices de tierra en una pequeña conferencia ante la Sociedad Geológica el 1837, y después de todo el revuelo de su teoría de la evolución de las especies, acabó su vida científica con otra publicación sobre las lombrices en 1881, un año antes de su muerte. Curiosa coincidencia ésta, triste la de la cuna y tumba de la civilización moderna.

En otro discurso Obama se consuela diciendo que “gente como esa (la del ISIL) acaban fracasando, fracasan porque el futuro es de aquellos que construyen y no destruyen” y yo quiero creérmelo y pensar que sí, que el mundo está hecho de James Foleys y de otros mártires involuntarios y anónimos, de otros héroes cotidianos silenciosos que no van a cubrir guerras con su cámara ni montan orfanatos en la India, pero que reciclan y van en bicicleta y hacen carantoñas a los niños que no conocen y remolcan con esfuerzo titánico la cadena que los une al resto de la humanidad que viola, mata, secuestra y expolia.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 30 de agosto de 2014

lunes, 15 de septiembre de 2014

¿V de Verdad?

Soy tan pequeña que no me quieren para dar sangre. Imagino que piensan que sólo por sacarme una gota todo mi organismo se descompensaría, empezaría a desinflarme como una rueda de bicicleta pinchada y en tres minutos parecería una pasa arrugadita y, entonces sí, sería la primera persona de sólo dos dimensiones y se cumplirían las profecías de aquellos que cuando era pequeña me decían que si me ponía de lado no me veían. Por eso no sé si en esta V me hubieran aceptado, yo que tan sólo habría ocupado medio adoquín. Estoy segura de que en el conteo de manifestantes a mi me hubieran tomado por el brazo de otro. Pero no es por esto que no he ido a la V, ni tampoco por cualquier excusa que pudiera inventarme y que al menos durante unos minutos salvaría mi reputación delante de muchos de mis amigos y conciudadanos que piensan que si no pongo una estelada en el balcón es porque adoro la rojigualda en un altar del comedor o, peor, que soy indiferente a sus pretensiones y de esto ya me ha advertido mi marido cuando dispuesta a escribir este artículo me ha dicho que podría herir sensibilidades.

Ciertamente, es probable porque la cuestión catalana - como la de todos los nacionalismos - es un compendio de razones pero también de símbolos, totems, santos (aunque alguno se ha caído por el camino) que, en definitiva, tratan de crear una realidad intersubjetiva - o una comunidad imaginada según Benedict Anderson - por la cual se distinguen del resto del mundo, más ahora que las fauces de la globalización amenazan con homogeneizar culturas y hasta paisajes. Este verano en una calle de Viena tuve un déjà vu: las mismas tiendas, los mismos turistas distraídos que en el Portal de l’Àngel de Barcelona. 

Algunos antropólogos afirman que el nacionalismo surge como respuesta a nuestra necesidad gregaria, que extiende el parentivo a una esfera más amplia de individuos y así nuestros paisanos acaban siendo hermanos bajo el seno de la patria, que es nuestra madre y que en Cataluña está soltera aunque quiera casarse con el papá estado. Ernest Gellner ya habló de este tipo de matrimonios igual que Edgar Morin lo ha hecho de la realidad psicoafectiva de la nación u otros tantos científicos sociales han recalcado el carácter sagrado que toman las fronteras, justamente en tiempos profanos cuando las religiosidades salen de las iglesias y se cuelan en el Congreso, la Generalitat y los ayuntamientos.

Aunque no puedo acabar este artículo sin hablar de Rousseau o de Ernest Renan, para los que lo importante no era la lengua, ni la tradición, ni la pertinencia a un lugar, sino la voluntad del pueblo para estar unido (y separado respecto a otro). Y en este caso yo me apuntaría y querría votar si en las urnas se decidiera nuestro futuro - no sólo como catalanes, sino sobretodo como seres conscientes - y me preguntaran si quiero un país lleno de frutas y de verduras, con tráfico de bicicletas, con bibliotecas en cada calle, con dirigentes  inteligentes y honestos y con una sociedad que garantice que no hay tabúes, que se puede hablar de cualquier tema sin tener que estar siendo siempre políticamente correcto.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 12 de septiembre de 2014

viernes, 5 de septiembre de 2014

No venimos del mono

¿Conoce a Tiktaalik? Pues debería. Es su tataratataratatara...abuelo. Bueno, el suyo y el de quien se toma el café a su lado, el de quien se lo sirve, el del perro que se espera en la puerta y, en definitiva, el de todo animal terrestre porque Tiktaalik es el pez que se atrevió a salir del agua. Ciertamente, a no ser que usted se parezca a un cocodrilo, nadie diría que Tiktaalik es familiar suyo, aunque eso suele pasar hasta entre hermanos. Tampoco nadie diría que la trucha y el atún son parientes más próximos de los humanos que de los tiburones (porque los primeros son peces óseos y los segundos peces cartilaginosos), y que los familiares más cercanos de las aves se extinguieron hace mucho, mucho tiempo, pues sus infortunados allegados son los dinosaurios.

Todavía más extraño suena que las ballenas y los delfines tuvieran un antepasado terrestre que quiso volver al mar, aunque dejaran en tierra firme un primo tan fuerte como el de Zumosol: el hipopótamo, de hecho la evidencia molecular afirma que este último tiene una relación más próxima con las ballenas que con otros animales de pezuña hendida, como los cerdos y los rumiantes. Sueña raro y hasta increíble pero con millones de años la evolución puede hacer cosas fantásticas.

