sábado, 28 de septiembre de 2013

Cuando estoy mal escribo, cuando estoy bien hablo

Cuando estoy mal escribo, cuando estoy bien hablo. A fin de que la preservación del equilibrio emocional no vaya en detrimento de mi vocación, debo aprender a conciliar ambas acciones que, por suerte, tienen bastante en común. Imagínense que en mis buenos momentos me diera por salir a hacer deporte de riesgo. Dudo de que en el arnés para el puenting pudiera llevar colgada una libreta y un boli, por no hablar del neopreno que se usa para el rafting o el barranquismo, pues aunque pudiera encontrar una buena funda para mis papeles, el agua me da tanta hambre, que no creo que escribiera más que de recetas y gastronomía. Llenaría páginas enteras con los platos que cocinaría al llegar a casa. De describirlos demasiado pormenorizadamente, correría el riesgo de manchar las hojas de baba y sólo porqué sé que el papel está compuesto sobretodo de celulosa – no digerible por el ser humano – me abstendría de darle bocados.

Ahora por ejemplo estoy muy bien. Sentada en una butaca orejera tapizada a cuadros, muy inglesa. Tengo los pies apoyados en una mesita de madera maciza, situada justo delante de una chimenea encendida. Suena música clásica – Mozart, creo - y aunque en la sala de al lado la televisión retransmite un partido de fútbol - el Barça, seguro - la voz de los locutores hoy no me irrita tanto como cuando de pequeña tenía que aguantarla todos los domingos por la tarde, durante el camino que nos llevaba del camping de vuelta a casa. Mi hermana y yo siempre pedíamos que cambiaran de emisora alegando que los comentaristas nos daban náuseas. Y no miento, tuve que reprimir muchas arcadas mientras el Carrusel Deportivo ensayaba cómo anunciar de diferentes maneras un gol. Nunca pensé que un monosílabo diera para tantas versiones: desde el Gooooool al Gol-gol-gol pasando por fluctuaciones tonales y variaciones más o menos afortunadas de las anteriores.

Como escritora, tengo mucha suerte de ser mujer, porque aunque empiece a escribir por sentir la indescriptible sensación – qué paradoja – que experimento cuando se me ocurre alguna frase ingeniosa surgida, normalmente, de algún tema banal que no me da para muchas líneas, puedo encadenarlo sin problemas con otro que, a los ojos de uno hombre no tiene nada que ver. Sé que mi marido vive asombrado de que mi madre, mi hermana y yo podamos saltar de una cuestión a otra a la velocidad del rayo, disertar largamente sobre algún detalle insignificante y relacionar cualquier asunto siempre, siempre, con cotilleos de amigos o parientes cercanos. La pericia en esta materia es tan profunda que incluso chismorrear de alguien que alguna de nosotras no conozca no presenta inconvenientes. Mi madre habla de los vecinos de un barrio del que nos marchamos cuando yo apenas tenía cinco años. Mi hermana habla de las madres de las amigas de mis sobrinas, como si yo realmente me acordara de ellas desde la última fiesta de cumpleaños. Yo les cuento cosas de mis compañeros de universidad que, para colmo, sólo conozco a través de un campus virtual. Ninguna de las tres intenta hacer grandes averiguaciones de la identidad de los aludidos, no nos hace falta para seguir la conversación a un ritmo que ningún hombre, insisto, resistiría nunca. Por eso me resulta tan fácil escribir sin saber previamente qué decir: sé que de perderme un poco por los vericuetos de algún tema peliagudo, siempre podré darle un giro y acabar enlazándolo con cualquier otro que domine más o, al menos, ir mareando la perdiz hasta llenar el tiempo del que suele disponer el lector habitual. Según la página de analíticas de mi blog, el tiempo medio que un internauta me dedica es un minuto. Por eso tengo que empezar a abreviar y hasta a despedirme, pero resulta que hoy la que tiene tiempo de sobras soy yo y hasta cuerda para rato, porque últimamente tengo el rádar del escritor conectado permanentemente y cualquier cosa que veo, leo, me pasa, me dicen u oigo sin permiso me sirve de material para la inspiración.

Esta mañana, por ejemplo, he leído un artículo sobre las bibliotecas del que se me han quedado grabadas dos frases, al menos en la fototeca del teléfono, porque he preferido retenerlas en un medio seguro. Desde que mi memoria confundió una canción de Sabina con una de Fito Paéz, he decidido que sólo puedo confiar en ella para temas sencillos como la lista de la compra y aún así algún día ha intentado colarme latas de atún en el supermercado. Si no fuera porqué soy una vegetariana convencida, habría caído en la trampa. Volviendo al tema (ven, lo que les decía…), me ha llamado la atención que “En Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma”, Jacques Beningne Bousset añade: “En efecto, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás”. Por su parte, Borges creía que de existir un paraíso, sería algún tipo de biblioteca. No podría estar más de acuerdo con ellos. El partido de fútbol ha acabado y no sé el resultado porque en medio de la montaña nadie se pone a tirar petardos para celebrarlo, por suerte para mi perro que… no está aquí.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Sé jugar a las damas

Decía el poeta persa Saadi que los idiotas tienen 100 veces menos ganas de encontrar un maestro que éste de encontrarse con ellos. Precisamente todo lo contrario del mito que sostiene que los sabios son unos antisociales. Yo no he conocido a muchos, la verdad. Siempre había pensado que es porque no quieren salir de su cueva (en los Himalayas, por supuesto) para dignarse a hablar con ignorantes que les podrían intoxicar con comentarios sobre programas como Mujeres y Hombres y Viceversa. Después de leer a Saadi ya no lo tengo tan claro, y hasta empiezo a sospechar que quizás he sido yo la que haya rehuido su presencia, no fuera a ser que revelaran que no soy tan lista como creo (ni mucho menos como cree mi padre).

Eso me ha pasado este verano, cuando se hizo manifiesta mi incapacidad para aprender a jugar al ajedrez. Después de intentarlo durante un par de tardes en las que, lo confieso, no rompí el tablero porque no era mío, decidí que ese juego no era divertido. Como ya imaginaba, el parchís es un juego mucho más interesante, no sólo porque las partidas que jugaba con mi abuela me consagran a un nivel casi experto, sino que de encontrarme con un jugador más avanzado, siempre podría alegar que el factor suerte no estuvo a mi favor. El ajedrez no es un juego de azar, así que la excusa no me sirve y aunque dice mi marido que él no es tan bueno como a mí me parece - lo que, de algún modo, justificaría mis derrotas - sé que esconde libros en los que se explican como hacer aperturas semiabiertas, defensas sicilianas y enroques largos. En cualquier caso, al final logré aprender a jugar a las damas y hasta gané alguna partida, evidentemente sin trampas.

No siempre resulta así de sencillo apreciar hasta qué punto somos nosotros mismos los que retrasamos y entorpecemos nuestro crecimiento (mientras culpamos a otros de nuestra ignorancia). A mí me ha costado algunos berrinches cuadriculados y un par de apuestas perdidas - que tendré que pagar lavando platos -, darme cuenta de que he renunciado durante mucho tiempo a arriesgarme a salir de mi zona de confort. No sé hasta dónde me llevará mi nueva aventura con lo desconocido, de lo que estoy segura es de que descubriré que yo no era quien pensaba, sino mucho más y quién sabe si hasta dejaré de ser disléxica con los números, aprenderé a tocar la guitarra, escribiré por fin un libro o seré capaz de mostrarme cariñosa en directo, sin poemas de por medio.

Todo ello sin olvidar dominar las aperturas semiabiertas, las defensas sicilianas y los enroques largos para ganar a mi marido, una partida tras otra, al maldito ajedrez.

jueves, 12 de septiembre de 2013

¿Está el mundo al revés?

