viernes, 8 de mayo de 2015

¿Cuánto sabes sobre el mundo?


¿Te atreves a comprobarlo? Sólo serán tres preguntas: ¿Qué porcentaje de niños de un año está vacunado de sarampión en todo el mundo? ¿El 20, el 50 o el 80%? ¿Cómo ha cambiado la proporción de gente viviendo en extrema pobreza (menos de 1 dólar al día) alrededor del mundo en los últimos 25 años? ¿Se ha doblado, se ha mantenido o se ha reducido a la mitad? ¿Qué porcentaje de adultos está alfabetizado (puede leer y escribir) en todo el mundo? ¿El 20, el 40, el 60 o el 80%?

¿Preparado para las respuestas? Quizá le sorprendan. Ahí van: el 80% de los niños del mundo está vacunado de sarampión, la proporción de gente viviendo en extrema pobreza casi se ha reducido a la mitad y el porcentaje de adultos alfabetizado es un 80%. Ya ve, el mundo no está tan mal después de todo, aunque sigamos viéndolo como si estuviéramos a punto de la hecatombe. Al menos es lo que se concluye después de ver los resultados a estas preguntas, que se han formulado en distintos países. Así, sólo el 10% de la población encuestada en Gran Bretaña y el 23% en Suecia respondió correctamente a la pregunta sobre la pobreza. En relación a la vacunación del sarampión, sólo el 8% en Suecia y el 10% en Alemania acertaron. Finalmente, sobre la alfabetización, de nuevo, sólo el 8% de los encuestados en Gran Bretaña, el 20% en Suecia y el 28% en Alemania respondió correctamente.

¿Cómo puede ser? Se preguntan los fundadores del Proyecto Ignorancia de la Fundación Gapminder, Hans y Ola Rosling. Probablemente porque poseemos unas tendencias que nos impiden elaborar un pensamiento estadístico correcto: estamos condicionados a juzgar en base a nuestro entorno y experiencias personales, además, hemos sido educados mediante libros que contenían datos que ya se han quedado obsoletos, y tenemos en cuenta las noticias de los medios de comunicación -que ponen el foco de atención en lo inusual, porque lo normal no es interesante. Con ese legado en la mente, ponemos a trabajar nuestra intuición sin mucho éxito, como deben haber comprobado o bien por sus propios fallos o bien por los alarmantes pocos aciertos de ingleses, suecos y alemanes.

¿Qué podemos hacer? Ola Rosling nos da algunas herramientas, después de descartar que de repente todos nos pongamos a leer cada noche los estudios científicos de primera mano. Ni aunque quisiéramos estar al día podríamos, pues un artículo publicado en la revista Nature en 2014 afirma que la producción científica se dobla cada 9 años, con el añadido de que no siempre la proliferación de artículos científicos representa un verdadero aumento del conocimiento (el publish or perish es el pan de cada día de los investigadores). Pero Ola nos propone algo más sencillo, que nos permite algunos atajos a través de generalizaciones: primero, que ante el pesimismo o el optimismo, nos decantemos hacia esta última opción: el mundo va a mejor. Segundo: que ante posiciones extremas, pensemos que el mundo se homogeneiza, ya no hay dos jorobas en la gráfica mostrándonos el volumen de pobres y ricos, sino una sola, un dromedario donde se reúne la mayoría. Aunque sigamos viviendo en un mundo desigual, la distancia entre unos y otros ya no es tan grande. En tercer lugar, pensemos que antes de ser ricos, los países empiezan a desarrollarse ya socialmente (con vacunación masiva, por ejemplo). Finalmente, no olvidemos que las amenazas verdaderamente peligrosas suelen ser silenciosas y no hay tanta gente que se muera por accidentes de tráfico (9ª causa mundial de defunción en 2012 según la OMS) sino por accidentes cardiovasculares (2ª causa). Cuídense (y pónganse el cinturón).

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 8 de mayo de 2015



jueves, 30 de abril de 2015

De malos y tontos



“Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”. Cuando comprendí este adagio, comúnmente conocido como principio de Hanlon, mi mundo de repente se hizo más amable, menos siniestro, pero también más trágico. No sé, a mi me parece que es mejor pensar, por ejemplo, que tenemos políticos tontos en vez de políticos  perversos. Quizás sea un consuelo ingenuo porque la corrupción no la explica la ignorancia, no completamente al menos, cabría añadir otros factores significativos para entenderla, como el egoísmo. 

El problema es que aunque los dramas del mundo no sean siempre obra de la crueldad -lo que casi convierte la adquisición de conocimiento en un deber-, los incompetentes no saben que lo son, es más, se creen infalibles, convencidos de que están por encima de la media -al menos un 80% de la población piensa que está entre el 20% más inteligente (principio de Paretto), lo cual es imposible, claro-, mientras que los que más saben suelen subestimar sus destrezas. Estamos ante el Efecto Dunning-Kruger. Ya ven, la catástrofe está asegurada porque como dijo Bertrand Russell “Uno de los dramas de nuestro tiempo está en que aquellos que sienten que tienen la razón son estúpidos, y que la gente con imaginación y que comprende la realidad es la que más duda y más insegura se siente”. 

La ilusión de saber se resuelve aprendiendo, lo que además nos dará una buena dosis de humildad porque una vez se empieza el proceso, nos damos cuenta de que podemos saber mucho... sobre poco, y de que es mayor lo que desconocemos que lo que dominamos. Cuidado con los que hablan con tanta seguridad que se imponen, temerarios, a la sensatez de los sabios, sobre todo cuando los primeros se atribuyen la invención de la rueda, la curación de dolencias quitando el gluten de la dieta sin un diagnóstico previo, que recomiendan jarabes de lejía (MMS), infusiones de estevia para curar el SIDA (y el cáncer y el ébola) o achacan tus abortos a una deuda kármica, una falta de verdadero deseo de ser madre, una incompetencia femenina que te sugiere “que todavía no estás preparada” y que lo que tienes que hacer es llevar piedras-luna en el bolsillo, iniciar un viaje en el tiempo a tus vidas pasadas, visualizar una semilla que crece en el vientre o invocar al bebé con un llamador de ángeles. No es tu culpa cuando te enfermas, te dicen, pero hay algo que has pensado, que has sentido que te está dando una lección, acéptalo. Y así, de repente, diciéndolo muy sutilmente volvemos a la Edad Media cuando nuestros padecimientos eran obra de nuestros pecados. 

Mi admirado Charles Darwin -tanto que su obra El origen de las especies es la base en la se posa la fotografía enmarcada recuerdo de mi boda- decía que “la ignorancia frecuentemente proporciona más confianza que el conocimiento” y, como hemos visto, tenía razón. Sólo nos queda ser atrevidos y preferir la incertidumbre, lo suficiente, no mucho, no tanto que caigamos en un nihilismo impeditivo que nos dificulte constatar que, por ejemplo, Dios no tiene las mismas probabilidades de existir que de no hacerlo.

viernes, 24 de abril de 2015

No todo es Sant Jordi

Escribo esto siendo Sant Jordi, la navidad de los bibliófilos. El día en que la ciudad se convierte en librería y soy como una niña que no da a basto con la emoción que me provocan los libros, las rosas y el amor que me prodiga mi marido. No se puede ser más feliz, y no se crean que no lamento este párrafo, porque sé que hay mucho antisocial que detesta la exhibición de la alegría, pero la verdad no siempre es cruel, también es asquerosamente cursi. Aunque no se preocupen, no voy a seguir en esta línea entrañable el resto del artículo. Me gustaría porque podría entonces contar con más detalles la anécdota que hace unas cuantas diadas de Sant Jordi me ocurrió en la Plaça Vella, cuando mi querido amigo Jaume Canyameres me regaló un libro de Anna Murià. El mismo que había estado en la biblioteca de mi barrio - desde hace un tiempo clausurada - y que con entonces 14 años cogí prestado para que la autora me lo dedicara, ella que estaba junto a la cama de mi abuela enferma de cáncer en Sant Llàtzer. Lo más curioso del caso es que Jaume, promotor de la vuelta del exilio de la pareja Murià-Bartra no había visto que el libro estaba dedicado a una tal Sandra, sólo yo supe que ese libro de título misterioso Res no és veritat, Alicia, era mío desde 1998. 

Pero como he dicho, también hay que ponerse serios y asumir que hay 700 personas de las que ya nadie habla, y aunque este espacio en un diario local sea leído sólo por mis más fieles seguidores, de algún modo siento que tengo una responsabilidad social que cumplir, incluso aunque ni yo misma haya mencionado la desgracia en mis conversaciones diarias tantas veces como he aludido al caso de Germanwings o al del profesor asesinado, por citar sólo las desgracias más recientes. Cómo es posible que en Google las noticias del naufragio se remitan a hace cuatro días - cuando efectivamente ocurrió el accidente -, cómo es posible que no haya ocupado más espacio en los medios de comunicación y nadie se pregunte qué ha pasado, ni quienes eran, ni se hagan mapas detallados sobre la situación del barco hundido, ni se inviten a tertulianos a programas especiales para comentar el tema. Cuánto necesitamos al Galeano que se ha ido hará hoy apenas once días para recordarnos a los nadies: “los hijos de nadie, los dueños de nada (...) los ningunos, los ninguneados (...) que no son, aunque sean (...) los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”.