Hace no mucho, apenas 200 mil años, surgimos nosotros, los humanos modernos, aunque eso no nos sitúe automáticamente en escalas más elevadas de superioridad, pues esta palabra no sirve para ordenar los seres vivos en grupos cualitativos homogéneos, como bien demuestra el hecho de que el pie de un caballo sea más simple que el de un humano, pues tiene un dedo en lugar de cinco, aunque el pie humano sea más primitivo, ya que el antepasado que compartimos con los caballos tenía cinco dedos como nosotros, es decir, el pie del caballo ha cambiado más, por cierto que su dedo es nuestro homólogo anular.

Llegados a este punto creo que la pregunta: ¿pero si venimos del mono, porqué todavía existen monos?, ha quedado suficientemente contestada aunque por si acaso voy a aclarar que no venimos del mono sino que venimos, ¿lo adivinan? de un antepasado común que derivó en líneas evolutivas distintas: la de los monos (aunque mejor sería llamarlos primates no humanos) y la nuestra. Como hemos visto con el ejemplo del caballo, el hecho de que los monos se parezcan físicamente más que nosotros a nuestro antepasado común no implica que sea inferior. Claro que “el mono” no construye pirámides ni redacta tratados filosóficos, pero elegir a los humanos como estándar con el que juzgar a los otros organismos es malicioso, aunque sobretodo ingenuo, ¡nada justifica la suposición frecuente de que nosotros somos la cúspide de la evolución!

Yo lo tengo claro: cambiaría mi cerebro por alas. Sólo pediría que me dejaran las circunvoluciones suficientes para ser consciente de que vuelo y de que, por fin, surco el cielo.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 5 de septiembre de 2014


lunes, 18 de agosto de 2014

Lecciones de Europa

Si la semana pasada les contaba las vicisitudes de leer en el coche, imagínense las que estoy pasando esta semana para escribir. Suerte que los renglones en el ordenador son automáticos, de otro modo me temo que estarían tan torcidos como los de Dios (léase Torcuato Luca de Tena). Por cierto que no sé si deba empezar a escribir la palabra dios en minúscula, tan grande ha sido el impacto de la lectura de Dawkins en mí. Además, las carreteras de Suiza predisponen al vagabundeo visual y me temo que estoy demasiado expuesta a la publicidad cuando me encuentro “reconociendo” las flores de los caramelos de Ricola en la hierba del arcén.

Pero antes del Lago Constanza y de Interlaken, hubo Munich y Dachau y de este último lugar sólo puedo evocar una media sonrisa cuando recuerdo la broma políticamente incorrecta de mi marido según la cual una biblioteca también es un campo de concentración. Fuera de esta gracia inofensiva, Dachau es aterrador, sobretodo cuando sabes que ni era el campo más grande ni tampoco estaba destinado al exterminio, aunque tuvieran que construir un segundo crematorio después de que el primero se quedara pequeño. Ciertamente no se sabe si la cámara de gas se utilizó para muertes masivas y hasta se dice que los nazis atribuyeron la construcción de la cámara a los americanos después de la liberación, de manera que aquéllos pudieran atenuar sus responsabilidades. Huelga decir que esta posibilidad está totalmente descartada.

Durante nuestra visita me di cuenta de que la mayoría de nosotros creaba una sinonimia injusta cuando para referirnos a los nazis simplemente decíamos “los alemanes”. Más de una vez me encontré corrigiéndome y al mismo sorprendiéndome de la facilidad con la que se asumen como generales comportamientos que sólo son propios de un colectivo determinado. Suele pasar sobretodo con la alteridad que no se conoce pero que el cerebro tiene la necesidad de etiquetar de forma simple y rápida. Confieso que me pasa cada vez que veo una mujer debajo de un burka o, mejor dicho, un burka encima de una mujer. Mi bagaje antropológico me dicta que las culturas deben respetarse pero me temo que esta lectura relativista es vencida por el peso de otros argumentos que quizás más inflexibles, me dicen que no hay cultura, ni religión, ni filosofía que deba tolerarse en detrimento de la dignidad humana. Creemos museos - y no reservas ni guetos - en los que podamos conocer qué fue un campo de concentración, que es la vida amish o la ablación sin que para ello nadie tenga que padecerlo y, mejor aún, extendamos la educación libre de miedos y comprometida realmente con la verdad para que nada de eso exista en el futuro, que lo convirtamos en algo tan extraño que ni tan siquiera pudiera existir en la imaginación de la gente.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 16 de agosto de 2014

Carretera y manta

Ahora que tengo 30 años puedo confesar que me gusta la ópera. Soy vieja y me temo que mis gustos musicales lo confirman, pero también estoy en Salzburg, de manera que paso desapercibida y hasta ayer en la ópera me atreví a cantar bajito, muy bajito, porque memorizar los librettos siempre me ha resultado fácil pero cantar bien nunca será lo mío y mi marido me lo recuerda día tras día cuando le canto el “Vedrai Carino”. Así que ayer en la cena, amenizada entre plato y plato por algunas arias y duetos, me comporté como una auténtica groupie de Mozart y si en algún momento casi me desmayo nadie pensó que fuera por tonterías típicas de la adolescencia, pues otra ventaja de tener 30 años es poder justificar que mis desvaríos son debidos al síndrome de Stendhal. No en vano, en 1817 Stendhal experimentó algo parecido en Florencia, después de visitar la Basílica de la Santa Cruz y  de ahí que a partir de 1979, y después de que haya habido muchos casos en la Galería de los Ufizzi, el síndrome también sea conocido como síndrome de Florencia  y se haya considerado que es un trastorno psicosomático que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor o desvanecimientos ante obras de arte, especialmente cuando son particularmente bellas o están expuestas en gran número. En todo caso, no parece que Stendhal pensara en la música como una posible causante de tanto malestar, así que o la psiquiatría lo actualiza o me pido bautizar el nuevo trastorno con mi nombre y apellidos.

