Semana del 14 al 20 de
Enero de 2008
He llegado y no estoy de visita. Tengo las llaves de mi casa,
ya con llavero, en algún rincón de la maleta. Esta vez conozco las calles de la
ciudad y hasta podría decirte cuánto falta para llegar a la carretera. El
campo, un campo de color carne porque es un campo de refugiados, no va a tardar
en aparecer, justo allí a la derecha, en frente de un edificio con café internet,
al lado de un hotel con piscina, un poco antes de una gasolinera.
Hoy ya no me
extraña ver que la gente se reúne alrededor de un televisor en la calle para
seguir la telenovela, ya no me sorprende que una casa tenga el tamaño de un
hombre estirado, ya no me asusto de la oscuridad que por la noche se cierne en
todos los rincones, sólo desecha por algunas lamparitas de queroseno en los
puestos de comida, por los focos multicolores de algunas discotecas. Me siguen
haciendo gracia los gallos que se pasean por las esquinas, los chivos y las
cabras que corretean sin importarles la basura mezclada con la tierra. Hoy no
he visto la cocina tan sucia, me ha parecido normal que haya hormigas encima de
la mesa. No he echado de menos la leche, que no existe más que en polvo, para
mi café sin leche. Yo diría que el agua fría de la ducha ya no me provoca más
que un leve asomo de piel de gallina.
Salir a caminar es no parar de saludar a los niños cuando me
llaman “obroni”, ahora ya sé que no se burlan, para ellos soy tan solo la “mujer
blanca”. En el mercado hay más moscas que pescado, pero ya no voy a quejarme si
alguna de sus patitas toca mi plato, ya no soy la que en mi casa del primer
mundo tira la sopa si algún bicho nada entre la pasta con forma de estrellas.
Es domingo y no hay apenas nadie por estas calles llenas de polvo, hace unos días
que el Harmattan ha tornado nebuloso el horizonte con su velo de arena. Es
domingo y hoy hay un hilo musical en cualquier rincón del campo, de todas las
iglesias salen gritos de predicadores entusiasmados, cánticos de fervientes
creyentes, tambores que repican a ritmo de aleluya, palmas que resuenan después
de cada amén. Todas las mujeres llevan sus mejores telas, las niñas van con
calcetines de volantes y zapatos de charol. Los bancos de las capillas son
sillas de playa, no hay horario de misa porque todo el domingo es santo: hay
insomnes que rezan hasta la madrugada, devotos que oran la noche entera. A
primera vista podría parecer una sala de fiestas, sólo las canciones eclesiásticas
nos hacen desechar esta idea.
Mañana, de madrugada, los altavoces dispersados por el campo
van a darme los buenos días con su retahíla en un inglés sin consonantes. Voy a
despertarme porque la casa, rodeada de escuelas, se funde en el ruido de niños
gritando, hablando, jugando. Voy a abrir los ojos bajo la tela mosquitera, que
confiere a la habitación un aire entre
Memorias de África y hospital de campaña. Voy a lavarme la cara en un baño
sin espejo y sin baldosas en el suelo. Me enorgullezco porque ya no dejo el
grifo abierto mientras me lavo los dientes, aquí es un lujo tener agua
corriente, y es que me estoy haciendo experta en economizar los recursos: puedo
lavar los platos con menos agua de la que antes utilizaba para lavarme las
manos, puedo enjuagarme el pelo en tiempos dignos de entrar en el récord.
Fuera, nadie tiene un baño en casa, las letrinas son públicas y aunque nunca he
usado ninguna de ellas el hedor se hace patente ya en la distancia.
Obviando
todas las diferencias que te recuerdan que estás en África, yo no creo que la
vida aquí sea tan distinta de la vida en cualquier otra parte del planeta. También
aquí hay depresiones, cumpleaños. También aquí quieren ser famosos, comprarse
el último disco del cantante de moda. También aquí hay personas que no se
resignan, que no se conforman, que sueñan con que el mundo podría ser de otra
manera.