Les contaré un secreto: no me gusta el verano. Sé que me arriesgo a un linchamiento público, pero si no fuera porque en julio es mi cumpleaños, estos meses de calor insoportable y de tiempo libre inacabable bien podrían eliminarse de mi calendario. Del mío al menos, no me meteré con los suyos. Y antes de que su mente siga juzgando mi extraña actitud, les diré que me gustan las vacaciones, aunque pienso que pierden pronto el interés, después de tantos días sin poderlas comparar con los días de trabajo. Por eso mismo me encantan los fines de semana, porque permiten el tiempo justo de descanso y ocio sin perder la perspectiva de los días laborables. Es esa polaridad lo que crea el atractivo y quien no diga que en algún momento sus vacaciones le han parecido demasiado largas miente o necesita urgentemente una reforma en su vida.

Pero el verano también está bien para leer sin descanso y hasta a lo loco, si se puede utilizar esa expresión para una afición más bien comedida. Yo también he caído en la fiebre de Joël Dicker, que por suerte no está tan mal visto como leer a Dan Brown, así que puedo decir abiertamente que es una novela que he disfrutado. Resulta curiosa esa sutil distinción entre autores y libros que o bien permiten al lector salir orgulloso de una librería o, al contrario, le conminan a forrar el libro con papel de diario y hasta a fingir que ha sido un regalo que se ha leído por compromiso. La cuestión sobre la buena escritura no es nueva y así como dicen que existe la telebasura, también se han inventado un homólogo literario. No estoy muy al día con la música, pero quizás también haya artistas y canciones que para algunos no sea más que bazofia. Todavía recuerdo cuando hará unos siete años mi profesor de guitarra me bajó cruelmente los humos: yo que empezaba a presumir de apreciar a Mozart, me entero de que comparado con Bach, el compositor de Don Giovanni quizás no fuera más que un músico comercial a expensas de los encargos de los ricos.  Hay quien cree incluso que su fama de niño prodigio fue sólo una estrategia paterna bien diseñada, casi como la de los niños Disney actuales.

En general la fórmula es la siguiente: tener el público a favor y la crítica en contra suele relegarte a la categoría de los escritores del populacho, mientras que poseer el apoyo de la crítica, a pesar - o precisamente - de no tener lectores te asciende a la de escritor de culto. Como en todo, hay excepciones a la norma, con la que por cierto no sé si estoy de acuerdo, sobretodo porque de aceptarla debería también admitir que la opinión popular está equivocada cuando elige. O peor aún, que los críticos están equivocados, ellos que son los constructores de la alta cultura a la que aspiro: de momento tengo la mitad ganada, porque de lectores tengo más bien pocos - excepto los segundos jueves de mes. Bromas a parte, quizás yo todavía sea muy ingenua, pero si las masivas y supuestamente erróneas decisiones en cuanto a cultura fueran análogas a nuestro nivel de conciencia global, dispondríamos de un patrón de diagnóstico general muy preciso y muy sombrío… Qué tontería, ¿No?

Artículo publicado en el Diario de Terrassa el 12 de septiembre de 2013

martes, 10 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado III

Tres días después de la infructuosa incursión en el mundo de Willie Wonka, la mujer del pelo rebelde tuvo una experiencia que le marcaría el resto de su vida. La biznieta que nunca conocería explicaría a sus amigos que había tenido una antepasada llamada Nora capaz de comunicarse con algunas plantas. Para entonces, el bonsai, la única planta superviviente de los desastrosos cuidados de la familia, ya se había quedado sordo, así que los intentos de la niña para demostrar que ella había heredado el don de su bisabuela nunca dieron resultado. Muchos años antes de que Valentina naciera, antes incluso de que se engendrara Gabriel, Nora sólo pensó que se estaba volviendo loca. De hecho, al principio creyó que los susurros de las plantas de su casa eran voces imaginarias, que ella no tardó en atribuir a su bebé fantasma. Los primeros meses sólo podía oír lo que le decía la planta más grande que había en su casa, un potos que prácticamente escondía la pared tras la cascada de ramas. Colgaba del mueble librería desde antes de que ella se mudara y a parte de alguna hoja que amarilleaba, parecía cuidarse sólo. Como las voces sólo eran audibles desde muy cerca, Nora cambió sus sospechas: ahora creía que eran los mismos libros los que trataban de decirle algo, pero como tampoco no pudo identificar ninguna de las frases que oía con los pasajes de los libros (se sabía muchos de memoria), empezó a pensar que eran los autores muertos los que trataban de comunicarle mensajes de ultratumba, quizás incluso manuscritos inacabados que ella tenía el deber y el honor de transcribir para el mundo. Hizo una lista de los escritores muertos, sus preferidos eran José Luís Sampedro y Rafael Pérez Estrada.

En marzo, empezó a hablar el ficus, seguido de la kalanchoe, los geranios de la terraza, el limonero y el olivo. El último que se unió a la verborrea fue el bonsai, que sería con quien Nora cogería más confianza. Teneré llegó un domingo a casa, había sido un capricho de su marido. Nora se oponía a todos los caprichos de Pablo por considerarlos demasiado extravagantes, un bonsai no era lo peor con lo que había tenido que lidiar y a pesar del rechazo inicial, tuvo que admitir que comprarlo había sido una buena idea. Todas las plantas de la casa tenían un nombre, pero Nora solía olvidarlo pocas semanas después del bautismo. Teneré no sufrió ese abandono onomástico porque ella misma fue quien escogió el nombre. Lo encontró después de leer un artículo sobre árboles famosos. Teneré había sido una acacia solitaria en medio del Sáhara, de hecho, era considerado el árbol más aislado de la Tierra: no existía ningún otro en 400 kilómetros a la redonda. Sus raíces alcanzaban los 36 metros de profundidad, donde acariciaban las aguas subterráneas de un pozo. Teneré también fue un punto de referencia para los viajantes de caravanas; era tan importante que fue el único árbol representado en mapas de pequeña escala. En 1973, un conductor libio borracho chocó contra él y lo mató. Los restos se llevaron al Museo Nacional de Níger y en su lugar se colocó una estructura metálica representando un árbol. A Nora la historia le pareció tan triste y tan absurda que decidió darle un nuevo sentido con la vida de su bonsai: el nuevo Teneré estaría libre de la soledad y de conductores incivilizados y sería por siempre mimado por Nora y Gabriel, que lo situaron en la mesa de la cocina para darle los buenos días cada mañana.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Poema largo de una tarde de verano en Cadaqués

Existe una hipótesis según la cual los humanos podríamos tener orígenes marinos. Pensar que tengo algún ancestro sirena me resulta extraño. Yo que tirito sólo con sumergir la punta del dedo en la orilla de la playa, antes me creería que mi tatarabuelo homínido tuviera alas. No en vano, mis escápulas sobresalen tanto que hasta me parece que la única explicación razonable es que como el sacro respecto a la cola, estas curiosas partes de la espalda son los restos amputados de mis predecesores angélicos.

Comparadas estas posibilidades con la teoría de Darwin, admito que suenan inverosímiles, pero yo no las descartaría de plano, sobretodo después de que yo misma haya visto con mis propios ojos (pero con gafas, pues de otro modo no serviría de nada) cosas mucho más fantásticas: hace un par de años me quedé embarazada de unos poemas que resultaron ser huevos fritos y justo la semana pasada conocí a un hombre que aunque aparentaba ser plenamente normal, estaba obsesionado con pirámides y bombas, ambas cosas juntas e inseparables. Fantaseaba con construir pirámides para hacerlas estallar luego y como sabía que era un proyecto poco viable dada la crisis inmobiliaria, se contentaba con guardar los petardos del último San Juan para explotarlos dentro de los poliedros que construía en las clases de papiroflexia. Me gustó tanto su locura, que me casaré un diez de septiembre con él. Mañana, en mi mundo que va al revés, hará dos años.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado II

Hacía años que no tenía el pelo tan rizado, hasta se había olvidado de que hubo en tiempo en que no había cepillos apropiados para sus enredos y entonces lo único que hacía por las mañanas era pasarse los dedos con cuidado de no deshacerse los tirabuzones. Era la misma época en que descubrió que podía leer tres libros a la vez sin confundir a los personajes de historia. Esta última aptitud le duró hasta que topó con los libros de Gabriel García Márquez, no aptos para lecturas simultáneas. Había probado a leer Cien años de soledad en combinación con los apuntes de Anatomía de la facultad, pero en el examen final advirtió que no había sido una buena idea: el realismo mágico del colombiano le había afectado de tal manera que después de dibujar y nombrar correctamente los huesos y los músculos de la espalda, había añadido unas alas. El suspenso le hizo replantearse la carrera.

