jueves, 16 de febrero de 2012

Crónicas desde Ghana I

 
Semana del 14 al 20 de Enero de 2008

He llegado y no estoy de visita. Tengo las llaves de mi casa, ya con llavero, en algún rincón de la maleta. Esta vez conozco las calles de la ciudad y hasta podría decirte cuánto falta para llegar a la carretera. El campo, un campo de color carne porque es un campo de refugiados, no va a tardar en aparecer, justo allí a la derecha, en frente de un edificio con café internet, al lado de un hotel con piscina, un poco antes de una gasolinera. 

Hoy ya no me extraña ver que la gente se reúne alrededor de un televisor en la calle para seguir la telenovela, ya no me sorprende que una casa tenga el tamaño de un hombre estirado, ya no me asusto de la oscuridad que por la noche se cierne en todos los rincones, sólo desecha por algunas lamparitas de queroseno en los puestos de comida, por los focos multicolores de algunas discotecas. Me siguen haciendo gracia los gallos que se pasean por las esquinas, los chivos y las cabras que corretean sin importarles la basura mezclada con la tierra. Hoy no he visto la cocina tan sucia, me ha parecido normal que haya hormigas encima de la mesa. No he echado de menos la leche, que no existe más que en polvo, para mi café sin leche. Yo diría que el agua fría de la ducha ya no me provoca más que un leve asomo de piel de gallina. 

Salir a caminar es no parar de saludar a los niños cuando me llaman “obroni”, ahora ya sé que no se burlan, para ellos soy tan solo la “mujer blanca”. En el mercado hay más moscas que pescado, pero ya no voy a quejarme si alguna de sus patitas toca mi plato, ya no soy la que en mi casa del primer mundo tira la sopa si algún bicho nada entre la pasta con forma de estrellas. Es domingo y no hay apenas nadie por estas calles llenas de polvo, hace unos días que el Harmattan ha tornado nebuloso el horizonte con su velo de arena. Es domingo y hoy hay un hilo musical en cualquier rincón del campo, de todas las iglesias salen gritos de predicadores entusiasmados, cánticos de fervientes creyentes, tambores que repican a ritmo de aleluya, palmas que resuenan después de cada amén. Todas las mujeres llevan sus mejores telas, las niñas van con calcetines de volantes y zapatos de charol. Los bancos de las capillas son sillas de playa, no hay horario de misa porque todo el domingo es santo: hay insomnes que rezan hasta la madrugada, devotos que oran la noche entera. A primera vista podría parecer una sala de fiestas, sólo las canciones eclesiásticas nos hacen desechar esta idea.
 
Mañana, de madrugada, los altavoces dispersados por el campo van a darme los buenos días con su retahíla en un inglés sin consonantes. Voy a despertarme porque la casa, rodeada de escuelas, se funde en el ruido de niños gritando, hablando, jugando. Voy a abrir los ojos bajo la tela mosquitera, que confiere a la habitación un aire entre  Memorias de África y hospital de campaña. Voy a lavarme la cara en un baño sin espejo y sin baldosas en el suelo. Me enorgullezco porque ya no dejo el grifo abierto mientras me lavo los dientes, aquí es un lujo tener agua corriente, y es que me estoy haciendo experta en economizar los recursos: puedo lavar los platos con menos agua de la que antes utilizaba para lavarme las manos, puedo enjuagarme el pelo en tiempos dignos de entrar en el récord. Fuera, nadie tiene un baño en casa, las letrinas son públicas y aunque nunca he usado ninguna de ellas el hedor se hace patente ya en la distancia. 

Obviando todas las diferencias que te recuerdan que estás en África, yo no creo que la vida aquí sea tan distinta de la vida en cualquier otra parte del planeta. También aquí hay depresiones, cumpleaños. También aquí quieren ser famosos, comprarse el último disco del cantante de moda. También aquí hay personas que no se resignan, que no se conforman, que sueñan con que el mundo podría ser de otra manera.