jueves, 16 de febrero de 2012

Crónicas desde Ghana XII

Semana del 21 al 27 de Abril de 2008
La magia ya existía antes de Harry Potter, antes del Señor de los Anillos e incluso antes de Mary Poppins. No es que yo haya conocido en persona a mi hada madrina, y bueno, la sandalia que perdí en aquella atracción de feria nunca me fue devuelta por un príncipe de telenovela, pero que la magia existía antes de todos esos cuentos de fantasía es algo que cualquier adulto sensato debería afirmar sin temor a que le quemen en la hoguera. La magia surgió el día que la realidad concibió un hijo fruto de su escarceo con la utopía. Aún no se ha descubierto la fecha exacta, aunque algunos historiadores aventuran que fue la misma mañana que el hombre descubrió que Dios estaba mucho más cerca de lo que pensaba. 
Hay tantas mentiras alrededor de la magia que hoy nadie cree que las pócimas produzcan algo más que resaca. No hacen falta hechizos para convertir a un hombre en el mago de su vida, no hacen falta varitas para convertir una mujer en adivina: siempre sabrá cuando su hija está enamorada. La magia existe aunque esto no sea precisamente Disneylandia, a pesar de que muchos coches parezcan realmente calabazas. Si bien los mundos ilusorios que imaginé de pequeña no se parecen en nada a esto, no por eso he dejado de descubrir un mundo que se guardaba demasiado en secreto. 
Lo sobrenatural no es que el fantasma de tu abuelo se te aparezca en sueños, lo sobrenatural no es que el televisor se apague solo, lo realmente sobrenatural es que haya gente que viva a pesar de todo. Hay refranes populares que se quedan cortos: el que dijo “donde caben dos caben tres” o  fue solamente víctima de un triangulo amoroso o su familia no tuvo que hospedar nunca a ocho personas en una misma habitación. Hay prodigios que hacen de la multiplicación de los panes y los peces un mero truco de ilusionista, milagros que aquí se llaman instinto de conservación. 
Mágico es que no me haya vuelto incorpórea después de la dieta del arroz, sólo me falta desayunar arroz con leche para que se me ponga cara de china o japonesa. Bubba, el amigo de Forrest Gump, ideó un menú muy parecido al que yo tengo aquí cada día: gambas con tomate, gambas con hojas de patata, gambas con hojas de yuca, gambas con calabaza; sólo hace falta cambiar la palabra gambas por la palabra arroz para tener una idea bastante exacta de lo que digiere mi estómago cada día. Si somos lo que comemos me temo que en poco tiempo van a confundirme con un plato de “paella”. Mi dieta liberiana está basada en el axioma irrefutable que dice: “donde hay arroz hay comida, si no hay arroz no hay comida”. Así que los días que como pan con aceite de oliva (dos botellas que viajaron de estraperlo en mi maleta) son días que podría decirse que ayuno. Guardo bajo llave los “Sugus”, los “carquinyolis”, los frutos secos y el chocolate. Todavía me quedan algunas lonchas de jamón serrano y alguna lata de olivas. El queso se “fundió” una noche de nostalgia y el Camembert que traje para nuestra compañera francesa no es lo mismo que el semicurado de oveja. Después de mi incursión al mercado me convencí de que más valía ser vegetariana, así que mi única fuente de proteína es ese huevo frito que se me engancha en la sartén cuando intento hacer arroz a la cubana. 
Mágico es que pueda ver a mi familia desde las fotografías de mi habitación, como si fueran bolas de cristal de alguna marca tan barata que sólo me permitieran ver el pasado. La magia existe, créanme, pero si después de todo lo dicho, todavía hay algún escéptico entre los lectores, si aún no les parece un milagro poder tener la nevera llena, yo les propongo un experimento para que se convenzan: súbanse a un avión y vengan.