Había pasado una década, pero a ella esos días le parecían de antes de ayer. Reprimió mentalmente un “qué rápido pasa el tiempo” porque sabía que empezar a pensar eso era síntoma de vejez: los jóvenes no han vivido todavía lo suficiente para poder darse cuenta, y si a caso tienen alguna opinión formada sobre el tiempo no es precisamente sobre lo rápido que transcurre sino al contrario, sobre la pereza con la que se mueven los minutos que les separan de los besos de sus parejas, de las vacaciones y de las noches de fiesta. Cuando era todavía más pequeña que en la época de los rizos rebeldes, no sólo tenía el pelo liso sino que ni tan siquiera sabía lo que era un cuarto de hora. Lo descubrió cuando una tarde de verano en el camping, después de preguntarle a su madre cuánto faltaba para que abrieran el acceso a la piscina y de que ésta le dijera que 15 minutos, ella no pudiera entender si eso era mucho o poco. Su madre no supo qué contestar cuando ella le volvió a preguntar: ¿Cuanto son 15 minutos?, así que trató de averiguarlo comparándolo con otras tareas: ¿Es lo mismo que tardo yendo al colegio?, ¿Es más que  cuando espero a que la bañera se llene?, ¿Dura menos que un abrazo? Así pasó el primer cuarto de hora del que tuvo noción.

Más adelante le pasó lo mismo con el dinero. En sus juegos de supermercado de plástico vendía patatas a diez mil pesetas y manzanas a ocho. Prefería las monedas a los billetes porque le parecía que tenían más valor, al menos ocupaban más espacio en el cajón y se hacían notar con el ruidillo que creaban al chocarse entre ellas. No tardó demasiado en saber que con cien pesetas podía comprarse una bolsa grande de chucherías. Lo más caro que se atrevía a comprar entonces eran paquetes de Conguitos. Creo que nunca aspiró a tener más dinero que el que necesitaba para ver un capítulo de Oliver y Benji sin parar de chupar el chocolate de los cacahuetes.

Ahora con casi treinta años, en su cocina no había casi nada que contuviera azúcar. Por un instante pensó que esa podría haber sido la causa de su aborto: a qué niño le gustaría ir a una casa dónde el armario estuviera lleno de lo que hasta su abuela llamaba “comida de pájaro”. En contra de sus principios, salió a la calle y buscó un quiosco como el que frecuentaba a los cinco años. Compraría moras, ositos, tiras de regaliz rojas, nubes, dentaduras de vampiro, chicles de bola… Qué decepción cuando después de media hora de recorrer su barrio se dio cuenta de que, definitivamente, había pasado mucho tiempo entre su pelo liso y su nuevo pelo rizado: los quioscos, esas pequeñas construcciones de lata que antes te encontrabas en cada esquina, habían desaparecido del mapa.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado I

Tenía la intención de ponerse a escribir en serio cuando se quedara embarazada. Se imaginaba que los meses de buena esperanza serían también fértiles para la creación literaria y hasta pensaba que las nauseas le permitirían quedarse en casa sin sentirse juzgada por dejar de trabajar y dedicarse en exclusiva a su libro. Todos pensarían que se estaba sacrificando por su bebé, y aunque también fuera así, ella sabía que su buena disposición para renunciar a todo no residía exclusivamente en su instinto maternal, sino en que se le brindaba la oportunidad de ser la escritora a tiempo completo, liberada de obligaciones profesionales y hasta domésticas, pues desde que le comunicó a su marido que estaba en estado, el único esfuerzo que le permitía hacer era ir sola al baño.

Lo que no se había imaginado era que el embarazo es otras de esas situaciones mitificadas que no tiene nada que ver con lo que le habían contado ni tampoco con lo que ella había soñado de pequeña. Ni adquirió poderes mágicos, ni sus pechos se hincharon más que para llenar los huecos que siempre le quedaban en el sujetador. Tampoco poseía más energía que antes y por cierto hasta le dejó de parecer importante mantener la cocina recogida, por lo que las latas de olivas y las bolsas de patatas vacías se amontonaban en la encimera. También había vasos por todas las plataformas horizontales de la casa, desde la mesita de noche a la repisa de la calefacción, pasando por el reposabrazos del sofá y la librería del comedor. Su marido los recogía y lavaba pacientemente sin regañarla, a pesar de que cuando él llegaba no tenía más remedio que beber agua de un plato hondo, pues hasta las tazas del desayuno estaban esparcidas y sucias.

El embarazo resultó ser peor que una enfermedad, no tanto porque se sintiera terriblemente mal, como porque se sentía culpable de no estar sana como las demás mujeres barrigonas que pasean su nuevo centro de gravedad con holgura y cargan sus otros niños en la cadera. Por si fuera poco, abandonó el sano hábito de la lectura, así que su día corría paralelo a un proceso de hibernación tan avanzado que empezó a confundir la realidad con los sueños, de tantas horas que se pasaba durmiendo. Sólo cuando ya comenzaba a asumir que durante unos cuantos meses vería el cielo a través de una ventana, empezó a encontrarse mejor. Cierto que ya estaba rozando los últimos días de su primer trimestre y que los síntomas debían ir menguando, pero la verdadera razón de su mejoría se reveló por razones totalmente opuestas cuando la ecografía fotografió a un embrión de dos centímetros al que se le había parado el corazón hacía semanas.

De vuelta del hospital, escondió todo lo que le recordaba al hijo que todavía no había tenido pero que ya había dejado huella en su casa. Fue entonces cuando supo que había estado llorando sobretodo por las ilusiones que se había hecho: por tener que posponer decorar la habitación de un bebé, ahorrar para comprar pañales y repasar los cuentos infantiles que ya no recordaba con el mismo detalle que cuando con seis años se los contaba a sus muñecos. Fue también entonces cuando le dijo a su marido que quería llenar la terraza de geranios.

Dejar de estar embarazada sin haber dado a luz a ningún niño no había estado en sus planes, así que una semana después del aborto seguía con las mismas costumbres de antes. Trataba de levantarse para desayunar con su marido, pero en cuanto éste se iba, ella volvía a ponerse el pijama y se fundía con las sábanas. El cambio le llegó bruscamente, un día por la tarde cuando tras dos horas de siesta tuvo un sueño en el que trataba de despertarse y no lo conseguía. Después de mucho esfuerzo pudo abrir los ojos, salió corriendo de la habitación y se sentó en el sofá, delante del nuevo televisor. El reflejo de la pantalla oscura le devolvió una mujer con el pelo rizado.

lunes, 26 de agosto de 2013

Cuando el amor cura

Yo quería presumir de barriga y acceder al club de las mujeres que pasean orgullosas sus tobillos hinchados. Yo quería poner pose de embarazada a punto del desmayo, protegiendo con mi mano el nido acuático de mi bebé anfibio y hasta estaba empezando a aceptar pasarme nueve meses en la cama, colmada de las atenciones de mi marido, que ya había salido alguna noche a comprar urgentemente sopa de sobre. Yo quería subir de categoría y ser una mujer “de verdad”, de las que tienen hijos.

Pero he sido expulsada temporalmente del clan y ahora mi vientre está vacío y aunque en el espejo sigo viéndolo redondo, ya no me parece tan bonito, ni mi marido me pide poner la mano encima para susurrarle mensajes al bebé. Casi siempre le decía que aunque su madre era un poco gruñona, le iba a querer mucho, pero que en todo caso, él era más más divertido. Lo cual es cierto, como también lo es que tiene más destreza para reponerse que yo, que sigo llorando cada mañana. Normalmente desde que me despierto hasta que me tomo el desayuno, y mientras remuevo la leche de soja tratando de disolver los grumos del café instantáneo, entro en un bucle de movimiento bañado de lágrimas que podría ser diagnosticado  propio del autismo.