Tampoco quiero hacer de éste un artículo panfletario en contra de los suertudos que vivimos aquí, sin tener la culpa de que otros hayan nacido en países donde los sueños sólo se cumplen emigrando, de verdad que no pretendo hacerle sentir mal porque hoy usted no piense en el Mar Mediterráneo como un cementerio, sino como la playa de sus veranos, pero permítase la reflexión al menos. Que sólo cierre los ojos, en esta línea, minuto de silencio.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 24 de abril de 2015

viernes, 17 de abril de 2015

No siempre hablo mucho

A veces querría decir lo que pienso, hacerlo encontrando las palabras justas para no ofender más de lo que ya lo hace la revelación de la falsedad que algunos viven. Ayer leí que las verdades duelen, pero que las mentiras matan. Yo de momento me callo y me traiciono un poco. Me convenzo de que el silencio es necesario para la supervivencia de un animal social que no puede ir por el mundo haciéndose enemigos. Ya se sabe que defender públicamente lo que se piensa sólo es rentable cuando se está del lado de la mayoría.

Cada día en mi muro de Facebook leo abominaciones sobre salud, alimentación, entidades divinas o extraterrestres y otras fantasías que son comentadas favorablemente y aunque siempre me tienta aguar la fiesta de la borrachera de la positividad sonriente que todo lo puede, y que cuando fracasa sólo es para ver en las desgracias la semilla de “lo mejor que le ha pasado”, nunca me atrevo a salir en defensa de la razón y de la lógica, aunque las vapuleen delante de mi y las usen como disfraz para argumentos que no superarían ningún experimento. 

Me persuado de que no es una buena idea entrar en conversaciones ajenas para alertarlos de que sus creencias están al nivel de las de un niño que sostiene que si pisa las líneas que separan los adoquines de la calle algo malo le ocurrirá o, al contrario, que si recita correctamente la oración del “ángel de la guarda, dulce compañía” antes de irse a dormir, el profesor no le pedirá que salga a la pizarra a solucionar los deberes que se le resisten. Me aguanto y paso a otra cosa, deseando no encontrarme a los susodichos en persona, porque ahí se vería que soy incapaz de disimular: mi cara empezaría a poner esos gestos que mi marido imita: cejas más allá de la frente, ojos como platos - y eso es difícil teniéndolos yo pequeños y rasgados - y boca abierta de “qué me estás contando” a punto de replicar con un tono serio y tajante que no controlo, aunque intente suavizarlo alegando que no es nada personal, que yo respeto a todo el mundo, que me apena que sienta que los estoy traicionando ahora que me hallo como una infiltrada involuntaria en un mundo que por inercia sigue estando presente entre los amigos con los que un día tuve afinidad. A pesar del mal rato, no lamento haberlos conocido ni que sigan estando entre mis contactos. Son buena gente y siguen existiendo puntos de anclaje entre ambos, como siguen existiendo entre exparejas.

El peligro de cambiar de opinión es que tu entorno se vaya ajustando hasta resultar irreconocible, como si el escenario y los personajes fueran cambiando lenta pero inevitablemente hasta que todo es nuevo, incluso uno mismo. Suerte que mi pelo indomable me devuelve siempre una imagen del espejo que identifico. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 17 de abril de 2015

viernes, 10 de abril de 2015

Cansarse durante las vacaciones

Cantar ópera con un hawaiano que ha conocido a Richard Dawkins. Esto es algo que te puede pasar en el Camino de Santiago. No existen mejores vacaciones cuando se quiere desconectar de la rutina, ni en las Bahamas uno está a salvo de lo mismo de siempre: comodidad, wifi, tiendas, hoteles con reserva previa, itinerarios pautados... Suena bien y se agradece de vez en cuando, pero al volver de esos viajes uno tiene la impresión de que no hacía falta irse tan lejos, y si no fuera por las imágenes que uno lleva en su cámara de fotos, el periplo no tendría nada de exótico. Hay excepciones, como las de los mochileros, expedicionarios, aventureros reales que no llevan su casa encima, caminantes que se ven en la difícil decisión de escoger un solo libro para todas sus vacaciones. 

Reconozco que en los días previos al Camino surgen dudas razonables, porque a quién le apetece pasar sus días de fiesta levantándose antes de lo que lo hace en sus días laborables, yéndose a dormir a las diez y media, ser acosada por los ronquidos de hombres que por las noches son monstruos, a los que mataría sin cargos de conciencia metiéndoles el zapato más pestilente de la habitación en la boca - mi marido y yo pensamos que, en todo caso, no sería difícil un asesinato a lo Orient Express - y, finalmente, andando hasta seis horas diarias deseando llegar al albergue sin una ampolla en el pie, ni una tendinitis en la rodilla, maldiciendo los últimos metros del pueblo que hace rato que se ve pero que nunca llega. Éstas son las peores etapas, cuando la visión del final engaña porque los ojos ven sin esfuerzo lo que está todavía muy lejano para un cuerpo que está cansado. Asombrosamente, al llegar, el peregrino recupera las fuerzas quitándose las zapatillas y poniéndose las chanclas, así sale a pasear por el pueblo o ciudad como un turista más - sobretodo como uno que renquea -, a la caza de un bar o de una farmacia. Con nuestro aspecto es fácil identificarnos, entre los que no son peregrinos inspiramos un sentimiento de admiración cuando nos ven andar derechos, serenos, sonrientes y decididos, y de afecto, compasión y ternura cuando llegamos destrozados al refugio y los hosteleros nos tratan con el cariño de una madre o de un abuela. 

Vivir en el Camino es como estar dentro de una cápsula del tiempo que alarga y intensifica lo ocurrido. Dos días después de empezar el recorrido ya nadie sabe qué día es, si lunes o domingo, si 15 o 23, si marzo o abril, aunque con mucha más facilidad pueda recordar los nombres de los pueblos en los que ha estado y que unas semanas antes no habría sabido ni tan siquiera pronunciar, mucho menos localizar en un mapa. Se diría también que las amistades que allí se forjan lo hacen con un vínculo más profundo que el que une a los parroquianos del bar de la esquina, no sé si porque nos hermane una locura común: la de ir a sufrir voluntariamente durante las vacaciones y como un masoquista, disfrutar de ello. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 10 de abril de 2015

viernes, 27 de marzo de 2015

¿Y los ateos tienen alma?

A veces me pregunto cómo he podido estar tanto tiempo sin saber algo que ahora me parece indispensable. Estudio, leo, charlo con gente interesante y todavía un día me sorprendo con alguna cuestión que a mí me parece extraordinariamente trascendente, aunque ciertamente no a todo el mundo le transmita la misma emoción: no hay nada más decepcionante que explicar lo que a uno le parece la bomba y recibir una expresión indiferente de su interlocutor, que o bien ya conocía aquello que para ti es nuevo y no le encuentra la gracia o bien lo ignoraba y tampoco parece apreciar la utilidad que tiene saberlo. Es posible que después de tan frustrado contacto se tercie un comentario que aún me hace sentir peor, porque me hace quedar como una cría que se apasiona excesivamente con alguna nadería, como una tiza - ¿quién no aprovechó los minutos previos a la entrada del maestro para escribir y dibujar en la pizarra? - Pero volviendo al caso, les confieso que me asombra no haberme topado antes con “La controversia de Valladolid”. 

Temo su reacción, no crean, que hasta puede que piensen que no es digno de una columnista no haber sabido antes que entre 1550 y 1551 se dio lugar un debate en la citada ciudad para dirimir si los indígenas americanos eran o no seres humanos con alma, y qué trato debían recibir. En una facción, Ginés de Sepúlveda, sacerdote y erudito de la época, cronista real y confesor del Rey que afirma que los indios del recién descubierto Nuevo Mundo no tienen alma, que son salvajes que han nacido para ser esclavos. Frente a él, Bartolomé de las Casas, un sacerdote dominico apasionado defensor de la dignidad de los nativos. El descubrimiento de América fue, como escribió Lévi-Strauss, el descubrimiento repentino del otro, de la existencia de seres que no se habían previsto y que “verificaban y desmentían al unísono el divino mensaje (...) puesto que la pureza de corazón, la conformidad de la naturaleza, la generosidad tropical y el desprecio por las complicaciones modernas, si en su conjunto hacían recordar irremisiblemente al paraíso terrenal, también producían el aterrorizador efecto contrario al dar constancia de que la caída original no suponía obligatoriamente que el hombre debiera quedar ineluctablemente desterrado de aquel lugar.” Todo ello da también paso al debate sobre “la guerra justa”, la violencia legítima y necesaria, según Sepúlveda, que debe ejercer el conquistador europeo quien no sólo es inocente sino el encomiable que materializa el orden divino (aristotélico) según el cual lo imperfecto debe estar sometido por lo perfecto. Si la muerte se llevaba a los salvajes en la “guerra justa”, qué importaba cuando la salvación de sus almas estaba asegurada muriendo a manos de sus evangelizadores cristianos. Éstas eran las disquisiciones de la época y el primer momento en la historia que se plantea una pregunta que sirve de punto de partida para el revolucionario reconocimiento de los derechos humanos. Ah, ¿Qué quién gano el debate? Se diría que nadie, pues las cosas, lamentablemente, siguieron más o menos igual. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 27 de marzo de 2015

