La poesía exhibicionista de mis efluvios hormonales,
afortunadamente, ya pasó.
Y aunque persisten algunas pruebas que muestran
que mi acné adolescente intentó compensarse
con una sensibilidad interna,
nunca mejor dicho,
a flor de piel,
tampoco me avergüenzo
de esos versos cargados de altisonancias,
que me quedaban demasiado grandes,
la mayor parte de las veces,
porque tan sólo eran palabras.
De hecho, nunca amé
como dicen mis poemas que lo hice,
ni tampoco sufrí como algunas estrofas
se obstinan en sugerir.
Claro que es cierto que visité
los abismos de mí misma,
pero sólo de la parte
calificada como suelo urbanizable,
sólo de la parte en la que mi individualismo
no sentía amenazada su integridad.
Ahora que empiezan a salirme algunas canas,
que arranco y arrancaré hasta que considere
tener la edad suficiente para mostrarlas
sin sentirme precozmente envejecida,
me doy cuenta de que no he utilizado
suficientes de mis días, de mis fuerzas,
de mis energías y por qué no decirlo,
tampoco de mi talento ni de mi inteligencia,
en construir un mundo mejor
más lejos de las fronteras de mi piel y de mi casa.
Más lejos de aquello de lo que pudiera presumir.
A algunos nunca les llega el momento:
siguen pensando que pueden encontrar un sentido a la vida
entre sus ambiciones personales,
que van incrementando proporcionalmente
a medida que lo hace su insatisfacción.
Si es tu caso,
puede que este poema se acabe
en este punto (y seguido).
Si, por el contrario,
ya te has dado cuenta de que la vida,
para ser considerada verdaderamente fructífera,
para ser disfrutada en toda su vastedad,
requiere del interés constante por el bienestar del otro,
exige que se integre en nuestra rutina
un genuino deber de bondad,
entonces te invito a la que,
en breve,
será la primera colección
de poesía ética.