Es tan normal que pase, me dicen para animarme, que no debiera preocuparme en absoluto. Y sólo cuando revelo que he fracasado en mi intento de ser madre, otras se solidarizan y confiesan que antes de tener esos niños preciosos que envidio, ellas también tuvieron abortos. No me hace sentir mejor, pero me reconforta saber que se puede fallar y luego vencer como si nunca me hubieran aspirado un embrión de apenas dos centímetros mientras yo temblaba en una camilla.

En cualquier caso, debo admitir que ésta también es una de esas situaciones con lado positivo, y así suene frívolo, tiene razón - otra vez - mi marido cuando dice, casi incluso para reforzar los débiles argumentos con los que intentan consolarnos algunos interlocutores, que al menos éste es uno de los pocos problemas que tiene una solución sin contraprestaciones, y entonces lo de que “el amor todo lo cura” se convierte en una verdad literal, tanto que hacer el amor es también la única manera de hacer el hijo que pronto tendremos.

jueves, 18 de julio de 2013

La paciencia salvaría el mundo

Julio siempre ha sido un mes especial. No en vano, dentro de unos días hará casi 29 años que nací. La celebración siempre era compartida por toda la familia, pues normalmente también era el día en que se cogían las vacaciones. Todavía recuerdo a mis padres colocando las maletas en el coche. Más de una vez mi madre tenía que sacar todo lo que mi padre había puesto previamente, de otro modo, no hubiéramos aprovechado el espacio como lo hacíamos. Y si digo que entre mi hermana y yo había neveras de playa o esterillas no creo que la memoria me engañe demasiado. Pudieran también haber sido sombrillas o cestas de comida, pero en cualquier caso, el maletero colonizaba todo el coche. El destino era un camping donde pasé los veranos de mi infancia. No creo que haya nada mejor para un niño que un lugar donde puedes ir prácticamente sólo a la piscina, coger la bicicleta para comprar helados, recibir dinero por lavar los platos de los vecinos o hacer cabañas en la parte trasera de las caravanas.

Julio también ha sido siempre un mes de impaciencia. Esperar el día del cumpleaños, los regalos, las jornadas maratonianas de playa… Debo reconocer que este es uno de mis mayores defectos: las prisas. Muy pocas veces he sabido callarme las sorpresas, me cuesta horrores hacer cola, si me dan visita en el médico para dentro de más de dos semanas me desespero y, por supuesto, los muebles de Ikea nunca han estado más de tres horas en sus cajas: hasta altas horas de la madrugada he tenido a mi marido montando Billys, Expedits o taladrando paredes para colgar cortinas. Él teme los días en que le digo que “he tenido una idea”, porque sabe que sea lo que sea no va pasar ni una a mañana hasta que la ponemos en práctica, a lo sumo una tarde si tengo que convencerle. No se crean que me enorgullezco de este ímpetu. 

Para mi la paciencia siempre había sido una de esas virtudes menores: la de los perdedores que se resignan a esperar otra carrera. Hace años escuché de uno de mis mejores maestros que “la paciencia es la ciencia de la paz” y entonces me rebelé un poco, porque eso me convertía en una mujer muy diestra en las artes de la guerra, pero después de la reacción inicial, me permití darle una oportunidad al significado. Poco más tarde descubrí la oración de Santa Teresa de Jesús “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta”. Antes de que los ateos y agnósticos (impacientes) la descarten, considérenla aunque para ello tengan que amputar las referencias espirituales. Vean que entonces la paciencia es capaz de llegar hasta las grietas más profundas de nuestro dolor, de nuestra ansiedad o de nuestras preocupaciones. Creo que merece ser valorada como una de las pocas panaceas efectivas pero no si se aplica como el que sólo espera que la angustia desaparezca por efecto del tiempo, sino sólo si se usa como el que vive con paz los acontecimientos que todavía no han llegado o que todavía no se han ido.

La paciencia también me ha enseñado que no todo el tiempo de espera es tiempo perdido, sólo aquel que, parafraseando libremente a Tagore, pasamos deseando obtener refugio para los peligros y no para dejar de temerlos, sólo aquel que pasamos rogando calmar nuestro dolor y no rogando tener fuerza para vencerlo, sólo es perdido, en definitiva, el tiempo que suplicamos, llenos de angustia y de temor, por nuestra salvación, sin confiar en que podemos y debemos ganar nuestra libertad.

Artículo publicado en el Diario de Terrassa el 16 de julio de 2013

martes, 9 de julio de 2013

Assaig antropològic sobre la bellesa

Ningú es pot resistir a la bellesa, Plató deia que “els tres desitjos de tota persona són: estar sana, ser rica per mitjans honrats i ser bella”; el seu deixeble Aristòtil afirmava que “la bellesa és una presentació molt millor que qualsevol carta de recomanació”. A pesar d’aquest influx hipnòtic al qual tots, confessem-ho, ens veiem abocats, també hi ha qui ha volgut veure en aquesta virtut quelcom antidemocràtic i trivial. M’arrisco a pensar que qui enunciava tal cosa no era gaire agraciat, però el cert és que la persona bella també ha de suportar alguns inconvenients, doncs la injustícia de la que parlàvem no només és patida pels lletjos, diguem-ho clarament, sinó pels mateixos guapos quan són tractats com mers objectes decoratius, així Paul Newman es lamentava de “que te mates a trabajar para conseguir algo y que de repente venga un idiota que te dice: ¡A ver quítate las gafas de sol para ver esos ojos azules que tienes!, francamente te hunde”. En tot cas, penso que Newman juga amb avantatja, doncs mentre que la lletgesa ha estat relacionada amb la maldat, la bogeria i el perill, la bellesa sempre ho ha estat amb la bondat i per molt que Tolstoi tractés d’advertir-nos de que “impresiona la absoluta falsedad de que la belleza es bondad”, no ha pogut fer front al pes de la tradició platònica, que feia una analogia entre la bellesa carnal i l’espiritual, i que després seria part de la nostra herència judeocristiana.

Abans d’acabar amb aquest anàlisis de l’aspectisme, sí, ho han llegit bé, de la discriminació en torn la bellesa (o més aviat de la seva manca) en la mateixa línia que el racisme en torn la raça, el sexisme en torn el sexe i l’especisme arran l’espècie com ha difós el filòsof Peter Singer, caldrà ser honest perquè tot i que la majoria de persones diria que ja no es creu la ficció platònica, hi ha nombrosos estudis que conclouen que tant homes com dones guapos tenen facilitats per aconseguir parella, tenir més probabilitats de trobar clemència davant dels tribunals i obtenir ajuda dels desconeguts. Potser l’únic inconvenient és que els guapos també suporten la mala fama de tontets, però a grans trets, els comptes surten al seu favor. En tot cas, convé tenir present que els cànons de bellesa varien atès que és quelcom construït per la cultura o forjat per les preferències idiosincràtiques, així com l’estat econòmic, no debades es pot trobar una relació entre les preferències de cossos amb sobrepès en les societats o moments històrics de carència i, al contrari, de primesa en els d’abundància. El que ressalta, així mateix, l’aspecte físic com un signe de posició social i la permanent evolució del concepte de bellesa. Ara bé, també és veritat que algunes preferències estètiques es basen en una intuïció sobre la salut, com ara quan els homes prefereixen les dones amb una proporció determinada entre cintura i malucs (0,7-0,8), al considerar-les més aptes per la procreació. El que és curiós, però, és que en un món on homes i dones tracten d’evitar l’embaràs en la majoria de trobades sexuals, les preferències encara es regeixen per aquestes normes ancestrals.

És cert que molt sovint aquesta bellesa, la d’un rostre simètric, per exemple, és una sort o una desgràcia que no podem controlar deliberadament, però hi ha certs cànons estètics que es presten - o almenys així se’ns presenta - a la voluntat de l’individu, parlem de la mida del cos, de moment tan sols de l’amplada, doncs l’obsessió per l’alçada encara es considera fora del nostre abast, excepte estranyes excepcions que porten la cirurgia plàstica a aquests “extrems”. Encara que, per ser antropològicament rigorosa, a cas no és també excessiu sotmetre’s a una cirurgia per aprimar-se d’algunes zones (panxa, malucs, cul) i engreixar-se d’altres (pits)? No debades, tal com ressenya la psicòloga Nancy Etcoff (2000) en relació a l’obra de John E. Gedo (1983), fins fa relativament poc, moltes persones que volien sotmetre’s a la cirurgia estètica acabaven amb un diagnòstic psiquiàtric. Forçosament, però, caldrà considerar sans l’enorme número d’usuaris que, en aquests darrers vint anys s’han prestat a les arts plàstiques dins d’un quiròfan, altrament estaríem rodejats de malalts2. Gedo surt a la defensa al·legant que “no existeix tanta diferència entre la cirurgia estètica i l’alteració del caràcter per mitjà del psicoanàlisis; ambdues són temptatives de reformar la personalitat”.