Mi ruta veraniega sigue hasta Viena y sólo les diré que después de mil quinientos quilómetros haciendo de copiloto he descubierto que más vale pagar peajes que ir por carreteras secundarias: leer en ellas me marea. Pagamos con gusto los aproximadamente 129 euros que nos costó atravesar Francia mientras leía página tras página El espejismo de Dios, libro en el que Dawkins me intenta convencer de ser atea: no lo consigue, al contrario, ahora lo que creo es que él es Dios. Alterno mi nuevo libro sagrado con la biografía de Darwin y si hasta ahora no les había parecido una apóstata, asumo que después de lo que diré ya no hay lugar para mí en el cielo: creo que Darwin también es Dios. Si mis lecturas estivales siguen tan apasionantes no sé si en el próximo artículo tenga que admitir que mi politeísmo se expande. Por cierto que soy mala y chantajeo a mi marido: le digo que si se porta bien - lo que en el fondo sólo quiere decir que me deje entrar a todas las tiendas y museos que quiera - podrá coprotagonizar mi nuevo credo y que, junto con Dawkins y Darwin, formaría parte de mi personal tríada divina. Él está muy emocionado, dice que se pide el papel de paloma. Lo que me recuerda a mis sobrinas y su particular distribución de roles cuando juegan a las familias: una de ellas hace de perro.

Pero no se crean que sólo leo y recorro el duro camino del escéptico - ahora cuando veo una fuente en la que pedir un deseo, ya ni ganas me dan de tirar un sólo céntimo -, también pedaleo a orillas del Danubio hasta tener que refugiarme porque la lluvia no hace vacaciones. Cuando el año que viene vuelva a querer huir del calor de la Costa Brava, recuérdenme que el verano del 2014 lo pasé bajo un chubasquero. Pero no me quejo, sólo la Sacher sabe tan bien aquí como en Praga, y Praga está aún más lejos.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 9 de agosto de 2014

viernes, 1 de agosto de 2014

Alfabetización alimentaria

¿Juegas a la dieta rusa? No te arriesgues, que la bala, aunque lenta, llega y mata. Claro que aunque no lo hicieras, te ibas a morir igual, pero un poco más sabio y quizás un poco más viejo. Ya me gustaría decir que no, que una buena alimentación te hace inmortal y si entras al cementerio sólo es porque aterrizó encima de ti una maceta de geranios frondosos, grandes y rojos como los de los Patios de Córdoba, pero seamos francos: la dieta sólo evita que te mueras si lo que te pasa es que tienes hambre de meses, como la de los niños de Gambia a los que visité en junio, muchos de los cuales probablemente  sigan vivos hoy, 1 de agosto, después de haber recibido quilos y quilos de papillas.

Pero aún así, no juegues a la dieta rusa: no cargues tu cocina de consejos dietéticos que te pueden explotar en la cara o, con suerte, pasar desapercibidos para tu cuerpo, que orinará el exceso de vitaminas y minerales y se acostumbrará al gusto de batidos con sabor a chocolate del malo y a la monotonía de las dietas milagro, por cierto, que por el efecto que hacen creo que antes que el colectivo sanitario, deberían quejarse los eclesiásticos, a no ser que su silencio está confirmando que los milagros de Jesús y de los santos eran de la misma categoría y hasta producían efecto rebote...

Suelo tocar hueso cuando hablo sobre este tema, lo admito, y los únicos atentos a escucharme son los que vienen ya escarmentados de terapias con nombre propio - lo último en publicidad es que uno mismo se convierta en marca - que prometían adelgazarles o curarles y que, oh sorpresa, no lo han hecho. Yo no me conformo, pienso que todo el mundo merece una dieta mejor, no sólo los desafortunados que han tenido que aprender a la fuerza lo que es una caloría, cómo se cocina la quinoa y qué pautas hay que seguir para elaborar un menú equilibrado.

Si tú también eres uno de esos delgados como yo, o si eres uno de esos con estómago de hierro, o incluso si eres de los que creen que abrir latas es cocinar y piensas que la comida sólo sirve para tener una excusa para sentarte y mirar la tele, o con suerte relacionarte con tu familia, revélate, ¡tú también tienes derecho a saber alimentarte!

¿Imaginan que no supieran leer o sumar? Qué triste destino le espera a un pueblo iletrado y qué bien que en este país ya casi todo el mundo sepa quien fue Borges o quien es Richard Dawkins y Juan Luís Arsuaga y sepan por qué el trueno suena antes que el relámpago. Ahora solo falta que nos alfabeticemos en cuanto a la alimentación y sepamos cual es el porcentaje diario de proteínas necesario, qué es un alimento funcional o si los transgénicos son peligrosos. De nuevo es cierto que pueden seguir comiendo sin pensar, pero entonces habrán desperdiciado uno de los medios más útiles y elementales de conquistar su libertad, su bienestar y de poner en práctica su compasión, por supuesto una manera de ejercer esto último es haciéndose vegetariano, la otra es la que propone Oscar Wilde: según él “Después de una buena cena se puede perdonar a cualquiera, incluso a los parientes”.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 1 de agosto de 2014