viernes, 20 de marzo de 2015

A punto de ser una estrella enana

La semana pasada el mundo virtual se hizo más vivo que el de carne y hueso y casi me rapta y me convierte en un emoticono que vive entre Twitter y Facebook. Tantos mensajes me llegaron por esos canales que tuve que darle la razón a mi marido, él que siempre me dice que soy una ingenua. Desde luego yo no pensaba que el anterior artículo publicado en este diario se haría viral por un motivo que todavía me sorprende, pues resulta que es un notición que alguien como yo, que no soy política ni famosa, diga públicamente que ha cambiado de opinión. Es de ser valiente, me dicen, y mientras algunos me encumbraron tan alto que tuve vértigo - sigo sin saber corresponder un cumplido sin parecer altiva o, al contrario, falsamente modesta -, otros especularon con la historia e hicieron bromas con las que yo también me reí, como que había dejado el mundo alternativo porque “había pillado a mi ex practicando sexo tántrico”, que por supuesto “las explicaciones de que todos somos uno no me valieron” y que, obviamente, “se me cayó el alma al suelo”. Admito que no fue fácil lidiar con la popularidad, primero porque no era buscada, yo que si un día quiero verme en los programas de televisión es presentando una novela o haciendo divulgación científica, no precisamente explicando que un día fui la inconsciente que si no llegó a creer en los fantasmas o en la inteligencia del péndulo para escoger flores fue porque nunca se me dio bien ver en la oscuridad, ni dejar la mano tan quieta que el cristal de cuarzo no pareciera más dubitativo que el arquetipo de Scleranthus según Edward Bach. 

Pero, en realidad, esto no se trata de mi ni este artículo pretende ser una segunda parte autobiográfica del anterior, porque me temo que la curiosidad morbosa que pueda tener mi experiencia está acaparando una cuestión mucho más importante, la de que las creencias pueden conducir la vida de una persona a priori inofensivamente, rezando un poco y en voz baja antes de un examen o una entrevista de trabajo, hasta estrellarla porque pisa a fondo el acelerador de la fe, según el cual no hacen falta evidencias para apoyar una postura, ya sea la de la existencia de dios, la de la utilidad del tapping o la de la homeopatía. Mientras uno no extirpe de su mente el pensamiento mágico ¿quién le asegura que se mantenga en los límites de lo trascendente - quietecito y calladito, sólo susurrando cuando el miedo a la muerte acecha - y que no coloniza nuestras decisiones cotidianas y opciones sanitarias? Hay que pensar bien y, aceptémoslo, no todas las posturas son válidas, aunque haya quien pretenda seguir en su trinchera alegando que, al fin y al cabo, la aprehensión correcta de la realidad es inalcanzable y que la disciplina epistemológica tiene sus claroscuros. Desde luego yo no pretendo estar en posesión de la verdad, pero mucho menos toleraré que pretenda estarlo quien elude cualquier revisión crítica de sus ideas.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 20 de marzo de 2015

viernes, 13 de marzo de 2015

Confieso que he cambiado

Este artículo se escribirá, probablemente, en unos 40 minutos. Usted lo leerá en cinco. Y yo me habré pasado una semana - desde el viernes pasado después de publicado el anterior - sopesando temas que nos interesen a ambos y de los que yo pueda escribir. No es fácil, tengo 30 años y pocas opiniones bien formadas sobre el mundo, de hecho, la mayoría de las que tenía y creía sólidas me las arranqué entre agosto y septiembre, cuando me hice atea, escéptica, antropóloga, darwinista, saqué de mi despacho los títulos que había y que me otorgaban supuestas competencias dentro del mundo de la medicina alternativa, puse a la venta mis Flores de Bach (nadie las ha comprado todavía), recorté mi currículum y salvé sólo aquello de lo que me sentía orgullosa. Estoy esperando que se acaben las tarjetas de visita que me definen como naturópata, escondo escritos antiguos en los que hablaba del alma, del gurú Yogananda y de un mundo espiritual que me ha tenido abducida, secuestrada. 

No crean que no me cuesta escribir esto - incluso aunque me sirva de tema para este artículo que se resistía - porque salir de lo que yo hoy pienso que es una verdadera secta es también exponerte, avergonzada, a responder preguntas incómodas, a constatar que no eres tan inteligente como pensabas e incluso a desatender relaciones que estaban forjadas en las creencias que hoy repruebo públicamente, todavía con la expresión funesta de quien confesa un delito. No sé que cara ponerle a los amigos que cuando me encuentran le siguen hablando a una Sandra que no existe, que se hizo querer escribiendo poemas metafísicos y parecía saberlo todo porque leía muchos libros que la convirtieron en una erudita de los disparates. Sirva este testimonio, medio humillación pública voluntaria, medio salida del armario, para alertar a los que siguen a charlatanes que, por suerte o por desgracia, no son malos ni avariciosos, sólo se creen lo que les han contado y se sienten poderosos, poseedores de una verdad salvífica, portadores de la voz de un dios moderno que se ha afeitado y que hasta pueda ser una mujer - porque el antiguo dogma ya perdió credibilidad y también tiene que haber paridad en el Olimpo. Cuidado con los expertos de la pseudociencia que además, y lamentablemente, copan espacios televisivos con mucha audiencia donde pronostican cánceres según si la menstruación te resulte dolorosa y los tratan con dietas milagro que suenan serias porque usan una jerga académica. Pero no es tan difícil desenmascararlos, sólo haría falta recuperar los apuntes de la asignatura de naturales de Educación Primaria, la antigua EGB. Insisto, no se dejen engañar, ni aunque su situación sea desesperada, porque el consuelo que les pueda ofrecer pensar que existe vida más allá, que podemos revertir nuestra enfermedad con pensamientos positivos o que hay ángeles que nos cuidan y sólo nos pasa lo que merecemos o necesitamos para seguir aprendiendo no convierte todas estas afirmaciones en verdad. Nos gustaría creerlo, reconforta pensarlo, pero no hay nada que lo demuestre y hay que ser consecuente porque les aseguro que si es duro aceptarlo, más dura es la caída de quien se cae de castillos que construyó en el aire.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de marzo de 2015

viernes, 6 de marzo de 2015

Días femeninos


Yo querría escribir que lloro cada mes porque no me quedo embarazada, a veces de forma ruidosa como una niña pequeña que se queja, otras silenciosamente, como una vieja ya resignada, y que pienso que lo mejor sería que mi marido se buscara otra mujer que le pudiera hacer padre. Yo querría escribir que me doy pena una de cada tres semanas, si la menstruación no se atrasa y me esperanzo en vano, porque me convierto en una mujer que envidia a sus amigas que son madres y se compara, y no se ve menos digna de tener un hijo. Yo querría escribir que se me agotan los nombres, que los abortos previos ya se han llevado algunos por delante, y sería de mal gusto repetirlos para el bebé que finalmente nazca sano. Adiós Ángela, adiós Minerva. Siempre te imagino niña aunque te hayas ido con pocas semanas de vida intrauterina y quizás hubiera sido más apropiado ponerte nombre de pez o de rana. Yo querría escribir que me desespero porque no soy madre y a mis 30 años me veo premenopáusica, y si tengo un hijo quién sabe si llegaré a ver a mis nietos y ser una abuela como lo fue la mía, que me enseñó a cocinar bizcocho de yogur de limón, permitía que me comiera el relleno del canalón mientras hervía la pasta, me dejaba darle palmaditas en la piel flácida de su brazo y hasta estirarle las verrugillas que tenía alrededor del cuello, junto a la cadena de oro de la que colgaba una medallita que decía: “Te quiero más que hoy, pero menos que mañana”. Yo querría escribir que durante unos días al mes no valgo nada y hago un esfuerzo por salir a la calle y explicar mis penas con una sonrisa, porque yo no sé mentir, excepto cuando me regalan algo horroroso y pongo cara de “me encanta”, y no sabría decir que estoy bien cuando estoy mal, aunque tu te vayas trastornada después de que yo te haya contado mis intimidades. Por eso yo querría escribir todo esto y dejar que mi dolor se convierta en un trozo de papel garabateado, y querría compartirlo contigo porque soy vanidosa y me gusta que la gente lea lo que se me ocurre y me sienta bien darle forma de palabras, sólo si me prometes que no vas a intentar consolarme. 

No estudies, reza

Raif Badawi no es Charlie Hebdo. O sí, depende de si las portadas de los diarios y los lectores tienen interés en conocer otras víctimas de los creyentes, aunque éstas no sean europeas o americanas y aunque no tengan la tez blanca (o morena de esquiar y de tomar el sol en la playa) y sobretodo aunque Raif Badawi no haya sido asesinado por un grupo fundamentalista, sino condenado por apostasía a diez años de cárcel y a mil latigazos por un gobierno, el de Arabia Saudí. Podría ser peor incluso, pues Badawi se enfrenta ahora a la posibilidad de la pena de muerte y es que las autoridades musulmanas de la infame teocracia consideran que un adulto en su sano juicio no puede desafiar su credo. Ya me disculparán, pero a mi me parece precisamente lo contrario: que un adulto en su sano juicio no debería aceptar actos de fe. 