Sense anar tan lluny, la majoria de gent s’esculpeix a base de dietes que aparenten ser més barates i menys agressives, encara que el negoci de les pautes alimentàries resulta molt lucratiu i no sempre exempt de riscos com s’ha vist amb les populars dietes proteiques. M’atreviria a dir que ha arribat un punt en que el menjar es veu tan sols com un obstacle per aconseguir el cos 10, ateses les temptacions a les que ens sotmet la indústria agroalimentària. No debades, si per una banda assistim al bombardeig en els mitjans de comunicació de la propaganda del cos perfecte (fraudulent) - doncs sovint té a darrere hores de maquillatges, per no esmentar el Photoshop -, també estem sotmesos a la publicitat de productes “alimentaris” ràpids, prefabricats, excessivament dolços i greixosos i que satisfan totes les necessitats de la societat capitalista i industrial, com molt bé diu Amado Millán (2000), però no les del nostre cos. Mentrestant, les verdures, les llegums i els cereals de tota la vida passen per les botigues sense grans campanyes de màrqueting, però té sentit perquè des que som “menjadors-consumidors” tan sols el que es bo per vendre és el que es bo per menjar 3 i així hem mitificat certs productes i denigrat altres dels que mai se’n parla perquè, afortunadament i de moment, no són propietat més que de la mateixa natura.

En tot cas, no em sembla agosarat afirmar que la naturalesa del cos humà no contempla l’obesitat com quelcom realment adaptatiu, a pesar de que l’acumulació de greixos tingui fins a cert punt certes avantatges evolutives. Els higienistes ja fa temps que afirmen que una ingesta de calories per sota de l’ideal és més favorable que una calòrica que es s’excedeixi, és a dir, el nostre cos és capaç de suportar millor la gana que la golafreria, però cal ser caut, doncs els estudis realitzats fins ara amb primats no són concloents, mentre que el Impact of the caloric restriction on health and survival in rhesus monkeys from the NIA study publicat a la revista Nature l’any passat afirma que “We report here that a CR regimen implemented in young and older age rhesus monkeys at the National Institute on Aging (NIA) has not improved survival outcomes”, en contrast, un estudi dut a terme al Wisconsin National Primate Research Center publicat a la revista Science el 2009 conclou que la restricció calòrica “reported improved survival associated with 30% CR initiated in adult rhesus monkeys (7–14 years)”. Tanmateix, en el que sí semblen estar d’acord és en que la dieta hipocalòrica és beneficiosa per la salut, així no augmenti la longevitat.

A l’altra banda del món, a Burkina Faso, per exemple, hi ha dones que semblen tenir més sort, doncs en comptes de tenir que restringir els petits plaers de la vida sensorial, s’afarten a fi de ser desitjades, tal com exposa Julia Navas al seu article La otra cara de la obesidad. ¿Enfermedad o canon estético? (2011). Per cert que són les dones les que normalment, aquí i arreu, pateixen més intensament els requeriments de la bellesa que els homes, els quals no han de passar pel filtre impositiu de l’estètica  - subtil però real - quan, per exemple, assisteixen a una entrevista laboral.

Una de les conclusions de tot plegat és que la demonització de la nostra societat en tant que dictadora de cànons estètics en detriment de la salut - física, però sobretot mental - no se sosté en veure que també altres cultures estan obsessionades amb els seus conceptes de bellesa, encara que difereixin uns quants centímetres. Estem més obsessionats ara que abans amb el nostre aspecte físic? No ho crec, només cal anar a revisar la història del Renaixement i les incòmodes cotilles o la tradició dels famosos peus de lotus, en declivi des de finals del segle XIX, però iniciada ja al segle X amb la Dinastia Tang. En qualsevol cas, la modernitat alimentària comporta unes contradiccions molt sorprenents, doncs com apunta Jesús Contreras, “reina una cacofonía dietética, una proliferación de discursos, muchas veces contradictorios, sobre nutrición, prescripciones, avisos, advertencias, solicitaciones atrayentes y sectarismos diversos”. Aquest caos propi de l’època hipertextual ens deixa orfes però també més lliures que mai, doncs com afirma Joan Campàs, ens obre - a vegades esquinçadorament -, a la multidimensionalitat de la realitat.

Ja per acabar, no sé què diria l’antropòleg Marvin Harris de tot plegat, ell que és un expert en explicar de forma utilitària tabús alimentaris com ara el de la vaca sagrada, el del porc entre els jueus i musulmans o l’antropofàgia. Com hem vist, és possible que darrera d’aquestes aparents absurditats estètiques hi hagi motius que convingui tenir presents. Tan de bo, però, la racionalització dels imperatius de bellesa no vagi acompanyada d’una obsessió encara més intensa, sinó, al contrari, d’una comprensió que ens permeti prendre les decisions que s’escaiguin conscientment.

miércoles, 19 de junio de 2013

Lo que nunca te contaron del tiempo y del dinero

Decía el filósofo y activista cristiano por la paz, Lanza del Vasto, que no entendía cómo podía ser que en las sociedades avanzadas tuviéramos tantas máquinas para ahorrarnos tiempo y en cambio fuéramos siempre mendigando minutos, mientras que en los pueblos tradicionales tuvieran todo el tiempo del mundo, a pesar de no disponer de calculadoras, coches o impresoras. Lo primero que pensamos para justificar tan paradójico efecto es que el ciudadano medio hace muchas más cosas a lo largo de un sólo día que el pueblerino del otro hemisferio. Sí, quizás ellos no salen corriendo del trabajo para ir al gimnasio y a clases de inglés y coger el coche para meterse en atascos, hacer cola en supermercados, llegar a casa para ingerir la dosis de televisión y planchar lavadoras atrasadas. Perdónenme, pero yo empiezo a dudar de que salga a cuenta ganar tiempo para llenarlo de otras cosas que siempre nos dejan con la sensación de que nuestros días son tan cortos como los del personaje del cuento del Principito, aquel farolero que tenía un segundo para encender o apagar el farol porque los días en su planeta duraban apenas un minuto. Por eso me temo que ni aunque nos mudáramos a Venus, uno de los planetas temporalmente más extraños, pues sus días son más largos que sus años, nos sentiríamos satisfechos.

No es que yo sea tecnófoba ni quiera hacer una apología utópica del ruralismo, pero me parece que revisada esta contradicción, sólo queda sospechar que el verdadero culpable de nuestra falta de tiempo es que no hemos entendido que no hace falta atiborrar todas nuestras horas de actividades que no sólo no nos hacen más sabios, sino tampoco más felices. Creo que como dice Tuaivii de Tiavea, un supuesto jefe samoano, los papalagi, los hombres blancos, no hemos entendido el tiempo: lo hemos fragmentado en unidades matemáticas y lo hemos metido en esferas cristalinas que llevamos atadas cual grilletes en la muñeca, sutil metáfora de la esclavitud que nos hemos impuesto, pero todavía no hemos aprendido lo más importante, que el tiempo más productivo es el del silencio y de la pausa, pues es el único que permite que todo aquello que emprendemos se asiente y se integre en nosotros mismos. De otro modo, nos convertimos en individuos estériles con millares de semillas viejas sembradas que nunca fructificaron porque nos les dejamos que enraizaran.

