jueves, 16 de febrero de 2012

Crónicas desde Ghana VI

Semana del 18 al 24 de Febrero de 2008
A Elise y a Sebastien las maletas les pesan una vida. Esta semana regresan a Francia. No parece que haga sólo dos años que salieron de Orleans con una guía de conversación en inglés guardada en el bolsillo. Tienen tantos recuerdos en forma de telas, pinturas de mujeres moliendo ñame, fotografías de playas salvajes, que más les vale enganchar en la maleta una etiqueta de FRÁGIL, y no porque esos objetos puedan romperse fácilmente, sino porque lo que ahí llevan es tan delicado como el fino hilo que teje nuestras memorias. 
Poder decir que han superado los primeros meses de convivencia en un lugar en el que no hay amigas para desahogarse de los calcetines tirados, ni amigos para salir a tomar una cerveza, donde no hay madres que te ayuden con las comidas, ni padres que te den consejos apropiados, es decir que esa unión está ya curtida por experiencias que dan constancia de su amor. La vida del expatriado siempre es envidiable para los que se quedan en su casa, siempre tiene ese aire de riesgo maratoniano que nadie corre, siempre comporta de por sí la idea de que la osadía de vivir lejos de tu país, aún más si es un país del otro hemisferio, debe admirarse y elogiarse. A veces así es, y no es suficiente una pared para colgar todos los cuadros de agradecimiento. 
Sebastien ha aprendido a administrar la clínica como si fuera el modelo de un libro de economía. La penosa tarea de aprobar o rechazar las ayudas económicas a los pacientes que dicen no tener dinero para medicinas adquiere, gracias a él, la cualidad de alentar a esos mismos pacientes a que encuentren por sus medios una pequeña cantidad de dinero para que la clínica se haga cargo del resto. No se trata sólo de caridad, se trata de hacerles comprender que ellos también deben ser partícipes de su salud, se trata de enseñarles que deben hacerse responsables de sus cuidados. 
Elise ha rescatado del olvido esos niños discapacitados, los más relegados entre los refugiados, para mostrar a los padres que esos niños también necesitan abrazos, para enseñarles que pueden jugar, para estimularlos a crear con sus propias manos tarjetas postales, telas estampadas o figuras de barro. Devolverles la utilidad que todo ser humano tiene, aún discapacitado, es devolverles el sentido, rescatarles de la marginalidad a la que algunos los condenan por pensar que hay seres humanos que no sirven para nada. 
Esta semana en la clínica se hizo una fiesta de despedida, la primera fiesta de despedida con sentido a la que he asistido, porque no se trata sólo de reunir a un grupo de gente para que beba refrescos y coma canapés. No se trata sólo de pasar dos horas junto a gente que apenas ves porque estás demasiado ocupado pensando si les gustará la música o el pastel. Durante una hora y media desfilaron toda suerte de trabajadores de la clínica, amigos, hermanos de su misma iglesia, empleados y voluntarios para expresar en público el agradecimiento por el trabajo realizado, la tristeza de ver marchar a compañeros de trabajo, hablaron de anécdotas del pasado, surgieron algunas lágrimas y hasta cantamos. Pasan unos meses hasta que uno empieza a hacer suyos los problemas del lugar donde vive, como si al principio sólo su cuerpo estuviera en el nuevo país de acogida, como si la mente viniera un poco más tarde, con retraso, y hasta entonces no se pudiera pensar que la gente que no tiene nada para comer, que las madres que llevan esos niños colgados a la espalda son, de hecho, tus vecinos. 
Ahora, después de dos años, Elise y Sebastien ya no olvidan que la gente que sufre no sufre a mil quilómetros de distancia, no sufre dentro de las pantallas del televisor, sufre en la esquina de la calle de su casa, sufre al alcance de su mano. Ya no va haber más crepes para la cena, no vamos a tener más postre especial de plátano. Puede que se vayan pero nos dejan la fuerza que envuelve a las personas como ellos, que no dejan atrás su casa, ni dejan atrás los amigos que  han hecho, que no se alejan de sus familiares, ni de sus compañeros, porque para ellos no hay frontera que separe al ser humano.