Aquí en España la transgresión al dogma religioso tendrá repercusiones menos graves para la vida pero igual de bochornosas para la salud de nuestra educación. No en vano, las resoluciones 1849 y 1850 publicadas en el BOE del 24 de febrero de este año y mediante las cuales se explicita el currículo de religión católica de Educación Primaria y Secundaria y Bachillerato, respectivamente, afirman que el alumno que decida estudiar religión deberá “reconocer la incapacidad de la persona para alcanzar por sí mismo la felicidad” ¡Ay del niño que sea feliz sin necesidad de rezarle a dios por la noche! Además, sabremos que el alumno progresa adecuadamente cuando “reconoce con asombro y se esfuerza por comprender el origen divino del cosmos y distingue que no proviene del caos y del azar” y “valora y agradece que Dios le ha creado para ser feliz”. Así, a los preuniversitarios que aprueben religión se les facilita una salida laboral inigualable en tiempos de crisis: el sacerdocio o el convento, pues con tales criterios de evaluación es difícil que no suspendan todas las materias científico-técnicas. Eso, o el alumno se vuelve un experto esquizofrénico que al tiempo que defiende en los exámenes de una asignatura el diseño inteligente, en otros desarrolla la teoría de la evolución.

Cuando la religión empieza a salir de las iglesias y los planes de estudios de nuestros colegios contemplan asignaturas opcionales que en vez de enseñar a pensar hacen todo lo contrario, adoctrinan y convierten en disciplina académica cuentos de hadas, quién garantiza que casos como el de Raif Badawi no se den aquí en el futuro. Yo, en nombre de la libertad religiosa y de la aconfesionalidad del estado - que no de su laicismo - voy a reclamar, como los musulmanes que ya tienen una - la 12886 publicada en el BOE del 11 de diciembre de 2014 -, una disposición para la enseñanza del Pastafarismo, una religión paródica que surgió el año 2005 en EEUU para denunciar la difusión del creacionismo en las escuelas. De tener que quedarme con alguna, no lo dudo, pues la creencia central dicta que el Monstruo del Espagueti Volador creó el universo después de emborracharse, lo que al menos explicaría las imperfecciones de un mundo que se supone obra de dios. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 6 de marzo de 2015

viernes, 27 de febrero de 2015

Soy adivina de las buenas

Tienes la necesidad de que otras personas te quieran y admiren, y sin embargo eres crítico contigo mismo. Aunque tienes algunas debilidades en tu personalidad, generalmente eres capaz de compensarlas. Tienes una considerable capacidad sin usar que no has aprovechado. Disciplinado y controlado hacia afuera, tiendes a ser preocupado e inseguro por dentro. A veces tienes serias dudas sobre si has obrado bien o tomado las decisiones correctas. Prefieres una cierta cantidad de cambios y variedad y te sientes defraudado cuando te ves rodeado de restricciones y limitaciones. También estás orgulloso de ser un pensador independiente y de no aceptar las afirmaciones de los otros sin pruebas suficientes. Pero encuentras poco sabio el ser muy franco en revelarte a los otros. A veces eres extrovertido, afable, y sociable, mientras que otras veces eres introvertido, precavido y reservado. Algunas de tus aspiraciones tienden a ser bastante irreales.”

¿Te describe lo dicho anteriormente? Lo más probable es que estés asintiendo entusiasmado y te preguntes como he podido saber todo eso de ti sin conocerte. La verdad es que no me hace falta y no porque tenga poderes sino porque me aprovecho de tus prejuicios cognitivos. En 1948, el psicólogo Bertram R. Forer dio a sus estudiantes un test de personalidad ficticio, puesto que a todos les ofreció una misma descripción indistintamente de los resultados - la que encabeza este artículo - y les pidió que valoraran del 0 al 5 la exactitud de lo expuesto. El promedio de la valoración fue 4.26 (85% de precisión), una cifra que sigue siendo válida hoy en día porque el experimento se ha replicado numerosas veces desde entonces entre estudiantes universitarios con los mismos resultados. Así, el efecto Forer - o el efecto de validación subjetiva - explica porqué hay tanta gente que sale de la consulta del astrólogo, quiromántico, grafólogo u otro terapeuta pseudocientífico que supuestamente lea su carácter, satisfecho y sintiendo que lo han retratado profundamente, ¡si ni usted mismo hubiera sido capaz de expresarlo con tanto detalle! 

El efecto Forer - también llamado efecto Barnum en honor al cirquero P. T. Barnum como maestro de la manipulación psicológica - funciona porque somos crédulos y vanidosos y porque tendemos a aceptar declaraciones cuestionables y hasta falsas de nosotros mismos si son halagadoras. Si además de la enumeración de atributos positivos, el sujeto cree que el análisis se aplica sólo a él (por ejemplo si hubiera puesto su nombre al inicio) y cree en la autoridad del evaluador (porque sale en la televisión, por ejemplo) entonces la eficacia del efecto se acentúa y los charlatanes podrán luego seguir cobrándole nuevas visitas o llamadas telefónicas. Tampoco se le habrá pasado por alto que las afirmaciones de la descripción mágica son lo suficientemente vagas para que cualquiera pudiera verse identificado, lo que quizás esté doliéndole en el alma, ahora que se da cuenta de que no es tan original y único como usted pensaba. La próxima vez que piense leer el horóscopo, deténgase y mejor coja un libro sobre escepticismo de la biblioteca. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 27 de febrero de 2015

viernes, 20 de febrero de 2015

Biberones de Coca Cola

Es probable que tus hijos tengan una esperanza de vida menor que la tuya, hasta de diez años menos, aunque con un poco de suerte, no los verás morir. Es duro pero quizás estés a tiempo de remediarlo y de una forma más simple de lo que parece, pues no se trata de que tu niño vaya acompañado de un guardaespaldas por si acaso lo matan, porque los asesinos de los que hablo son minúsculos y silenciosos, aunque todo depende del tamaño del michelín. Y es que, según los estándares de la OMS, más del 40% de los niños españoles tiene sobrepeso u obesidad y, ahora viene lo peor, la mayoría de las primeras causas de muerte en el mundo industrializado están directamente relacionadas con ello: enfermedades cardiovasculares, algunos cánceres y diabetes. Asusta, ¿verdad? Debería, porque además España va a la cabeza de Europa. Si no estamos poniendo Coca Cola u otros refrescos en los biberones de niños menores de un año es porque Brasil nos queda lejos, al menos geográficamente, allí el 56% de los bebés consumen sodas regularmente. A punto de llorar estuve cuando lo vi ayer en el documental “Más allá del peso”, que les recomiendo vean esta noche mismo, porque mañana estarán comprando fruta en vez de donuts o cruasanes, aunque estos ya se vendan tan baratos y nos acosen por todas las panaderías del centro - que mantienen su particular guerra de precios -, que caigamos nosotros también heridos por las balas de grasa y azúcar. 

Pero no es justo responsabilizar a los padres de los quilos de sus niños, ¡tan hermosos! dice la cultura, ¡tan ricos! dice la sociedad, porque no es lo mismo ir con productos procesados al colegio, con sus envoltorios de colores y personajes famosos impresos en ellos, que ir con una fruta o un bocadillo envuelto en un feo papel de plata. Cuando a la salida del supermercado, un popular divulgador alimentario explicó a los padres que los Actimels y otras bebidas lácteas similares no ayudan al normal funcionamiento del sistema inmunitario por el conocido L-casei sino por la vitamina B6, y que ésta se encuentra 3 veces más en un sólo plátano, los padres respondieron que, aún así, no iban a ser sus hijos los que parecieran pobres. Mientras la regulación no sea más coherente con la epidemiología y existan locales de comida - me niego a llamarlos restaurantes - que parezcan parques de atracciones, y a los niños les protejamos de ellos mismos prohibiéndoles el acceso al tabaco y al alcohol, pero no a lo que verdaderamente les está matando - también psicológicamente mediante poca disciplina, baja resistencia a la frustración y una nefasta autoimagen -, entonces ciertamente los padres no podrán ganar la batalla y sus hijos seguirán al cuidado de niñeras graduadas en las mejores universidades de márqueting. 

Dice Sabina que “para que sus allegados, condenados a un ingrato futuro, no sufran lo que ha sufrido, ha decidido no dejarles ni un duro”, puede seguir el ejemplo si quiere, pero déjeles un buen testamento en conocimientos y hábitos: que no se mueran si no es necesario. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 20 de febrero de 2015

viernes, 13 de febrero de 2015

No te fíes de lo que piensas

Pensar bien no es fácil. Nuestra mente, como nuestro cuerpo, está lleno de compromisos, de manera que desatiende alguno en mayor o menor medida y suele ser el que le parece menos urgente. Siendo así, y desconfiando de nosotros mismos, la evolución potenció sus propias estrategias mentales a fin de que llegáramos a la conclusión que le interesara. En otras palabras, muchas veces pensamos mal porque nuestras circunvoluciones cerebrales nos llevan por atajos que al final acaban en callejones. El descuento hiperbólico es un buen ejemplo. Se dice que somos más proclives a descontar los beneficios de una recompensa si se da en el futuro y preferimos el premio inmediato, aunque sea de menor valía. La evolución nos ha dotado de una tendencia a favorecer el hoy antes que el mañana, pues en el pasado cualquier recurso podía representar una ventaja significativa en la lucha por la supervivencia que, además, no estaba para nada asegurada. ¿De qué le sirve a un muerto recibir más que cuando vivía? 