viernes, 18 de julio de 2014

La verdad sobre Apolo y Dafne

De pequeña me encantaban los libros que recopilaban datos insólitos. A través de ellos aprendí a memorizar los planetas del Sistema Solar por orden y desde entonces la frase “Mi Vieja Tonta Memoria Jamás Soportaría Un Nuevo Planeta” me acompaña cuando, siendo mera espectadora de los concursos de la tele, no tardo ni dos segundos en responder que Saturno va después de Jupiter y antes que Urano. Esta sencilla regla mnemotécnica, que utiliza las iniciales de las palabras como pista, me ha convertido en mejor astrónoma que geógrafa, de manera que sigo siendo incapaz de enumerar las 50 provincias de España. Otro de los procedimientos más útiles para recordar datos es el que propone el actual campeón y plusmarquista de memoria rápida Ramón Campayo: según él lo ideal es convertir palabras o cifras en imágenes, cuanto más surrealistas mejor. Yo el otro día, para acordarme del nombre de un tertuliano - que, dicho sea de paso, recibía el original tratamiento de terapeuta filosófico - me imaginé montones de nachos antropomorfos, con ojos y con manos (la derecha sosteniendo una copa de Martini, una buena novela la izquierda) sumergidos en guacamole en distintas bañeras victorianas, una al ladito de la otra. ¿Lo adivinan? Sí, el susodicho se llama Nacho Bañeras.

Para otras cuestiones, generalmente sentimentales, la memoria es muy obstinada y el problema entonces radica en no poder olvidar. En su libro “Tokio ya no nos quiere”, Ray Loriga cuenta la historia de un hombre que vende y consume el último prodigio de la industria química: una droga capaz de borrar los recuerdos. Así, cree el protagonista poderse liberar de la tiranía de los errores y los dolores del pasado, pero es tanta la sobredosis que acaba por perforar su mente hasta el punto que es incapaz de retener cualquier impresión: olvidará el nombre de la ciudad que se ve desde la ventana de su habitación en el hospital, Berlín, después de abstraerse con los tulipanes amarillos de la mesita de noche, y olvidará los tulipanes cuando un doctor entre para hablarle del síndrome de Korsakoff, y, claro, olvidará que ha estado con el doctor nada más pestañear, justo cuando triste y compungido, pensará: “Hoy no ha venido nadie a verme”.

Desde que conozco el secreto de Campayo me ronda una hipótesis por la cabeza, una idea que ataría los cabos sueltos de toda la mitología griega. Empiezo a pensar que los relatos del panteón provienen de la imaginación desmesurada de un amnésico al que se le fue de las manos la fórmula retentiva. ¿Y si al final la historia de Apolo y Dafne no es más que la peculiar recreación memorística de una receta que sería insípida sin el laurel?  No me negarán que esta explicación es más lógica que la clásica, es decir, que un dios herido por la flecha de un niño alado se enamora de una ninfa que se convierte en arbusto. No hace falta ser un ateo convencido para ver que algo no encaja y que lo más probable es que el creador de esta historia fuera un cocinero olvidadizo. Lo que me recuerda que también es cierta la frase que dice que “la escritura no da para comer”: son las doce menos cuarto de la noche y todavía no he cenado. Ahora también conocen mi secreto: no hay mejor dieta que la del poeta.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 18 de Julio de 2014

viernes, 11 de julio de 2014

Hay drogas tan grandes como África

Hace unos cuantos años conocí, de las páginas de la revista hoy tan solo virtual Foreign Policies, el concepto de estado fallido. La expresión pretende caracterizar aquellos estados soberanos que, en definitiva, han fracasado social, política y económicamente. En el ranking de estados fallidos del año 2012 (elaborado por la citada revista conjuntamente con la organización Fund For Peace) catorce de los primeros veinte estados pertenecen al continente africano. Gambia no se encuentra entre ellos.

Ciertamente, después de mi viaje al país más pequeño de África no me quedo con la impresión de que Gambia sea un estado fallido, a mi modo de ver, en Gambia todavía no lo han empezado a intentar, el mundo aún está allí por comenzar, sobretodo en lo que concierne a la mitad interior del país, a la que que no le llega la fragancia de las olas, aunque a muchos oriundos el río les parezca una playa, tanto, que hasta me consta que una niña, molesta porque alguien le había dicho que había una inmensidad de agua mucho más grande que la que ella veía en la orilla del Gambia, le preguntara a su maestra si eso podía ser verdad. Durante mi viaje, yo fui como esa niña incrédula a la que le costaba aceptar que el actual presidente del país, Yahya Jammeh, ofreciera a su madre como esposa para el expresidente y primer presidente de Gambia, Dawda Kairaba Jawara, con el fin de mejorar las relaciones entre ellos después de que el primero se hiciera con el poder a través de un golpe de estado. Lo vuelvo a explicar para los que se hayan quedado atónitos: Jammeh le quita a Jawara el país, a quien a cambio le ofrece una mujer, su madre nada menos, pensando quizás que su futuro padrastro, de reprenderlo, como mucho le castigaría sin salir el sábado.

Que alguien impida que Yahya Jammeh se lea uno de nuestros refraneros, pues si ha  llegado a poner en práctica tan rigurosamente la máxima de “si no puedes con el enemigo, únete a él”, quién sabe qué haría de conocer que “dos cabezas piensan más que una” - ¿crearía una nueva raza de hombres bicéfalos? -, o que “al mal tiempo, buena cara” - ¿contrataría un meteorólogo frustrado? - y sobretodo la más peligrosa, la que debemos ocultarle por encima de todo, la de que “el hambre agudiza el ingenio”. Ya hay demasiados niños listísimos y muertos.

