Ningún niño debería quedarse sin abuelos.
Debería estar prohibido que se murieran.
Que una ley garantizara que los nietos,
tuviéramos migas y canelones de por vida.
Frutos secos todos los sábados por la tarde
y películas interrumpidas
por los comentarios constantes de las abuelas.
Que no hubiera nietos huérfanos de consejos sabios,
de refraneros populares en desuso,
ni de anécdotas triviales sobre infancias
de hace casi un siglo.
Que nunca nos quedáramos sin esas conversaciones
sobre parientes de fotos gastadas,
a los que yo ni siquiera he conocido,
ni sin frases en el coche que nos recordaran
que antes todo ese barrio era campo.
Ningún nieto debería quedarse sin abuelos,
aunque ya tengamos veinte y hasta treinta años.
Aunque ya sepamos que no siempre se acuerdan de nuestros cumpleaños
y confesemos que nos impacienta su incapacidad
para llamarnos por nuestro nombre
y no por el de nuestro hermano.
Mientras, por desgracia, los abuelos no se hagan inmortales,
y los nietos tengamos que venir a sus funerales,
nos conformaremos con imaginarlos cerca
el día en que nazcan nuestros hijos,
en las próximas verbenas de San Juan
y en los días duros, como éste,
cuando nos hubieran recordado que la vida pasa
y que hay que disfrutarla.
Debería estar prohibido que se murieran.
Que una ley garantizara que los nietos,
tuviéramos migas y canelones de por vida.
Frutos secos todos los sábados por la tarde
y películas interrumpidas
por los comentarios constantes de las abuelas.
Que no hubiera nietos huérfanos de consejos sabios,
de refraneros populares en desuso,
ni de anécdotas triviales sobre infancias
de hace casi un siglo.
Que nunca nos quedáramos sin esas conversaciones
sobre parientes de fotos gastadas,
a los que yo ni siquiera he conocido,
ni sin frases en el coche que nos recordaran
que antes todo ese barrio era campo.
Ningún nieto debería quedarse sin abuelos,
aunque ya tengamos veinte y hasta treinta años.
Aunque ya sepamos que no siempre se acuerdan de nuestros cumpleaños
y confesemos que nos impacienta su incapacidad
para llamarnos por nuestro nombre
y no por el de nuestro hermano.
Mientras, por desgracia, los abuelos no se hagan inmortales,
y los nietos tengamos que venir a sus funerales,
nos conformaremos con imaginarlos cerca
el día en que nazcan nuestros hijos,
en las próximas verbenas de San Juan
y en los días duros, como éste,
cuando nos hubieran recordado que la vida pasa
y que hay que disfrutarla.