Esta es sólo la mitad de la historia, y hasta ahora sólo hemos explicado el modelo del descuento exponencial que, como ven, es clave en nuestro comportamiento económico - en las apuestas, compras y en la selección de productos financieros como planes de pensiones - pero también en la procastinación, adicción o dietas para perder peso. En definitiva, tratamos de equilibrar el conflicto que se genera entre el corto y el largo plazo, no siempre con éxito. Muchos estudiantes universitarios, en una época en la que el Carpe Diem se practica en las discotecas se plantean dejar los estudios porque no ven que su recompensa futura, ser licenciado, sea equiparable a la de una noche más de fiesta. Con el modelo del descuento hiperbólico el sesgo que impone el presente todavía se hace más visible. Así, si yo le pregunto: ¿Qué prefiere 50 € hoy o 100 € dentro de un año?, usted probablemente escoja recibir los 50 € hoy. Si luego le pregunto: ¿Qué prefiere 50 € dentro de cinco años o 100 € dentro de seis? y me responde que prefiere los 100 €, estará tomando decisiones inconsistentes pues aunque el intervalo de espera es el mismo - un año -, no lo acepta en igual medida. Huelga decir que estas divergencias pueden tener consecuencias perversas en la vida diaria.

Por tanto, este tipo de experimentos, que evalúan la gratificación inmediata versus la gratificación diferida, podrían resultar indicadores de inteligencia y autocontrol. También de emoción, claro, porque parece que los que más se apasionan menos capaces son de esperar. De nuevo, no es un error evolutivo, al cuerpo le interesa empujarnos de cualquier modo a asegurarnos el presente y para ello tiene un buen arsenal de armas en el sistema límbico: en el pasado tenían buena puntería pero hoy pueden errar el tiro y herirnos. ¿O a caso nadie de ustedes se ha enamorado de quien no debiera? Ya ven. Tampoco se fíen de lo que sienten.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de febrero de 2015

lunes, 9 de febrero de 2015

Crónicas mágicas desde Terrassa V


Érase una vez, hace muchísimos años, antes de que aterrizara un marciano en Terrassa y después de que apareciera un Triceratops que huyó un triste día de Carnaval, una gaviota perdida se posó en medio de la Plaça Vella que, entonces como ahora, estaba llena de palomas que picoteaban migas de pan y de croissant. La gaviota, de plumas blancas, se había perdido cuando intentaba ir de Barcelona a Tossa de Mar para ver a sus primas, que tenían un nidito muy acogedor  en una roca con vistas al castillo. No solía viajar sola, pero ese día su marido había preferido quedarse en el Maremagnum aprovechando el aluvión de turistas japoneses que  visitaban la zona. Los japoneses siempre pagaban bien por las fotografías y sus galletitas con algas tenían un rico sabor a pez. 

Por eso Linda, que así se llamaba la gaviota, se sintió intranquila en medio de la ciudad en la que no había rastros de arena de playa. Las palomas de su alrededor se fijaron en lo insólito de la visita de un pájaro del litoral y, asustadas, le preguntaron si es que Terrassa se había mudado a una isla en medio del mar y ellas no se habían percatado. Antes de que Linda respondiera, otras palomas ya estaban imaginando que en poco tiempo empezarían a crecer cocoteros en la Rambla y los náufragos que llegaran a Terrassa no traerían un triste mendrugo encima. Linda apaciguó el ambiente respondiendo que la ciudad seguía en su sitio, era ella la que se había perdido. Cuando les explicó su situación y les preguntó qué dirección debía seguir para ir a Tossa de Mar ninguna le supo responder porque no habían ido más allá de la Plaça del Progrés. 

A punto estuvo Linda de volver a Barcelona y olvidar la excursión al nidito de sus primas, pero entonces llegó Guillermo y la salvó. Guillermo tenía ocho años y unas zapatillas con ruedines. Patinaba por la Plaça Vella como si estuviera encima de una pista de hielo. De repente se dio cuenta de que algo pasaba y todavía no sabía si era bueno o malo porque las palomas hablaban muy bajito, aunque ya de lejos distinguió una gaviota, de plumas blancas, que no había visto nunca antes por allí y que le recordaba mucho a las que sobrevolaban el pueblo donde él veraneaba. Guillermo se acercó a curiosear cuando oyó que la gaviota se lamentaba de que ni las palomas ni los gorriones supieran indicarle cómo ir a Tossa y en cambio trataran de convencerla de que fuera al Parque de Vallparadís que a falta de mar, tenía una piscina. Al llegar el niño deslizándose sobre sus zapatillas Linda aleteó por miedo a que le pisara, pero Guillermo frenó a tiempo y además resultó saber cómo se llegaba a Tossa de Mar porque sus padres tenían un apartamento en la calle Sant Ramon de Penyafort. Cuando Guillermo empezó a darle las indicaciones, Linda otra vez se desanimó, no entendía nada de lo que le contaba: carreteras, autopistas, salidas, peajes... Ella sólo conocía los caminos del cielo. 

Entonces el niño tuvo una idea, ¿y si le acompañaba en su vuelo? De nuevo, Linda estaba confusa ¿a caso en Terrassa los niños tenían alas? ¿O es que todos sus habitantes estaban un poco locos? Nada de eso, porque resultó que Guillermo era un niño plegable, como las bicicletas, que podía hacerse más pequeño de lo que ya era, tanto que el lomo de Linda se convertía para él en un cómodo asiento desde donde pilotar al ave. Ese día Linda pudo ver a sus primas y Guillermo bañarse en la Mar Menuda. Secó su cuerpo con el viento de vuelta a Terrassa. Linda lo dejaría caer a la altura de la calle Sant Pere sin temor a que se hiciera daño porque el niño le había asegurado que los adoquines eran elásticos - de ahí que los transeúntes del barrio parecieran saltar sobre un castillo hinchable cuando caminaban. Ya en Barcelona, la gaviota no pudo convencer a su marido de lo ocurrido, él que se había aburrido mucho porque los turistas japoneses habían preferido ir al Park Güell.

sábado, 7 de febrero de 2015

Crónicas mágicas desde Terrassa IV

Érase una vez, hace muchísimos años, cuando Terrassa no era como ahora y sólo había niñas y niños correteando por las calles porque los padres vivían en Sabadell y los abuelos en Matadepera y en todas las tiendas de la ciudad de Egara, fueran ferreterías o fruterías, se vendían muñecas, pelotas, cuentos y donuts de chocolate que traían cromos que nunca salían repetidos, un dinosaurio que había sobrevivido a la extinción del Cretácico-Terciario apareció de repente en la entrada del único colegio de la ciudad, en el que otros niños y niñas jugaban a hacer de profesores. Cuando a la hora de salir de la escuela los alumnos se encontraron con el imponente Triceratops ninguno se asustó o se puso a llorar, al contrario, todos echaron a correr a su encuentro y no tardaron ni dos minutos en subirse al lomo que tan grande como era podía dar asiento a toda la clase de cuarto de primaria. Otros niños y niñas se acercaron entusiasmados, intentaban comunicarse con él hablándole en diferentes idiomas, probaron con el catalán, con el castellano, con el poco inglés que chapurreaban y con la jerigonza que usaban cuando no querían que los mayores les entendieran. Le dijeron: Hopolapa dipinoposaupauropo, eperespe muypuy boponipitopo. Y también: Tepe queperepemospo, quepedapatepe conpo noposopotrospo. El dinosaurio no decía nada, pero abría y cerraba la boca como si quisiera contestarles que él también estaba muy contento y, al hacerlo los niños podían ver sus enormes dientes y su lengua carnosa, y olían su aliento que tenía aroma a manzanilla, porque el Triceratops se había dado un atracón de margaritas. 

Media hora más tarde el dinosaurio tenia el cuerno del hocico pintarrajeado con rotuladores y ceras de distintos colores. Como no había ningún adulto cerca, los niños estuvieron toda la tarde tirándole de la cola al Triceratops, escondiéndose entre sus enormes patas y llevándole toda clase de comidas, por si tuviera hambre. Un niño impaciente que no quiso acompañar al resto a buscar helado probó a ofrecerle plastilina  verde que le había sobrado de la clase de manualidades. El Triceratops se la comió pensando que era una hoja de lechuga. Al caer la tarde los niños empezaron a tener frío, sabían que debían irse a sus casas si no querían congelarse, pero no querían dejar a su nuevo amigo, por eso decidieron hacer una cabaña que los cobijara a todos. Trajeron mantas y cojines de sus casas y con unas cuantas cuerdas tendieron las telas por encima y alrededor del Triceratops, de manera que el dinosaurio parecía estar dentro de una carpa de circo. Así pasaron la primera noche, el Triceratops temeroso de moverse y pisar un niño. 