Dos semanas después de mi vuelta, estoy en pleno proceso de desintoxicación de África. El pinchazo en directo, sintiendo como entran en vena los olores nauseabundos de un mercado-vertedero, según se mire, notando como las pupilas se dilatan con los estampados psicodélicos de las telas africanas, percibiendo como el ritmo del tambor - o de la cazuela de lata - se mete por el cuerpo y eriza los pelos, y electrifica los músculos y enajena a la blanca como yo, que baila como si estuviera loca, aunque allí nadie piense que estoy teniendo un ataque epiléptico, el pinchazo en directo, digo, es tan embriagador, tan fascinante, que Walter White está pensando en pasar del mercado de la metanfetamina azul y empezar a vender gramos inyectables de Gambia y de Ghana, gramos esnifables de Liberia y de Lesotho, gramos fumables de Burkina Faso, de Guinea y de Tanzania. No los prueben, nunca lo hagan: si tienen la suerte de que esta droga no les mata, tendrán la mala suerte de vivir en un país fantástico, con electricidad a todas horas y agua en el baño, con escuelas, médicos, carreteras, parques, calles limpias y un clima que no le pone al borde de morir ahogados en su propio sudor y, en cambio, pensar en África antes y durante y después de cualquier pensamiento que necesite una neurona. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 11 de Julio de 2014

domingo, 29 de junio de 2014

Crónicas desde Gambia I

Otra vez he vuelto de África queriendo no haber visto lo que he visto, todavía no acostumbrada a la miseria, yo que pensaba que no se podía ser más pobre de lo que lo son los pobres de Serekunda, y hasta cuando de camino el conductor me explicaba que desde Soma hasta Basse viven los más desfavorecidos, yo no podía comprender qué menos se podía tener en esta vida que las chabolas de lata y la ropa rota y las manos sucias de las sobras de la comida de otro.

Otra vez he vuelto de África, todavía sin haber asumido que nada volverá a ser lo mismo, porque ya hay niños, lugares, personas y hasta un perro que parecía una hiena, que han viajado de polizontes hasta mi casa escondidos entre mi corazón y mi cabeza, algunos soñolientos todavía por el viaje, acurrucados en la curva de mi oreja izquierda, colgados de la comisura derecha de mis labios, sentaditos, bien dispuestos, tímidos como Vinta, que ha preferido acostarse en mis párpados, que alterna para despistarme y para que sólo pueda verla cuando cierro los ojos.

Otra vez he vuelto de África pensando que la cotidianidad de mi vida era un lujo que me calmaría las heridas que ha abierto un país surrealista donde hay hipopótamos que comen arroz, chimpancés con nombre, regalos que son cabras, hombres que duermen en hamacas que cuelgan del motor de sus camiones o mujeres que el día de su boda atienden a los invitados en la cama, pero el lujo de mi piso de clase media, el lujo de los abrazos de mi marido y hasta de las miradas bobaliconas de mi perro desde el sofá es un tratamiento lento, efectivo sólo para con los síntomas - ya he empezado a hablar de otros temas que no sean Gambia - pero insuficiente para tratar las causas, y aunque el paso de los días haga que los recuerdos que ahora me duelen -  como cuando me duele la espalda - se vayan domesticando hasta acabar como las fotos exóticas de mi viaje de luna de miel, no creo que nunca más nada de este primer mundo me vaya a colmar como antes, antes que mi realidad acababa en Terrassa.

jueves, 12 de junio de 2014

Las tres enes

Normal, natural y necesario. Tres palabras muy poco inocentes que conforman la santísima trinidad de una doctrina que no necesita financiarse con casillas en la declaración de la renta, le basta con usted y conmigo y con todos los demás que alguna vez hemos defendido algún argumento apelando a su supuesta normalidad, naturalidad y necesidad. ¿Les suena eso de que lo normal es que las mujeres obedezcan al marido? ¿O lo de que lo natural es comer carne? Por suerte, qué lejos queda ya el razonamiento que Aristóteles usaba para defender la esclavitud, según el cual los esclavos eran un medio necesario para el buen funcionamiento de la ciudad.

También es normal, natural y necesario para algunos que exista determinada forma de gobierno, sistemas económicos concretos, paradigmas alimentarios precisos o relaciones sexuales, sociales y familiares que, en definitiva, no sean anómalas, antinaturales o impeditivas.

Qué fácil sería si esas tres enes existieran en realidad, y sólo hiciera falta pasar un lector  de códigos de barras, como los de los cajeros del supermercado, para saber si metemos en la misma bolsa de la compra los matrimonios homosexuales con los tomates transgénicos y el agua de manantial con los jabones de pH neutro. Pero lo cierto es que esas tres palabras que orientan nuestra conducta y que alivian nuestro malestar moral son sólo eso: instrumentos de exculpación y dominio. Decía el premio Nobel de literatura George Bernard Shaw que “cuando un hombre estúpido hace algo que le avergüenza, siempre dice que cumple con su deber”, y no es casualidad que también fuera él el autor de la siguiente cita: “La libertad supone responsabilidad. Por eso la mayor parte de los hombres la temen tanto.”

Normal, natural y necesario: tres palabras mágicas creadoras de mitos, el de inmaculada verdad, por ejemplo, que nos coercionan de forma invisible para apoyar sistemas que reconocemos injustos en nuestros momentos de lucidez. Normal, natural y necesario: tres palabras sobre las que nos recostamos cuando, ya cansados de pensar, las usamos de cojines-comodines de legitimidad, no en vano, no sólo describen como son las cosas (presuntamente, insisto), sinó como deben y tiene que ser.

