Semana del
11 al 17 de Febrero de 2008
No es fácil ser un niño. La
moral occidental podría catalogar este lugar como no apto para menores. Hay
escenas que cabría censurar, situaciones de las que alguien debiera avisar con:
“lo que a continuación va a vivir puede herir su sensibilidad”. Pero no hay
carteles en relieve con esos consejos, antes de saber que el niño de tres años
ingresado por malaria, se ha muerto esta noche en el anonimato de los hechos
demasiado frecuentes. Si no fuera por la llamada de teléfono a las cuatro de la
mañana, yo tampoco me hubiera enterado.
Hay que armarse de valor para tener
cinco años y vestirse para ir a la escuela sabiendo que el profesor ostenta su
título en la mano: vara o cinturón. Aquí pegar es parte de la educación, como
si fuera una asignatura más que aprobar y nadie se hiciera adulto sin haber
soportado unos verdugones. Según algunos docentes, los niños africanos
necesitan de esa clase de “estimulación” porque hablan más de la cuenta, se
dejan los deberes en casa o no se están quietos en clase, según esos mismos
docentes los niños blancos son más atentos, callados y responsables. Puede que
la niña que vino a la consulta hace unos meses, torturada por la madre con cera
caliente para que confesara lo que pasaba en la escuela, también algún día
copiara en un examen. Puede que su tutor hoy esté aprendiendo en prisión que
abusar de una alumna no es un derecho que se adquiera dando clases.
Lo más duro
no es la violencia sexual a la que algunos niños están sometidos, lo más duro
es descubrir que el veneno del abuso se dosificará lenta y permanentemente
porque ya nunca más te van a mirar como la niña o el niño que antes eras, sino
como la personificación del vicio o del pecado. Pero los niños son supervivientes
natos, son una especie, que a pesar de todo, no pierde la inocencia, la alegría,
también se pelean, chillan, protestan porque el hermano le ha cogido el juguete
y te piden dinero para comprar golosinas.
Zach ha tenido mucha suerte, si ahora
aparece cada día por la clínica, no es porque se deba tratar de la tuberculosis
diseminada que a punto estuvo de matarle, sino porque se ha hecho amigo del médico.
Tiene seis años y le gustaría tener un teléfono móvil. Cuando le preguntas si
le gusta su profesora responde con un no de cabeza, pero alarga tanto el gesto,
que empieza entonces a convertirse en un sí, así que es difícil saber si no
tiene clara su opinión o es que simplemente no ha entendido la pregunta.
Entender a un niño siempre me ha resultado difícil pero aún más si es
liberiano. A Zach le gusta tanto una foto en la que sale con su hermano, que le
encanta que le tomen fotos con la foto en la que sale, pero nunca se ríe cuando
posa, como si tomarse una fotografía fuera algo serio para lo que hay que estar
presentable. Como Zach hay otros miles de niños que al verte por la calle
quieren aprenderse tu nombre para saludarte a diario, que te huelen porque
piensan que el color de la piel comporta un aroma distinto de perfume humano.
Hay situaciones que a una le convierten en madre por momentos, como aquel día
que me bañé en la playa con un niño colgado en cada brazo, y no podía nadar
medio metro sin que otro se
subiera a mi espalda. Hoy por ejemplo, vi la escena fraternal más conmovedora
que hasta ahora haya presenciado: una niña de cinco años limpiaba los pies
descalzos a su hermana menor, de unos tres, cuando acabó le dio la mano y
siguieron caminando. A los pocos metros la pequeña estornudó así que su hermana
no dudó en estirarse un poco la camiseta para limpiarle la mocosa nariz.
En la
guardería del programa de nutrición es difícil que el recibimiento esté exento
de llantos y de lágrimas, puede que les dé miedo mi palidez de mujer fantasma,
aunque siempre hay un niño que me mira esperando que yo le toque, como si
viniera a hipnotizarme con esos ojos limpios, ansiosos por ver la vida, con esa
mirada brillante que sólo algunos adultos conservan, con esa mirada radiante
que ilumina todo lo que observan.