Una semana más tarde el dinosaurio ya respondía al nombre que le habían puesto los mini-habitantes de Terrassa. Así, Ernesto atendía a todos los niños cuando le llamaban y había aprendido a sentarse y a ofrecer la pata derecha delantera. Cuando lo hacía los niños lo premiaban con lechuga de verdad, aunque el pillín impaciente siguiera dándole plastilina, ya sin disimulo, de color rojo, azul y amarillo. Ernesto disfrutaba de las caricias y de los abrazos de los niños que lo querían más que a sus coches teledirigidos y que a sus álbumes de cromos de Panrico. Pero ni el dinosaurio ni los niños sabían que algo terrible estaba a punto de ocurrir, porque nadie pensó que el día de Carnaval sería una amenaza, tampoco el niño al que se le ocurrió que sería una buena idea darle una sorpresa a Ernesto disfrazándose de Tirannosaurus Rex. Quién le iba a reprochar al pobre no saber que el Triceratops vivía atemorizado por los Tirannosaurus que, aunque ya no existían, le habían dejado una profunda impresión cuando siendo él pequeño, en pleno Jurásico, uno estuvo a punto de morderle. Por eso el día de Carnaval, en plena fiesta, Ernesto no reconoció al niño que estaba debajo del disfraz, y las fauces del falso Tirannosaurus le parecieron muy reales, aunque estuvieran hechas con cartulina. Ernesto corrió dirección a Barcelona tan rápido como le permitieron sus robustas patas y su estómago repleto de lechuga, helado y plastilina. 

Fue así como el único dinosaurio que había sobrevivido a la extinción del Cretácico-Terciario y que, además, había pasado por Terrassa desapareció para siempre, dejando a los niños tristes y aburridos. Años más tarde recuperarían la ilusión cuando un marciano aterrizaría justo en el lugar en el que tiempo antes había aparecido el dinosaurio. Pero esa es otra historia...

El niño al que no le gustaban los cuentos


Había una vez un niño que no escuchaba los cuentos que su mamá le contaba. Siempre que ella abría un libro, por ejemplo el de Cuentos para jugar de Gianni Rodari, el niño iba deslizándose disimuladamente por la alfombra en dirección a la puerta de la habitación. Aprovechaba las palabras largas en que la madre prestaba más atención todavía al texto, de manera que no alzara la vista de la página, para ir alejándose y, con suerte, estar fuera del alcance del cuento antes de que éste acabara. Se sabía de memoria los inicios de todas las historias de Andersen y de los hermanos Grimm, por supuesto también las del italiano Rodari. No sabía si Caperucita moría en el camino devorada por el lobo, no sabía que Blancanieves conocería a los siete enanitos ni tampoco que Cenicienta perdería un zapato de cristal. En su mente Pulgarcito nunca nació, porque sólo conoció la judía que lo engendraba, y vivía feliz ignorando que a los hermanos Hansel y Grettel, después de encontrar la casa hecha de golosinas, los secuestraba una bruja caníbal.

Cuando la madre, absorta en el cuento, pronunciaba la última palabra de la historia se encontraba sola, sentada en la mecedora: otra vez su hijo se había escapado y no entendía cómo el niño no disfrutaba de los cuentos que ella le narraba hasta con voces distintas para cada personaje; para Campanilla, además, utilizaba un pequeño timbre de hotel después de cada frase, creía que así podría mantener la atención del niño y de hecho así era, porque aunque él ya estuviera lejos de la habitación, cada vez que oía el timbre volvía creyéndose que lo llamaba, pero cuando se percataba de que otra vez el cuento de Peter Pan lo había engañado y de que su madre no quería en realidad jugar con él, se escapaba de nuevo subrepticiamente, tan pronto ella entonaba la voz de Wendy o del Capitán Garfio. 

La madre estaba desesperada, se temía lo peor: que de grande su niño no apreciara la lectura, lo único por lo que ella podía dejar de lado otra de sus mayores aficiones, jugar con su casita de muñecas. Al poco rato se consolaba pensando que el niño todavía era pequeño, que era normal que se distrajera y prefiriera corretear por la casa detrás de una pelota. Así era, el niño, que en realidad era un perro y se llamaba Dr. Slump, mordisqueaba su juguete a salvo de su madre loca.

viernes, 6 de febrero de 2015

Si Darwin me dice ven, lo dejo todo

12 de febrero. No me he equivocado ni me he desenamorado de mi marido. Sé que el 14 es San Valentín además del cumpleaños de mi perro. Dicho esto, la semana que viene se presenta con triple celebración porque el jueves es el Día Internacional de Darwin y como antropóloga debo rendir pleitesía a quien además se ha convertido en una figura que me  inspira y me ronda de forma omnipresente ya sea porque no paro de leerlo sobre el papel, ya sea porque sus ideas emergen de mi entorno naturalmente, pues me he especializado en descubrir el peso de su teoría en todo aquello que me rodea. Soy como una mujer robótica que detecta los rastros del pasado una vez que mis ojos se posan sobre el entorno, y en la pantalla de mi mente se acumulan letreritos en negro, que surgen como burbujas de las cosas, en donde pone escrito EVOLUCIÓN. Los veo en la cafetería, en el supermercado, en la peluquería y hasta en anuncios en la televisión, porque los buenos publicistas saben que nuestro comportamiento y nuestras decisiones no tienen tanto apoyo en el libre albedrío como en estructuras químicas, fisiológicas y mentales que se construyeron en tiempos ancestrales. Habrá quien piense que empieza a ser grave y que tales alucinaciones deberían tratarse, yo en cambio me considero poseedora de un don extraordinario que aprovecharé la semana que viene en la conferencia que imparto sobre evolución aplicada a la alimentación, y en la que descubriremos hasta qué punto es culpa de nuestro cuerpo paleolítico la epidemia de obesidad y el trastorno de diabetes tipo II, qué papel jugó el fuego en nuestra dieta y si lo mejor sería que comiéramos como el hombre de Cromañón. 

Charles Robert Darwin, nacido el 12 de febrero de 1809, embarcó en el HMS Beagle el 27 de diciembre de 1831 como un hombre de fe - estaba estudiando para ordenarse pastor anglicano - y llegaría a Inglaterra cinco años más tarde como un científico que revolucionaría las ideas que el ser humano tenía de sí mismo y del mundo. Publicaría su teoría en 1859. Las 1.250 copias del libro, titulado “El origen de las especies por medio de la selección natural”, se vendieron el mismo día que llegaron a las librerías. No todos recibirían sus ideas con los brazos abiertos, ha quedado para la posteridad el famoso debate que el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, mantuvo con uno de los grandes defensores de Darwin, Thomas Huxley, de quien se dice que cuando el obispo le preguntó con sorna si fue a través de su abuelo o de su abuela la reivindicada descendencia del mono, le respondió: “Preferiría tener a un miserable mono por abuelo que a un hombre altamente dotado por la naturaleza, y dueño de grandes influencias, y, que emplea esas facultades e influencias para el mero placer de introducir el ridículo en una discusión científica”. Las malas lenguas dicen que después de tal declaración de principios, una dama se desmayó en la sala. Por suerte para Wilberforce no venimos del mono, aunque para su desgracia, supongo, sepamos ya, sin lugar a dudas, que somos primos cercanos.


El 12 de febrero se celebra la valentía intelectual, la curiosidad permanente y el hambre por descubrir la verdad. Estás invitado.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 6 de febrero de 2015

martes, 20 de enero de 2015

Los transbordos son psicotécnicos

Me encantan los trenes. Odio las estaciones. Disfruto los viajes largos en los que no hay transbordos. Puedo estar tres horas en un vagón, sentadita, calladita, mirando por la ventana, sabiendo que estoy en el lugar adecuado y no temiendo haberme equivocado cogiendo el tren en el sentido contrario. 

Detesto los viajes cortos con paradas recurrentes, en las que al abandonar los raíles hay escaleras mecánicas, túneles y paredes con baldosas que parecen de baño, llenas de graffittis, carteles por todos lados en los que pone lo mismo pero al revés y yo desorientada ya no sé si vengo del o voy al Tibidabo. 

Me angustia verme perdida, rodeada de gente que sí sabe a dónde va y que debe pensar que soy una pueblerina, y por no atreverme a preguntar asumo subirme al tren sin estar segura, porque ha venido uno y está delante de mi y tengo que decidirme rápido, se me acelera el corazón, las alarmas que indican que las puertas se cierran están a punto de sonar, subo por si acaso: me reventaría pensar que dejo pasar el tren apropiado, eso me haría sentir mucho más tonta que coger uno incorrecto. Dentro voy pendiente en todo momento de las lucecitas rojas intermitentes que marcan las próximas paradas, incrédula hasta no ver la mía y finalmente fascinada de haber sido capaz de salir del laberinto del inframundo urbano. En la calle, luz. 

viernes, 16 de enero de 2015

Convencidos pero equivocados

Esta semana me tocó ser un poco mala. Tuve que compartir un video de Mauricio Schwarz y quien lo conoce sabe que es tan inteligente como descarado. A mi su exasperación me parece graciosa, tiene un punto de monologuista que no le resta autoridad porque son sus argumentos los que, nunca peor dicho siendo él ateo, van a misa. En cualquier caso, compartí su video porque lo encontré la mejor explicación a otro video viral: el de un señor mayor que raspaba unas manzanas y se preguntaba en un tono sospechosamente confirmatorio si las empresas o el gobierno nos estaba dando a comer veneno. Si ustedes también han visto el video y se asustaron, no teman: no estamos ante la manzana de Blancanieves sino, como mucho, ante la de Eva, que es tóxica porque transmite ignorancia. 