Por eso, si son honestos consigo mismos pondrán a prueba sus creencias y valores despojándolos de los tres pilares mencionados: si una vez cercenado de normalidad-naturalidad-necesariedad su templo de conocimiento resiste, sabrán que están a buen recaudo, al menos de momento, pues recuerden que algunas ideas también se quedan pequeñas cuando las personas crecen.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 12 de junio de 2014

jueves, 8 de mayo de 2014

Todavía no somos humanos

Dice la Biblia que “en el principio era el Verbo”. Yo digo que en el principio fue el pie, aunque quizás ambos inicios sean coherentes, no en vano el verbo es acción y el pie es un medio de locomoción que dejó libres las manos, primero simplemente para llevar y sostener comida, crías, piedras, ramas y luego para hacer herramientas, fuego, caricias, arte... Así se inicia el largo camino de la evolución que lleva a unos primates bípedos por la senda de la hominización, la que nos diferencia como especie del resto de antropoides en el ámbito biológico. En ese sentido, podríamos decir que nosotros ya llegamos a puerto hace centenares de miles de años, pero todavía nos queda otro camino por recorrer, el de la humanización en el sentido cultural, que contempla niveles tecno-económicos, socio-políticos y axio-ideológicos. Somos humanos en lo concerniente a muchos de nuestros logros, pero no tanto en lo que respecta a la gestión y distribución de recursos, la administración del poder o la ética práctica cotidiana. Aún así, conviene aclarar que ni la evolución ha sido exclusiva de los seres humanos, ni se ha detenido con nosotros. Todas las especies han evolucionado, a pesar de que sus adaptaciones hayan sido en otro campo fuera del cognitivo, del que los hombres y mujeres presumimos con un cerebro hipertrofiado.

Quizá uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos sea reconciliar lo que nos hizo humanos en el pasado con lo que nos debe permitir seguir siéndolo el día de mañana, aunque para ello tengamos que renunciar a prácticas en su momento útiles pero obsoletas y arriesgadas para el humano del siglo XXI. Sin ir más lejos, se ha descubierto que en Atapuerca, hace aproximadamente 900.000 años el Homo antecessor practicaba el canibalismo social para reducir la competencia por los recursos entre grupos de la misma especie, es decir, mataban y comían, usualmente niños de grupos vecinos, para evitar que éstos se hicieran mayores y supusieran una amenaza.

Precisamente por eso el título de uno de los talleres que imparto “La dieta que nos hizo humanos” y que transcribo literalmente de una fantástica exposición organizada por el Museo de la Evolución Humana me parece acertado pero sólo dentro de contexto: es cierto que comer carne (normalmente de otros animales) nos permitió economizar nuestro gasto calórico y proteico en el  ámbito digestivo, a favor de la inversión en el tamaño del cerebro, como también es cierto que la caza de grandes mamíferos requirió de la organización y colaboración social, que fomentaba prácticas grupales y no individualistas como las asociadas con la recolección. Existimos porque supimos adaptarnos a un medio en el que nuestros semejantes vieron en sus congéneres, parientes y compañeros terrícolas una ración de comida suculenta. Existimos y esta misma vida que se origina en la severidad y hasta crueldad de las exigencias que impone la supervivencia nos conduce también a todo lo contrario, porque la dieta que nos debe humanizar es la que, en primera instancia, debe ser nutritiva y sostenible económica y medioambientalmente, si no queremos, como el del chiste, vender la televisión para comprar un DVD, y en segundo lugar, pero no menos importante, debe ser una humanitaria desde la acepción más trascendental y menos antropocéntrica de la palabra: dieta en la que no caben las muertes caprichosas.


Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 8 de mayo de 2014

viernes, 11 de abril de 2014

Cuento para mi perro

El Dr. Slump trasvestido de Bob Marley-Cleopatra
Mi perro, el Dr. Slump, es el único que me escucha cuando no hay nadie más en casa y yo leo en voz alta lo que escribo. Se ha tragado trabajos universitarios sobre geografía humana, artículos de opinión mensuales y algún que otro exabrupto cuando el ordenador falla. A veces también le leo historias escritas por otros, pero entonces se da cuenta y deja de hacerme caso. A él sólo le gusta lo que yo escribo. Por eso he decidido dedicarle un cuento que tratará sobre los temas que a él más le apasionan: el queso, los tomates, las botellas de plástico vacías, orinar y oler orines, vomitar en la alfombra, escarbar la tierra de la maceta donde desde hace cuatro años sobrevive a duras penas el jazmín o observarnos con indiferencia, a mi marido y a mi, desde el otro lado del salón mientras le llamamos para que suba al sofá. Sabemos que también le encanta el tenis porque sus abuelos humanos nos lo dijeron después de pasara una temporada con ellos y comprobaran como movía la cabeza siguiendo la pelota en los partidos televisados de Rafa Nadal. Además, no desperdicia la ocasión de tirar la ropa tendida para luego tumbarse sobre ella o aprovechar cualquier rayo de sol para recibir las señales de sus compañeros extraterrestres, pues estamos convencidos de que nuestro perro es un alienígena camuflado que ha venido a espiarnos. Mi marido y yo le damos pistas falsas para despistar a sus superiores. 

Actualmente, la raza alienígena corporeizada en can debe pensar que:

1.Todos los humanos bailan el baile de la hipoteca a primeros de mes, después de conseguir pagarla.
2.Todos los humanos ordenan los libros por colores.
3.Todos los machos humanos les dicen a sus esposas que el perro les ha obligado a comprar cerveza.

Érase una vez un perro-doctor especialista en robótica. Vivía en en una casita de plástico en la terraza de un ático. En invierno también alquilaba una habitación interior con baño incorporado que los propietarios usaban sin su permiso para orinar y ducharse. Lo aceptaba porque él a veces también usaba, sin que ellos se dieran cuenta, su cama. Siempre que podía aprovechaba para subirse y saltar en el colchón como si estuviera en una cama elástica. Le encantaba.

