Semana del 28 de Enero al 3 de Febrero de 2008
Estar enfermo aquí puede ser una suerte. No hablo ya de
las tan consabidas teorías que dicen que la enfermedad puede ser la excusa
perfecta para aprender una lección sobre el dolor, digo que estar enfermo puede
suponer la oportunidad para que el refugiado sea reubicado en otro país, preferentemente en Estados
Unidos, evidentemente, por motivos médicos.
Tener insuficiencia renal crónica
es el diagnóstico de una muerte segura, porque aquí en Ghana la diálisis es tan
cara que el precio podría ilustrarse textualmente con la vulgar expresión de “vale
un riñón”, pero si eres refugiado y en tu historia clínica aparece que padeces
de insuficiencia renal crónica, puede que tu agorera profecía de muerte se
aplace un tiempo, y que ya no te despiertes más por el cloqueo de las gallinas,
sino por el claxon de los coches de alguna ciudad americana. Allí tu diálisis
estará pagada por cortesía del país que te acoge y tu nueva vida compensará con
creces el tormento de tu enfermedad. A veces parece que la gente llega a la
consulta temiendo estar sana y si finalmente lo están, si lo que tienen no es más
que el “síndrome del refugiado”, caracterizado por la cronicidad de ciertos síntomas
como la profunda insatisfacción de vivir aquí y el exacerbado idealismo de la
vida en cualquier otro lugar, entonces volverán otro día con la esperanza de
que su diabetes, su cardiopatía, su niño discapacitado, sea un salvoconducto a
su tan ansiado nuevo mundo.
Yo no puedo más que entender su actitud, yo también
lloraría de rabia viviendo en este lugar entre dos mundos, conociendo la
existencia de ciudades que ofrecen escolaridad gratuita, sabiendo que existen
países que parecen estar en otro planeta. También hay pacientes que adolecen
sin que sea motivo suficiente para que se considere la reubicación: tener cáncer
puede no ser bastante. La clínica se confunde a veces con una embajada, pero en
la sala de espera, también hay niños con malaria, con tuberculosis, mujeres con
SIDA, adolescentes embarazadas.
Solamente el otro día advertí un cartel en la
pared de la sala, daba a las mujeres dos alternativas, preguntaba con ironía: “¿embarazo
o diploma? Sé lista, tú decides”.
Pero el embarazo adolescente también se combina con tías o abuelas que
cuidan de los hijos de sus sobrinas o nietas porque a éstas les tocó la lotería
y fueron aceptadas en otro país justo después de haberse quedado embarazadas,
temiendo que entonces les rechazaran la entrada, ocultaron que iban a tener un
hijo del que nunca serían madres. Hasta ahí llegan las ganas de salir de aquí,
como si esto fuera una cárcel, como si la condena fuera tan dura que pagar un
hijo de fianza valiera la pena.
Los desamparados no sólo están entre los
pacientes, Poona es una refugiada liberiana que trabaja en la clínica de
comadrona. Su marido y sus hijos viven en Estados Unidos y aunque como posible
causa de reubicación podría esgrimirse la “reunificación familiar”, todas sus
tentativas de traslado han sido fallidas, aunque pudiera pagarse un billete de
avión no le darían el visado. Como en el campo de refugiados no tiene
parientes, los días que libra del trabajo se los pasa en la entrada de la clínica,
sentada en un banco, charlando con las enfermeras de guardia. Nunca fue tan
obvio que tu familia pudiera ser tus compañeros de trabajo.
Al menos soy
testigo de que existe un hospital donde los médicos, las enfermeras, el
administrador y la farmacéutica no se limitan a hacer su trabajo, donde el médico
regala plátanos a los niños enfermos, donde se asiste también económicamente si
el paciente no tiene dinero para comprar el medicamento, donde se alarga el
ingreso del enfermo, si éste se ha quedado sin casa, donde las enfermedades no
caben en un libro de anatomía pero el tratamiento tampoco termina en la posología
de una medicina.