El problema, en mi caso, surge cuando otra parte de mis contactos son vegetarianos que se sienten más inclinados a creer al señor que raspa manzanas porque critica la industria alimentaria y, de paso, le da un aire de luchador antisistema que le convierte en amigo de su causa porque es enemigo de algunos otros antagonistas comunes. Siendo yo también vegetariana me apena tener que llevarles la contraria, pero es que decidir no comer animales y apostar por una alimentación sostenible a nivel mediambiental y más justa a nivel social no anula mi capacidad de reflexión ni me convierte en una persona sin criterio en el mundo nutricional. Eso mismo debe pensar el  autor de la página “Veganismo escéptico” en la que difunde la importancia de la divulgación del pensamiento científico, también o sobretodo, entre la comunidad vegana. Y es que los vegetarianos y veganos deben estar más alerta que los omnívoros en lo que se refiere a la adopción de otras cuestiones por filiación animalista, mediambiental, ética o crítica con el paradigma imperante porque de otro modo pueden acabar pervirtiendo su más que bien razonada pauta dietética con ideas que los hacen igual de imprudentes que los que comen carne. Al fin y al cabo si de lo que se trata es de decidir bien, tan malo es ser vegetariano y tragarse las mentiras de las conspiraciones como ser un omnívoro convencido de que estamos obligados a comer animales.

Pero el vídeo de la manzana no habría ganado tantos simpatizantes si no fuera porque se puede estar muy convencido de algo pero tremendamente equivocado, como apunta el psicólogo social Thomas Gilovich. El famoso test de reflexión cognitiva da cuenta de ello. Respondan sin dar muchos rodeos: 1. Un bolígrafo y un bloc cuestan 1,10 euros en total. El bolígrafo cuesta un euro más que el bloc. ¿Cuánto cuesta el bloc? 2. Si cinco máquinas tardan cinco minutos en hacer cinco aparatos, ¿cuánto tiempo tardarían cien máquinas en hacer cien aparatos? 3. En un lago hay un rodal de nenúfares. Cada día, el tamaño del rodal se dobla. Si el rodal tarda cuarenta y ocho días en cubrir todo el lago, ¿cuánto tardaría en cubrir la mitad? Las respuestas aquí la próxima semana o en mi blog esta misma tarde.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 16 de enero de 2015

Respuestas al TRC: 
1) 0,05 €
2) 5 minutos
3) 47 días


viernes, 9 de enero de 2015

Cuando el crimen es creer

Doce muertes para vengar la caricatura del profeta de una religión pacífica, según dicen aquellos que creen en la existencia de un islam moderado. No todos los musulmanes son asesinos, declaran en defensa de la libertad religiosa los cristianos que recuerdan avergonzados la Inquisición o las Cruzadas, los judíos descendientes de los que ordenaron la crucifixión de Jesús o los hindúes y hasta budistas que también cargan con un pasado violento. Según ellos, no es justo condenar un credo por unos pocos terroristas que lo instrumentalizan para sus propios fines, más relacionados con la vida terrenal que con la espiritual. Pocos se atreven ya a llamarlos lo que son, fundamentalistas musulmanes que como la misma palabra indica, siguen estrictamente lo que dice el Corán, integristas que defienden la observancia de su libro sagrado en su pureza más rigurosa. De nuevo los creyentes que se sienten amenazados alegan que las escrituras se malinterpretan, aunque a mi me cuesta aceptar que se pueda malentender la literalidad de algunos pasajes del Corán que animan a una Guerra Santa, amparada por la ley islámica, donde se llama a masacrar a los infieles porque la muerte de éstos es menos grave que la oposición a sus creencias (Corán 2:191). Ciertamente la Biblia no está libre de pecado, nunca mejor dicho, y aunque suene a blasfemia, hay pasajes dignos del diario de un psicópata.

Maquillamos la realidad porque la corrección política nos impide reconocer que, en el fondo, estamos acusando a unos hombres que han cometido un único crimen: creer ciegamente en su Dios. Estamos condenando su devoción al tiempo que se convierten en mártires dentro de su comunidad que los ven como los cristianos ven a un Abraham parricida frustrado (Génesis 22:11) o a un David asesino de filisteos y mutilador de sus prepucios (Samuel 18:25-27). Los ven quizás como miembros importantes que siguen la historia de su religión de una manera que ellos no se atreverían a materializar - cuántos musulmanes matarían con sus propias manos - pero que de algún modo acepta que los ofensores de Mahoma merecen un castigo. De no ser así, no se estarían tomando su religión en serio, al fin y al cabo serían como los llamados cristianos que no saben cuáles son los diez mandamientos - el primero de los cuales, también es “peligroso”, no en vano exhorta a amar a Dios sobre todas las cosas, aunque ya me imagino que muchos dirán que “cosas” no incluye a las “personas”.

Por eso pienso que lo mejor que nos puede pasar es vivir en un mundo de descreídos que se bautizan y comulgan como rito de paso pero que no darían su vida  o quitarían la de otros por defender sus dogmas. Todavía mejor si viviéramos en un mundo de escépticos y agnósticos que usaran su cabeza para pensar y razonar con criterio y no para sostener cualquier fe. Por mucho menos cualquier otra institución no religiosa hoy estaría prohibida por violar los derechos humanos, aunque algunos de los prosélitos fueran hombres y mujeres correctos, se asumiría el riesgo de que en sus estatutos se hiciera apología de la brutalidad contra el otro - pues la religión como sistema de valores sólo es válida dentro de su seno. ¿De verdad hay que hacer excepciones con las religiones solo porque son parte de nuestra cultura? Yo de ser creyente temblaría sabiendo que este argumento ya está casi muerto en los debates sobre la tauromaquia...

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 9 de enero de 2015

viernes, 19 de diciembre de 2014

Matriarcado navideño

Este artículo no es apto para menores. Es mejor que se enteren de que Santa Claus y los Tres Reyes Magos no existen porque algún otro niño se lo cuente a la hora de patio o porque algún descuido familiar delate que los regalos se compran en la juguetería. Yo no le guardo rencor a quien fuera que me desvelara la mentira, ya ni me acuerdo, y no creo que nadie haya desarrollado un trauma por ello, aunque si este artículo fuera leído por algún niño y se enterara del engaño, muy probablemente serían los padres los que se molestaran conmigo, así que insisto, no dejen esta página al alcance de sus hijos.

Yo lo que nunca me creí es lo del Tió. Podía llegar a asumir que seres humanos volaran encima de renos o cruzaran Oriente Medio en sus camellos pero que un tronco comiera naranjas y defecara muñecas me parecía muy raro. Eso mismo les debió parecer a unos amigos americanos cuando les tuve que explicar la tradición, más aún cuando el pobre trozo de árbol estreñido sólo evacua cuando se le pega con un palo.

Lo de Papa Noel me lo creí hasta quién sabe cuándo, mi madre quizás se acuerda, era ella quien me amenazaba con llamarlo si no me portaba bien. Mi madre que este domingo cumple años y ni aunque dijera cuántos la gente los adivinaría, porque siempre ha sido la guapa de la familia. Yo de pequeña ya estaba acostumbrada a que pensaran que era una hermana, lo que no es extraño, porque a mi siempre me hacen más vieja de lo debido. Creo que tendré que cambiar mi vestuario, según mi marido parezco salida del Renacimiento, y en eso también suele estar de acuerdo mi madre, ella que puede considerarse experta en moda visto su armario, que crece como una planta exuberante y ha llegado a invadir las habitaciones que mi hermana y yo ocupábamos en casa. Yo confieso que me sigue acompañando a comprar ropa y que más del 50% de lo que suelo llevar puesto ha sido o bien adquirido honradamente gracias a sus consejos o bien sustraído indecentemente de sus cajones. La mayoría de veces no me pide que se lo devuelva. Creo que ella ya compra sabiendo que perderá algunas piezas por el camino, igual que sabe cuando cocina que si pone un poco más se lo podrá llevar a su hija, que ha sido tan torpe como para tardar 30 años en apreciar sus fideos y su estofado de patatas. Y ya acabando este párrafo en honor a ella, que sepa que la echo de menos cuando miro los capítulos de CSI y también cuando ante el televisor se ríe como una niña de las bromas que a mi no me hacen gracia - no soporto a Mr. Bean - pero hace incuestionable lo afortunados que somos, mi hermana, nuestro padre y yo, de tener a alguien tan alegre a nuestro lado.

Navidad de nuevo. Me gusta aunque rememore imágenes tristes, como la del día que descubrí que mi abuela llevaba peluca porque tenía cáncer. Yo solía ir por la noche a su habitación, ese día en la televisión hacían “Marcelino Pan y Vino”. Entré sin llamar, ella estaba en la cama a oscuras, el reflejo de la pantalla brillaba en su cara y en su cabeza calvita, me asusté. Cerré la puerta y me fui a dormir y al día siguiente pensé que lo había soñado, pero meses más tarde supe que no fue así. Feliz navidad para ti también, yaya.

Publicado en el Diari de Terrassa el 19 de diciembre de 2014

miércoles, 17 de diciembre de 2014

¿Sigue evolucionando el ser humano?

¿Sigue evolucionando el ser humano? Me temo que es una pregunta difícil de contestar en tan poco espacio sin caer en lugares comunes (por cierto, si no han visto la película Lugares comunes de Aristarain, reserven tiempo estas navidades, es deliciosa). Sé que muchos estarán ya pensando que el ser humano lo que verdaderamente ha hecho es involucionar, regresar a lo peor de sus instintos y que no hay ser vivo más nefasto en la  faz de la Tierra (bajo ella sí, si contamos con el diablo). Varios de mis colegas vegetarianos así lo creen y yo no me atrevo a entrar en sus debates porque sé que es una batalla perdida: su sentimentalismo les puede.