Una tarde, el perro-doctor estaba en la terraza tumbado - muy cerca del pipí que se había hecho hacía media hora y que se estaba estendiendo como un riachuelo que amenazaba con mojarle las patas traseras -, cuando apareció un tomate delante suyo. Un tomate grande y rojo que se había espachurrado un poco con el impacto. Como el perro-doctor no era humano, no perdió tiempo preguntándose de dónde había salido, por qué era tan afortunado, qué pasaría luego o si al fin y al cabo tanta suerte era peligrosa y más valía desconfiar y no tocar nada. Así pues, se comió el tomate de un bocado, sin masticar, sin ensalivar. No le supo a nada, por eso y porque se le quedó atascado en su pequeña garganta, lo vomitó entero, no sin un considerable esfuerzo que le hacía deambular de un lado para otro de la terraza tratando de sacar de su cuerpo el tomate con unos espasmos, convulsiones y quejidos grotescos, que le hacían parecer la niña del exorcista en versión perro. Un cuarto de hora más tarde, degustaba su tomate, que tenía un aspecto nauseabundo pero que debía saber mejor adezerado con los jugos gástricos regurgitados, de otro modo nadie entendería que lamiera con tanto afán sus bigotes.

Pasaron las horas y ningún otro tomate apareció por el horizonte. Tenía sed pero los propietarios de la casa se habían vuelto a ir sin llenarle el bebedero. Si seguían así los abandonaría. De acuerdo que el señor de la casa lo sacaba a pasear dos veces al día y que le mimaban más de lo que él soportaba - ¿desde cuando a un animal de su categoría le gusta que le digan cosas como: ay mi bebé, chiquitín-preciosín-boniquín o patata gorda? - pero empezaba a sospechar que lo estaban poniendo a prueba: se habían dado cuenta de que podía hablar y lo estaban llevando al límite para que, tarde o temprano, se quejara y dijera, en su voz a lo Sembei Norimaki: “Perdonen, pero me estoy deshidratando”. No iba a consentirlo, antes saldría volando, porque el perro-doctor no era en realidad un doctor, por supuesto. Tampoco era un perro. Eso era lo que nadie sospechaba. Sabía que corrían rumores de que era un extraterreste venido de más allá de Plutón con el objetivo de espiar la raza humana, grabarlo todo con sus ojo-cámaras y emitir un reality-show en su planeta, pero nada de eso era cierto. Él era en realidad un dragón blanco, se llamaba Fújur, y antes de que cualquier niño se diera cuenta, debería volver a las páginas de la Historia Interminable.

jueves, 10 de abril de 2014

Para cuando llores

Consolar a alguien diciéndole que todo irá bien me parece irresponsable. No dudo de que los bienintencionados que así proceden sólo quieran calmar el llanto de sus amigos o parientes, lo que todavía no tengo claro es si su ingenuidad les lleva a creer realmente en lo que dicen o sólo mienten piadosamente para disfrazar las muertes, las separaciones, los despidos y otras aparentes desgracias de monstruos inofensivos a lo Disney. No los culpo, desde que el ser humano necesita comprender todo lo malo que le ocurre, los cuentos han servido como bálsamo para que también los mayores puedan dormir por las noches. Las historias son distintas, pero igual de fantásticas que las de Perrault, Andersen o los hermanos Grimm. Por otra parte, fíjense que lo bueno que nos pasa no suele requerir tantas justificaciones, así venga sin motivo aparente, aunque en este caso hay quien aprovecha y alardea de méritos propios.

Entiendo que hacer de muro de las lamentaciones no es fácil: dejar que los seres queridos sufran mientras los observamos silenciosa y solemnemente desde la distancia que se interpone entre ambos, sabiendo que no somos nosotros los principales afectados, nos parece inhumano y al final lo mejor que se nos ocurre es acercarnos para usar el “todo irá bien” del mismo modo que una tirita, ocultando una herida que sigue sangrando.

Háganles un favor a sus desconsolados amigos, no los contagien de una fe impostora que incumplirá forzosamente sus promesas. La esperanza es lo último que se pierde, sin duda, porque está enganchada a base de apego. Sostengo que algunos humanos han compensado su falta de resignación en cuanto a los sucesos inoportunos que les depara la vida, con la capacidad para crear nuevas interpretaciones, nuevas lecturas de éstos. Mientras algunos se ajustan a las imposiciones naturales y sociales sin apenas disputas, otros se rebelan hasta darle la vuelta a la situación y ponerla a su favor. Ambos mecanismos de adaptación, sumisión o transformación, me parecen válidos, aunque este último es mi favorito: nos permite construir alternativas con el mismo material que parece enterrarnos, pero para ello hay que ejercitar la imaginación y ver abono donde antes había boñigas.

Este es mi lema: creo que en nuestro mundo dual nada es completamente dañino, eso sería como pretender encontrar una moneda de una sola cara, por eso sea lo que sea lo que te pase, no te hundas, sólo tienes que aprender a reciclarlo. Éste sí me parece un consuelo sensato y razonable, a la vez que sostenible y ecológico. Claro que antes de poder encontrar qué cosa útil se puede hacer con una muerte, una separación o un despido hay que jugar en una liga menor, menos susceptible de noquearnos con su dramatismo, practiquemos con las pequeñas cosas y sobretodo olvidémonos de las ideas preconcebidas, porque son precisamente las que nos han llevado a pensar que en la vida hay situaciones que sólo se arreglan esperando un milagro. De lo que no me puedo olvidar yo es de felicitarme: este domingo tengo la suerte de celebrar el cumpleaños de mi excepcional marido y el próximo miércoles 19 de marzo de tener un padre del que presumir sin cansarme.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de marzo de 2014