Todo esto nos lleva a otra de las paradojas más grandes de nuestra cultura y que conviene recordar precisamente ahora que hablamos de miseria sólo cuando nos falta, ¿Qué hay de la penuria de la opulencia? El hombre también es tan pobre como lo que le sobra, así lo expresa el doctor Jorge Carvajal o incluso el mismo Tuaivii cuando dice que los papalagi son pobres a causa de sus muchas cosas, por no citar a Dominique Lapierre, autor de La ciudad de la alegría, que ha hecho suyo el proverbio indio “Todo lo que no se da, se pierde”. Sigamos con el necesario esfuerzo para paliar la escasez y la precariedad que sufren las familias en estos tiempos, pero no lo hagamos para caer en la trampa de la pobreza por exceso. 

Publicado en el Diari de Terrassa el 13 de junio de 2013

lunes, 3 de junio de 2013

Nunca me gustaron las muñecas con pilas

Nunca me gustaron las muñecas con pilas. Recuerdo que la primera muñeca que pedí para Navidad fue escogida expresamente para que aguantara los embistes del uso y del tiempo: allí donde yo estuviera iba también ella, las fotos de mi infancia lo prueban. No concebía una muñeca que no funcionara cuando la necesitara, que pudiera morirse, por así decirlo, cuando se le acabara la batería. Claro que sabía que siempre podía reponer las pilas, pero en mi casa nunca se encontraban las suficientes cuando hacía falta y más de una vez tenías que robarle la pila al walkman para sustituir la del mando a distancia. Con estos precedentes, entenderán que no me arriesgara demasiado y optara por una muñeca con el cuerpo de trapo y la cara, las manitas y los pies de plástico. No me separé de ella en años, y hasta cuando mi madre la ponía en la lavadora me quedaba mirando como daba vueltas en el tambor. Reconozco que lo pasaba mal durante el centrifugado y en alguna ocasión a punto estuve de interrumpir el programa.
 
Con el tiempo mi muñeca se quedó en el armario, yo que le juré que nunca me olvidaría de ella, hubo un día en que salí de casa sin su compañía y así continué hasta hoy, cuando el único peluche con el que duermo, es mi marido. Se hace extraño pensar en aquellas cosas, personas incluso, que un día formaron parte indisoluble de nosotros y que ahora sólo son recuerdos que a veces se me antojan de otra vida. Durante un tiempo también me pareció normal vivir en una casa con mosquiteras en vez de cristales en las ventanas, comer fufu con las manos o ser constantemente manoseada por niños que tocaban mi cabellera salvaje como si fuera un gran don de la naturaleza, yo que siempre me había quejado de lo imposible de amansarla.

Ahora me he vuelto a acostumbrar a otros detalles cotidianos sin los cuales me sentiría rara y no será hasta dentro de unos años cuando me de cuenta de que ellos vienen y van pero yo siempre me reconozco como la misma Sandra. Será porque la memoria es un pegamento perfecto que me hace considerarme un continuo coherente, aunque yo sepa que ha habido momentos en que la adhesión ha fallado y se han abierto algunas grietas entre la niña de 9 años adicta a los libros de Jostein Gaarder y la adolescente que probó el primer chupito de tequila, entre la veinteañera que pensó que nunca saldría de Matadepera y la que poco más tarde cogía el avión casi tanto como el autobús.

Aquí estoy hoy, cumpliendo sueños. De lo que no me separo ahora es del bolígrafo y de la Moleskine, como si poder explicar lo que me pasa le diera sentido, y hasta hacerlo público fuera necesario. Quién sabe si al otro lado de la pantalla hay una mujer que no se acuerda de que lo más importante es no dejarse nunca de lado, aunque las muñecas pasen, y las parejas se desvanezcan, y los paisajes cambien y hasta los ingredientes del plato tengan nombres que nunca antes hubieras comprado por lo difíciles de deletrear.

Que tú nunca te olvides, aún cuando te reinventes o precisamente porque te importas y sabes que no existirías de no ser porque creces. Si tu también eres una de esas personas a las que nunca les gustaron las muñecas con pilas, alégrate, también eres una de esas personas que aprecia la libertad y la autosuficiencia, que sabe que puede seguir funcionando porque no depende de una fuente de energía externa. Eso sí, conéctate contigo misma, de otro modo, te será imposible que te saquen risas aún cuando te aprieten con ternura la barriguita.

P.D. Releo el artículo unos días mas tarde, enfrascada como estoy también en la lectura del libro de Francesc Torralba Vida espiritual en la sociedad digital (lo confieso, leo montones de libros en paralelo) y me doy cuenta de que mi animadversión hacia las muñecas con pilas no es más que la traducción infantil de un anhelo por lo trascendente, lo infinito y lo eterno, por no decir un anhelo por lo sagrado y espiritual… Al final tendré que darle la razón a los niños que en mi clase me llamaban rara.

Artículo publicado en la plataforma digital de emprendeduría Reinventtv

jueves, 9 de mayo de 2013

Confieso que me río sola

Sólo una vez me he confesado delante de un sacerdote. Lo hice obligada porque en la escuela religiosa donde estudié de pequeña, se hacían misas de tanto en tanto y en una de ellas la confesión precedió la hostia, la de pan ácimo, no me mal interpreten, pues no llegaron a tanto mis pecados como para recibir un bofetón. Debía tener unos 12 años y aunque no recuerdo exactamente qué le expliqué al cura, no se me ha borrado la sensación de estar en la cola revisando si mis malas acciones eran dignas de ser reveladas. Creo que descarté no acabarme la comida del plato por considerarla demasiado ridícula, incluso para mí que era una de esas buenas estudiantes con gafas. Me imagino que al final le conté al cura vaguedades: no hacer siempre caso a los padres, hablar mal de alguna niña a sus espaldas, enfadarme con mi hermana y hasta no atender suficientemente a mi perro.

Después de esta experiencia, he oído muchas veces la palabra pecado y siempre me ha parecido que se abusa de ella en las iglesias y que si hiciéramos un análisis lexicométrico estaría en las primeras posiciones del discurso, muy por delante de la fe o del amor. En cualquier caso hace poco que me reconcilié con el inquietante vocablo. Descubrí que la esencia del pecado no es la de desobedecer unas normas religiosas determinadas, sino la de hacer algo que va en contra de uno mismo. Esta última acepción le daba una interpretación totalmente distinta a las homilías, porque ahora ya no me parecía que luchar para abolir el pecado del mundo quisiera decir luchar para instaurar la tiranía de una moral determinada, sino luchar para no boicotear nuestro crecimiento personal, del que somos los únicos responsables. Aquí no hay 15M ni PAH que nos salve, porque nuestra evolución como seres espirituales encarnados no la impiden los bancos, ni la obstaculizan los políticos. Antes bien, nuestras reacciones ante sus comportamientos pueden ser indicadores de nuestro desarrollo, y si nos pinchan y sale ira de nuestras bocas y de nuestros ojos, y si nos pinchan y explotamos de cólera, no es porque ellos hayan inoculado un gas anti-risa, sino porque nosotros, que somos como un globo, nos habíamos inflado con veneno. Claro que estoy a favor de un cambio, pero sólo si se inicia con el de conciencia.

Si tuviera que confesarme hoy en día, no podría dejar de mencionar que me hago la dormida por las mañanas hasta que reconozco por los ruidos que mi marido ha acabado de lavar los platos de la cena. A eso añadiría, que me he descargado algún que otro libro por internet y que no siempre me ducho en menos minutos de los que debiera. Aún así, hay un pecado que espero no tener que confesar nunca, porque es el único que realmente atenta contra lo esencial de la vida. Borges, no sé si en un delirio literario o en un ataque de sinceridad fue uno de los mayores penitentes del mundo, así lo confesó en sus versos: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer, no he sido feliz.” Qué triste que para la mayor perversión, no haya absolución posible, qué triste sobretodo porque Dios, con su magnánima benevolencia, podría llegar a perdonarte, pero ¿podrías hacerlo tú?