Yo también soy de las que se indigna cuando lee que un burro de cinco meses ha muerto porque un señor de 150 kilos se montó encima y a veces reprimo la ternura ante animales domésticos porque sé que la gente a mi alrededor pensará que no se corresponde con los arrumacos que le brindo a los niños pequeños desconocidos, que no despiertan en mi tanto cariño. Ya lo he dicho. No obstante, estoy lejos de opinar que el ser humano es un monstruo, aunque cuando muestra sus tendencias animales, no olvidemos que, por tanto, no debe ser mucho mejor que ellos, de manera que tampoco vale ensalzarlos por encima nuestro, como hacen también algunos de mis amigos cuando comparten videos de cooperación animal intra o interespecífica, comentando lo mucho que tenemos que aprender de ellos. Yo me arriesgo a decir que esos vídeos nos sorprenden porque entendemos que lo que se muestra no es el comportamiento habitual, sino excepciones que, afortunadamente, entre humanos son la regla, pues desde que nos levantamos hasta que nos acostamos nos pasamos el día colaborando con nuestros congéneres: le abro la puerta al vecino, se le ha caído un papel, señora, cuidado nene que los coches aquí van muy rápido (ah, ¡si todos fuéramos en bicicleta!). ¿Lo ven? No somos tan malos.

En cualquier caso, este no es el objetivo del artículo, la pregunta es, ¿después de 200.000 años sigue Homo sapiens evolucionando como especie, de manera que, quizás dentro de miles de años, seamos ancestros de homo voladores (oh, ¡qué pena no vivir en el futuro!) u homo telepáticos? Pues parece ser que sí evolucionamos aunque los ejemplos que yo he puesto queden lejos de nuestro destino, en el que puede que seamos más gordos y más bajos (así lo sugiere un estudio en Framingham, Massachusetts, EEUU) pero también un poco androides, y eso ya es cosecha mía.

De los marcapasos y las prótesis de cadera a implantar chips telefónicos en la muñeca y Google Glasses en la retina sólo hay unos pocos años, llenos de debates acalorados en los que los detractores se quejarán de que nos estamos volviendo máquinas, y con razón, pero ¿a caso la primera herramienta tallada por Homo habilis (o Australopithecus garhi) no era también un órgano extrasomático que permitió que nuestros dientes no tuvieran que romperse al usarse de machete? No me voy a poner técnica, ya acabo, a mi lo que me preocupa es pensar en lo siguiente: ¿y si dentro de miles de años sólo hay mujeres tontas y feas tataranietas de mujeres actuales que son tontas y feas pero que son presumidas y tienen dinero y se lo gastan en ropa cara, en maquillajes y en operaciones estéticas, y por eso triunfan entre los hombres, que las escogen para tener niños que serán horribles, pobrecillos, porque la belleza de sus madres era postiza?

viernes, 12 de diciembre de 2014

No soy rica

Este pasado puente de diciembre me quedé en casa. Lo que yo no sabía era que no yéndome de viaje la gente haría una lectura concreta de mi estancia en Terrassa. Lo comento porque el domingo en Mercantic - un lugar obligado para los amantes de las antigüedades - un vendedor me dijo que, a pesar de la multitud de posibles clientes que rodeaban el recinto, los que quedábamos - los que no nos habíamos ido a esquiar o a la otra punta de Europa aprovechando los cuatro días de fiesta seguidos - éramos los pobres. Salvo excepciones, supongo que tenía razón porque tener un extenso álbum de fotografías nuestras alrededor del mundo es un bien de prestigio indiscutible. Antes de los viajes, y todavía, las joyas cumplían esta función, tanto como luego los artículos de marca. Marcas que forman parte de un lenguaje común que todos dominamos y que nos transmite sutil pero inequívocamente el estado financiero de sus porteadores. Por eso existen las falsificaciones y la gente las compra, pues es su manera de demostrar - si no los descubren - que poseen tanto dinero que lo pueden derrochar adquiriendo accesorios, es decir, objetos secundarios, no realmente necesarios, y además lujosos. Eso explica también que existan objetos casi vulgares de tan ostentosos, como ya lo son hoy las fundas de muelas bañadas en oro, y me imagino lo serán algún día las, por ejemplo, fundas de móvil con cristales de Swarovski. 

Pero, ¿quién querría despilfarrar el dinero en tonterías, a veces incluso, en perjuicio de otros bienes necesarios, si no fuera porque sabe que la exhibición de la riqueza abre puertas? Si esos mismos, y los que les siguen la corriente, supieran que están cayendo en la trampa de la falacia ad crumenam quizás invertirían su dinero de forma más lúcida. Según ésta, consideramos válidas las afirmaciones que hace el rico por serlo. ¿Cuántas veces han oído aquello de “si eres tan listo, ¿Cómo es que no eres rico?” o “este hombre no puede ser un estúpido, gana mucho dinero” o incluso “la nueva ley, es una buena ley, porque los que se oponen a ella son gente con pocos recursos económicos”?. Así, tener dinero es tener autoridad, aunque ficticia, porque la veracidad de un hecho o de una afirmación no depende de la persona que la realiza sino de las pruebas o argumentos que presenta. Los cristianos bíblicos y algunos grupos populistas, al contrario, caen en ad lazarum y piensan que la apelación a la pobreza otorga a sus emisores una carga de honestidad y virtuosismo y, por lo tanto, sus afirmaciones deben ser correctas.

Todo esto no pasaría si viviéramos en una sociedad recolectora, donde no hay estratificación social, donde el grupo es igualitario porque no pueden acumular nada, o hacerlo iría contra su estilo de vida, generalmente nómada. Yo que vivo en esta sociedad productora de la que, a pesar de todo, no reniego, también juego a tener bienes de prestigio, y me cuesta mostrarlos, no se crean, porque no se ven, ni se oyen, excepto cuando hablo mucho y se nota que yo lo que quiero es acumular conocimientos, pero sin quitárselos a usted, no se preocupe, pues lo bueno del saber es que ni ocupa lugar - mi piso da fe de ello - ni impide que otros también lo posean.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 12 de diciembre de 2014

Regalos pre-navideños

Diciembre, imposible no hablar de la navidad y quizás poco afortunado publicar que soy atea. Aún faltan 20 días y todavía es más bochornoso confesar que yo ya hace al menos una semana que decoré la casa, árbol de navidad incluido, pero es que este año los regalos también me llegan antes y de forma inesperada. Supongo que compensan el noviembre horrible - dos robos incluidos - en el que además constaté que me hago mayor después de ver un video sobre los swags, una tribu urbana de adolescentes unidos por una estética que mezcla el hiphop y el preppy con lo cani, es decir, lo cool con lo quillo, los integrantes de la cual sólo aspiran a hacerse famosos en Facebook colgando, entre otras, fotos de como bailan un reaggeton acelerado; por eso espero que entiendan que después de ver el reportaje, acabara pronunciando frases típicas de abuelo, desde el “yo ya no entiendo a los jóvenes” a “el mundo no tiene futuro si estos chavales son los que un día lo tienen que dirigir”. Cuando alguien empieza a hablar así definitivamente ya no puede obviar que pertenece al mundo de los adultos consumados, y ni las tradiciones infantiles, como la de abrir cada día ventanitas del calendario de adviento le sirvan para quitarse años. Aunque para ser honesta, quién sabe si mi estilo y mis gustos no sean menos excéntricos, a pesar de que estén menos mal vistos. Y ahí es cuando entran alguno de los regalos adelantados de esta navidad: toparme con la película The Man from Earth, disponible en internet, y con la serie Sherlock. Con la primera descubrí que como futura antropóloga quizás encuentre trabajo en el mundo de la ciencia ficción, con la segunda que hay vida después de Breaking Bad.

Pero no se asusten, no me estoy volviendo teleadicta, aunque algunas noches quisiera poder engancharme delante de la pantalla - una más lejana que la del teléfono y el ordenador - y disfrutar del espectáculo. Pasa pocas veces, algunos sábados por la noche, en el debate de la Sexta, cuando Inda hace de malo y dice cosas tan estúpidas que consigue que su semejante ideológico, Marhuenda, me caiga bien. Qué odiosas, pero necesarias, son las comparaciones, de otra forma cómo entenderíamos el mundo sin tener puntos de referencia. Eso vale para las chicas que cuando salen a la discoteca siempre tienen una amiga más alta y más rubia y para los hombres que cuando salen a ligar siempre tienen a su lado a un amigo que, igual de gracioso que él, sabe cuando callarse para no resultar pesado. Como escribí hace aproximadamente un mes, es importante escoger bien la compañía, no fuera a ser que la mala nos llevara por el camino incorrecto y la excelsa nos apartara a un lado y entre unos y otros nos convirtiéramos en unos mediocres. Aunque no es fácil rodearse de gente más inteligente y más valiosa que uno mismo, primero porque el sesgo cognitivo nos impide reconocerlos y segundo porque el orgullo dificulta estar con ellos en una misma habitación. Fíjense que pienso que éste es precisamente el problema de muchas parejas, que se enamoran porque admiran al otro y se desenamoran porque no pueden soportar la competencia. Afortunadamente no es mi caso, yo que tengo claro que mi marido es mejor que yo en muchos sentidos, pero que juntos valemos aún más.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 5 de diciembre de 2014