Este lado de la valla

Será porque yo también me fui de África casi huyendo, babeando por el menú plastificado del avión. Será porque yo también me fui pensando que aquí se está mejor, aunque ahora ya no me sienta en medio de una novela, ni la gente me pare por la calle para decirme: “¡Qué valiente, irte a un campo de refugiados!”. Será por todo eso que ayer el programa “El otro lado de la valla” de Salvados me conmocionó y me obligó a cambiar el artículo que tenía escrito para esta semana y que, casualmente, empezaba diciendo lo siguiente: “Antes de ponerme a escribir, repaso los diarios. Espero que alguna noticia me impacte. Nada. Será que a los periodistas les inculcaron demasiado bien la jerga imparcial. Leo que hay ébola, terremotos, atentados y me parece estar viendo un parte meteorológico.” Seguía hablando de la disfunción narcotizante de Paul F. Lazarsfeld y Robert K. Merton y, en definitiva, me avergonzaba de que se me cayeran más lágrimas viendo vídeos de animales difundidos por Facebook que contemplando el estado del mundo en los telediarios.

Me alegra poder escribir un artículo que no deja mi humanidad tan mal y hace gala de mi empatía, aunque sólo sea porque yo también sentí que vivir en África podía llegar a ser una condena, de forma ridícula, si quieren, porque yo me fui a Ghana porque quise sabiendo que podía cruzar la frontera volando, sin concertinas de por medio, con una familia esperándome en la terminal del aeropuerto, con el color de piel adecuado y la nacionalidad correcta. Lo que me lleva a pensar que entrar en Europa es como acceder a la caja fuerte de un banco o a la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones, que bien podría ser lo mismo...

No sé cual es la solución, sin duda no es tan fácil como el “papeles para todos”. La ingenuidad ha marcado una parte importante de mi vida y ahora que me sincero les diré que es un lastre del que justo ahora me estoy desprendiendo. Tampoco quiero caer en el uso equivocado del darwinismo social para convencerme de que al fin y al cabo la vida no es justa y las leyes de la selección natural son implacables con los más desfavorecidos. Lo que es cierto en cuanto a la naturaleza pero no en cuanto a la sociedad, pues en esta no rigen más normas que las que nosotros mismos queramos imponer. No hay que olvidar que el ser humano existe gracias a sus órganos extrasomáticos, es decir, gracias a la cultura que tan importante como el corazón o el hígado, permite que animales bajitos y enclenques como nosotros no nos hayamos extinguido a merced de los leones y hasta de los hipopótamos (que parece que pueden ser muy agresivos). Por cierto, no dejen de consultar la diferencia entre violencia y agresividad, les sorprenderá saber que no son conceptos sinónimos.

Se dice que siempre emigran los que no tienen nada, porque tampoco tienen nada que perder. Se dice alegremente, como si traspasar un continente sin dinero, sin comida, sin la certidumbre de llegar al destino para contarlo fuera como hacer una romería o el Camino de Santiago. Y no se crean que no entiendo a quien tiene miedo de que gente como la que espera al otro lado de la valla pase la frontera: ¿podremos competir contra sus ganas de vivir?

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 10 de abril de 2014

lunes, 7 de abril de 2014

Crónicas mágicas desde Terrassa III

La vecina del cuarto está valorando presentar una instancia, quiere que la biblioteca vuelva a estar en la calle Font Vella. No recuerda demasiado cómo era, aunque sí tiene presente el ambiente a humanismo del siglo pasado, las maderas oscuras y las lamparitas de la mesa larga tatuada con mensajes de adolescentes que apuraban las últimas horas antes de los exámenes.

A la vecina del cuarto no le gusta la Biblioteca Central, demasiada luz dice siempre. Va porque hay montones de libros y no está lejos de su casa, aunque aún así piensa que si estuviera más cerca, sobretodo más cerca que las librerías que la tientan, dejaría de ambicionar ser rica, ella que lo único que quiere es tener suficiente dinero para comprarse novelas, manuales, ensayos, enciclopedias, cómics de Tintín y cuentos de Rodari, además de tener una casa suficientemente grande para guardarlos. Su mayor deseo es poseer una biblioteca tan alta que sea preciso usar escaleras, igual que la de la Bella y la Bestia.

Quiere incluir en la propuesta que la contraten como asesora de lectura, un oficio que según ella formará parte de las nuevas profesiones emergentes. Si todo va bien, será empleada como funcionaria del estado y los terrasenses tendrán derecho a ser visitados mensualmente por ella, que atendiendo a la edad, género, profesión y número de DNI llevará una selección literaria en la cesta de la bicicleta. Más o menos como las señoras del Círculo de Lectores, pero al revés, porque además de que el servicio será gratuito, los usuarios se beneficiaran de reducciones porcentuales en sus impuestos según la cuota y la calidad de la lectura. Los aficionados a Kundera se verán exentos del pago del IBI durante un par de años. El catálogo literario incluirá a los escritores amateurs locales que pasarán a tener un sueldo, siempre y cuando demuestren que no saben dedicarse a otra cosa y hacerlo tan bien como contar historias. Es entonces cuando empieza a pensar si sería una buena candidata. Aunque sabe que escribe mejor que cocina, no está segura de si limpia mejor que escribe, ella que es tan quisquillosa con el polvo. Ah, pero ahora que la Agrupación Astronómica de Terrassa le ha explicado que todo cuanto existe es polvo de estrellas le da un poco de miedo usar el plumero: ¿podrán los astrónomos acusarla de destruir el universo?

La vecina del cuarto está tan emocionada por todo lo que se está imaginando que casi no se da cuenta de que son las ocho y tiene hambre, suerte que todavía le queda un poco del pastel que le dieron los gnomos de Vallparadís. ¡Y qué culpa tiene ella de no tocar con los pies en la tierra, si pesa tan poco que el viento de primavera la eleva!