jueves, 16 de febrero de 2012

Crónicas desde Ghana V

Semana del 11 al 17 de Febrero de 2008
No es fácil ser un niño. La moral occidental podría catalogar este lugar como no apto para menores. Hay escenas que cabría censurar, situaciones de las que alguien debiera avisar con: “lo que a continuación va a vivir puede herir su sensibilidad”. Pero no hay carteles en relieve con esos consejos, antes de saber que el niño de tres años ingresado por malaria, se ha muerto esta noche en el anonimato de los hechos demasiado frecuentes. Si no fuera por la llamada de teléfono a las cuatro de la mañana, yo tampoco me hubiera enterado. 
Hay que armarse de valor para tener cinco años y vestirse para ir a la escuela sabiendo que el profesor ostenta su título en la mano: vara o cinturón. Aquí pegar es parte de la educación, como si fuera una asignatura más que aprobar y nadie se hiciera adulto sin haber soportado unos verdugones. Según algunos docentes, los niños africanos necesitan de esa clase de “estimulación” porque hablan más de la cuenta, se dejan los deberes en casa o no se están quietos en clase, según esos mismos docentes los niños blancos son más atentos, callados y responsables. Puede que la niña que vino a la consulta hace unos meses, torturada por la madre con cera caliente para que confesara lo que pasaba en la escuela, también algún día copiara en un examen. Puede que su tutor hoy esté aprendiendo en prisión que abusar de una alumna no es un derecho que se adquiera dando clases. 
Lo más duro no es la violencia sexual a la que algunos niños están sometidos, lo más duro es descubrir que el veneno del abuso se dosificará lenta y permanentemente porque ya nunca más te van a mirar como la niña o el niño que antes eras, sino como la personificación del vicio o del pecado. Pero los niños son supervivientes natos, son una especie, que a pesar de todo, no pierde la inocencia, la alegría, también se pelean, chillan, protestan porque el hermano le ha cogido el juguete y te piden dinero para comprar golosinas. 
Zach ha tenido mucha suerte, si ahora aparece cada día por la clínica, no es porque se deba tratar de la tuberculosis diseminada que a punto estuvo de matarle, sino porque se ha hecho amigo del médico. Tiene seis años y le gustaría tener un teléfono móvil. Cuando le preguntas si le gusta su profesora responde con un no de cabeza, pero alarga tanto el gesto, que empieza entonces a convertirse en un sí, así que es difícil saber si no tiene clara su opinión o es que simplemente no ha entendido la pregunta. Entender a un niño siempre me ha resultado difícil pero aún más si es liberiano. A Zach le gusta tanto una foto en la que sale con su hermano, que le encanta que le tomen fotos con la foto en la que sale, pero nunca se ríe cuando posa, como si tomarse una fotografía fuera algo serio para lo que hay que estar presentable. Como Zach hay otros miles de niños que al verte por la calle quieren aprenderse tu nombre para saludarte a diario, que te huelen porque piensan que el color de la piel comporta un aroma distinto de perfume humano. 
Hay situaciones que a una le convierten en madre por momentos, como aquel día que me bañé en la playa con un niño colgado en cada brazo, y no podía nadar medio metro sin que otro  se subiera a mi espalda. Hoy por ejemplo, vi la escena fraternal más conmovedora que hasta ahora haya presenciado: una niña de cinco años limpiaba los pies descalzos a su hermana menor, de unos tres, cuando acabó le dio la mano y siguieron caminando. A los pocos metros la pequeña estornudó así que su hermana no dudó en estirarse un poco la camiseta para limpiarle la mocosa nariz. 
En la guardería del programa de nutrición es difícil que el recibimiento esté exento de llantos y de lágrimas, puede que les dé miedo mi palidez de mujer fantasma, aunque siempre hay un niño que me mira esperando que yo le toque, como si viniera a hipnotizarme con esos ojos limpios, ansiosos por ver la vida, con esa mirada brillante que sólo algunos adultos conservan, con esa mirada radiante que ilumina todo lo que observan.