Publicado en el Diari de Terrassa el 9 de mayo de 2013

lunes, 6 de mayo de 2013

Pastillas para vivir

Hace apenas unas semanas uno de los programas mejor valorados de la parrilla televisiva se hacía eco de la excesiva medicalización del sistema. Médicos, farmacólogos y ex-visitadores médicos revelaron algunas de las estrategias con las que actúa impunemente la industria farmacéutica. Pónganse en la piel de una empresa el cliente potencial de la cual es un enfermo… Este interés comercial puede muy lícitamente conducirnos a la sospecha, pues cubiertos los trastornos típicos que llenan nuestro botiquín de antitusivos, antitérmicos, antiinflamatorios y mucolíticos, existe un vacío que las empresas farmacéuticas intentan llenar, al menos mientras siguen con su batalla contra la muerte.

Hace tiempo que sabemos que la mayoría de los productos en el mercado consumista no existen para cubrir necesidades, sino para crearlas y aunque en un inicio nos pareció perverso, ahora nadie se queja mientras pueda comprarse los lujos que se imponen como requisitos del buen ciudadano de la sociedad capitalista. Lo peor es que la industria farmacéutica ha calcado el truco de magia y la ambición por el lucro ha superado el espíritu de servicio que nunca tendría que haber perdido, no sólo porque juegan con el bolsillo de sus clientes, sino también con su salud.

Mientras que en la otra parte del mundo - que parece como la otra cara de la luna, porque nunca nos la dejan ver - se muere de enfermedades que podrían ser tratadas rápida y eficazmente, la industria farmacéutica se afana en investigar para hacer crecer el pelo en la cabeza de los hombres, sacarlo de las piernas y de las axilas de las mujeres, estirar la piel de la cara, bajar hasta las cotas que ellos mismos imponen los niveles de colesterol y, en definitiva, crear productos para el cliente que saben que les puede pagar, a pesar de que esté mucho más sano que los moribundos pobres con tuberculosis, sida y desnutrición severa.

La salvación a todo está en una pastilla, un remedio indoloro que ahora también soluciona nuestra incapacidad para gestionar la frustración, que no es más que la manera que tiene la vida de mostrarnos que no siempre aquello que deseamos es aquello que necesitamos. Pero esta explicación no tiene detrás rendimientos económicos, como tampoco los tiene aprender a respirar, a comer o a descansar y puestos a elegir, hay mucha gente que prefiere tragarse un comprimido que una lección, sobretodo los niños a los que se les ha medicalizado el fracaso escolar. Dentro de poco se podrá leer en los prospectos de los fármacos para TDAH que el aumento de la dosis también redunda en una nota más alta en los exámenes y hasta quién sabe si los profesores del futuro suministrarán, junto con el nauseabundo flúor del mes, sobres efervescentes para conseguir que los niños dejen de escribir balón con v y hoja sin hache.

En cualquier caso, no me gustaría acabar sin matizar que la seducción de las píldoras ha colonizado también los herbolarios, donde productos tan artificiales como los de las farmacias, pero con nombres mucho más naturales, se venden como verdaderas panaceas: sin contraindicaciones, ni efectos secundarios que tanto sirven para la alergia como para el Alzheimer, y hasta para que te salga mejor la paella de los jueves, porque a este paso cualquier cosa parecida podrá ser digna de consejo médico.

En mi consulta, como mucho, prescribo platos, no en vano, las recetas culinarias son también las primeras recetas médicas de la historia, y si me vienen pacientes que de lo único que padecen es de incapacidad para comprender que los pequeños contratiempos de la vida sólo se curan entendiendo que es su interpretación sobre lo que debería ser, la que está equivocada, entonces les sonrío y les digo que eso sólo se soluciona con la muerte… del ego. 


Artículo publicado en la plataforma digital de emprendeduría Reinventtv

jueves, 11 de abril de 2013

Síndrome post-vacacional

Tengo algo en común con Winston Churchill: “Me he pasado la mitad de mi vida preocupada por cosas que jamás ocurrieron”. He llegado a jurarme que de aprobar ese examen para el que había estudiado tan poco, dejaría de inquietarme por asuntos que sólo estaban en mi cabeza. Es algo así como tener pesadillas y, una vez despiertos, actuar como si los dragones existieran de verdad. Luís Rosales lo dice mucho más poéticamente en unos versos que desde que los leí, se imprimieron en mi memoria a fuego. Ojalá los temarios escolares y universitarios tuvieran esa fuerza: me hubiera ahorrado muchas dudas en las preguntas tipo test. En su Autobiografía, Rosales entona un testamento vital, precioso y trágico, que en algunos momentos también hubiera podido ser el mío:  “Como el náufrago metódico que cuenta las olas que le bastan para morir / y las contase, y las volviese a contar para evitar errores, / hasta la última, / hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le besa y le cubre la frente, / así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño, / sabiendo que jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería.”

Así me parece que vivimos muchos, tratando de inventariar las olas que acabarán por ahogarnos, como si lo importante fuera que al morir la caja nos cuadrara y el libro de cuentas estuviera impecable, mientras nuestro caballo de cartón nunca trota ni galopa por miedo de algún grifo que gotea. Así vamos celebrando los años, teniendo razón en asuntos triviales que nos permiten aleccionar con aire triunfal a los pobres inocentes que nunca entenderán este poema porque su caballo es de carne y hueso y los lleva por paisajes donde el agua no mata.

Yo que pensaba que debía prevenirme de los accidentes de tráfico, de los desconocidos que te atraen a base de piruletas, de las macetas rebeldes que se estrellan como proyectiles en las cabezas de los urbanitas, y de las galletas que después de haber tocado el suelo se convierten en veneno; yo que pensaba que debía precaverme de las peligrosísimas amenazas escondidas en los paseos en bicicleta sin casco, en los virus informáticos y en las pandemias de gripe aviar, en los cigarros y en los hongos de piscina, yo que pensaba que era importante no exponerme al riesgo de fallecer tontamente, no había calculado que al final iba a morirme igual, y encima de aburrimiento.

Estas son las reflexiones que me acompañan normalmente después de volver de vacaciones, por eso me cuesta tanto irme, porque sé que al regresar, antes de girar la llave de la puerta de mi casa, voy a tener que responder al santo y seña de unas preguntas incómodas que me enfrentan conmigo misma. Preguntas que no se contentan con monosílabos, ni con citas de libros de autoayuda, ni tampoco con las palabras  prestadas de los personajes de las novelas de Almudena Grandes o de José Luís Sampedro (que en paz descanse). El verdadero síndrome post-vacacional no es tener que volver al trabajo y a la costumbre de los horarios y de las cenas sin vino, el verdadero síndrome post-vacacional es darse cuenta de que la rutina te narcotiza y que eso es precisamente lo que buscas para no tener que admitir que no estás a la altura de tus sueños.

Publicado en el Diari de Terrassa el 11 de abril del 2013

miércoles, 10 de abril de 2013

En memoria de José Luís Sampedro

Escribo hoy después de enterarme de la muerte de uno de mis escritores favoritos, José Luís Sampedro. Fue uno de los primeros autores a los que admiré y que me humilló, porque hasta que cayó en mis manos su novela La vieja sirena, yo pensaba que escribía bien y hasta me parecía que podría competir con algunos de los autores de moda. Pero Sampedro me puso en mi lugar y debo admitir que lo hizo a tiempo, antes de que mi entusiasmo juvenil me llevara a alardear demasiado y alguien con menos miramientos me dijera que lo mío eran cuatro palabras bien puestas, nada más ni nada menos. Esa declaración, que ahora parece hasta inofensiva, pudiera haber herido tanto mi orgullo desmedido que hasta podría haber desencadenado un mutismo lírico de por vida.
 
Pero aquí estoy, a pesar de mis vaivenes y mis complejos, porque teniendo a Sampedro, Kundera, Grandes, García Márquez y Auster en el altar de mi biblioteca, es difícil atreverse a escribir sin admitir de antemano que voy a fracasar. Me consuela saber que ellos tuvieron a un Galdós, un Tolstoi, un Cervantes, un Faulkner o un Borges antes, pero no me consuela demasiado, la verdad. En cualquier caso, voy a intentarlo, porque de otro modo, quizás no hubiera habido más literatura desde el Gilgamesh o desde la Odisea y puede que toda la historia de las palabras no sea más que la historia de la osadía y del descaro, la historia de los hombres y las mujeres que se atrevieron a decir la última palabra y a pretender, incluso, inventar alguna más.

Sampedro me ha arrancado algunas lágrimas este mediodía, cuando emocionada le decía a mi marido que el responsable de nuestra visita a Aranjuez esta Semana Santa había fallecido. Hasta a mí me ha resultado extraño llorar por un hombre que sólo conozco por sus libros, pero entonces me he dado cuenta de que conocer a alguien por lo que escribe es conocerlo mucho más profundamente que por lo que simplemente dice mientras compartimos una botella de vino. Diría que hasta he hecho el amor con él – muy castamente, se lo aseguro – cuando describía como Ahram y Glauka se lamían la sal del mar en una cueva.

Octubre, octubre, su testamento vital, su obra-mundo, me acompaña ahora a todas partes, bien, a todas no porque es un libro de medio kilo que no cabe en mi bolso porque con el resfriado está lleno de paquetes de Kleenex y de caramelos para la tos. Sampedro también fue uno de los primeros autores que conocí con una doble vida, la suya mucho más difícil que la mía, porque tenía que conciliar su trabajo como economista con su faceta literaria y yo, que ya tengo problemas serios tratando de armonizar mi vida laboral como coach nutricional y naturópata con mi vertiente de escritora, no sé como lo pudo hacer él cuando se presentaba en las fiestas y en las reuniones, y es que a mi todavía me cuesta decidir qué identidad es la que más me corresponde y hasta pienso que si pudiera profesionalizar este pasatiempo que me estimula mucho más que un café cargado – no les engaño, ¡hasta me cuesta dormir después de escribir! – quizás no me encontrarían el próximo lunes en Animasalus…


Artículo publicado en la plataforma digital de emprendeduría Reinventtv 

martes, 19 de marzo de 2013

Día de salud: día del padre

Temo las celebraciones en las que se supone que tengo que hacerte un regalo, eso incluye: cumpleaños, navidades y, como es el caso, días del padre. Confío en que tú me perdonas los santos. Temo estas fechas porque año tras año he ido gastando los pocos artículos que podrían gustarte y en mi lista de obsequios pendientes hay un vacío que ni con antelación he sabido rellenar. Igualmente debes admitir que no me lo pones muy fácil, pues no usas corbatas, y tengo una hermana con la que competir en colonias, bolsas de tenis y camisas de marca. Últimamente, ya lo sabes, me había dado por regalarte libros, pero sospecho que no se han abierto demasiado y hasta pudiera ser que alguno empezara a amarillear.

Por eso se me ocurrió el otro día, a última hora, justo cuando se me acababan los temas para los artículos que escribo en los variados medios de comunicación, que quizás tenías de todo, menos un artículo dedicado a ti y publicado en internet. Claro que vas a tener que compartir este privilegio con los muchos otros padres que se sientan identificados con estas palabras, sobretodo porque todavía no soy tan famosa como para hacer de mi tribuna literaria un espacio exclusivo para mis memorias personales.

Además, voy a tener que disimular el artículo con alguna referencia interesante y conveniente, y hasta relacionar este original desvarío literario con mi función de bloguera especializada en temas de salud consciente. En cualquier caso, escribo en una plataforma de televisión digital de emprendeduría, lo que me permite mencionarte legítimamente y hasta me atrevería a decir que forzosamente, pues tú eres uno de los mayores emprendedores que conozco, capacitado para dar charlas y talleres sobre la importancia de la valentía, la audacia, la inteligencia, la motivación y la pasión necesarias para el éxito de cualquier proyecto. Es verdad que tu labor de maestro en las asignaturas de sacrificio y empeño debieran compensarse con la de alumno en las de descanso y paciencia, pero aún así la balanza sigue saliendo a tu favor.

Cabe añadir que yo no estaría escribiendo todo esto si no fuera porque un día de hace ya veinte años me prometiste que iríamos juntos a la librería y me comprarías todos los libros que yo escogiera. La elección que hice entonces todavía me sorprende: dos diccionarios y dos libros de poemas. Más tarde descubrí que mi afición por la escritura estaba tan bien vista por ti, que hasta podía pretender recitar un poema en medio de un partido de fútbol televisado, sabiendo que tú bajarías el volumen y me escucharías. Creo que nunca probé este poder en un Madrid-Barça, pero déjame pensar que hasta incluso en tal ocasión hubiera captado tu atención. Tampoco estaría escribiendo todo esto bajo este título rimbombante que me define como “Coach nutricional y naturópata humanista” si no fuera porque siempre me has apoyado en todas las decisiones que he tomado, incluso cuando éstas implicaban alejarme miles de kilómetros para vivir en un campo de refugiados.

Filosofías y terapias varias hablan de la importancia del agradecimiento como un factor imprescindible para la atracción de todo aquello que deseamos. Dar las gracias es una muy buena manera de mostrarle al mundo que somos dignos de lo que nos regala, por eso este escrito también es una terapia que me permite saldar mínimamente la deuda que he contraído con el universo y contigo; por eso este artículo que protagonizas es también una manera de hablar de salud sutilmente: las relaciones familiares también pueden ser literalmente enfermizas o portentosamente sanadoras. Yo espero que acabada esta entrada de blog me haya curado de la miopía y del astigmatismo. Pero aunque siguiera necesitando lentillas después del punto y final, no consideraría que esta dosis de escrituraterapia hubiera sido en balde, al menos me habrá servido de regalo para el Día del Padre.



Article publicat a la plataforma de televisió digital d'emprenedoria Reinventtv  

miércoles, 13 de marzo de 2013

Coaches tristes

Existen coaches tristes y aunque no queda bien divulgarlo, precisamente porque yo soy una de ellas, mi faceta de escritora me impide callármelo. Ya saben que somos todas unas exhibicionistas, no porque nos guste simplemente airear nuestras penas y alegrías, sino porque escribir es la manera más efectiva que hemos encontrado de consolarnos, pero también de transformarnos. Al menos este es mi caso.

Existen coaches tristes que además se dedican a la nutrición y algún día devoran trozos de chocolate a escondidas. Existen, me justifico yo, porque también somos humanas. Ya lo expresa muy bien el dicho de forma menos dramática: “En casa del herrero cuchara de palo”. Pues lo confieso: he tenido antojos de galletas y de donetes. Y no, no estoy embarazada, aunque a mis transgresiones alimentarias se sume un sopor pegajoso que me pone a dormir más horas seguidas de las que confesaría en público.

Yo también soy de las que entre frase y frase suelta perlas como “Si puedes soñarlo, puedes hacerlo”, “Si nunca lo intentas, nunca lo conseguirás” o la gandhiana “Si todos hiciéramos lo que podemos hacer, el mundo cambiaría”. No piensen que no me las creo, pues hasta baso mi vida en tales ideas y la filosofía que redunda detrás de ellas me parece mucho más sana que la de “el mundo es duro” y “ya te darás cuenta de que la gente es ingrata”. Aún así, a veces yo también me enfermo, no de gripe, más bien de virus mentales que se inoculan a través de algunos canales que hacen que mis pensamientos se enturbien y lo vea todo negro. Quizás me acuerdo tanto de África que pretenda mimetizarme con sus habitantes de algún modo: si no por el color de la piel, por el del tul que cubre mis neuronas. Sí, puede que lo único que me esté pasando es que Terrassa no es Buduburam y que mis maletas hace tiempo que no se usan.

Existen coaches tristes y escritoras que renacen gracias a la melancolía. Será porque estos días estoy escuchando demasiado country y folk entre Ben Harper y Norah Jones. Será porque últimamente necesito excusas para llenar hojas en blanco y mi costumbre literaria siempre ha sido escribir sólo cuando la nostalgia se apodera de mis manos.



lunes, 4 de marzo de 2013

La (r)evolución de la salud

“No comiences una dieta que acabará algún día, empieza un estilo de vida que dure para siempre.” Ésta es precisamente una de aquellas frases que resume la filosofía con la que trabajo y que deberé memorizar para cuando la gente me pregunte qué diferencia exactamente al coach nutricional del dietista convencional. Claro que hay muchas otras diferencias que me alejan del nutricionista que cuenta calorías, mide IMCs y recomienda carne y lácteos para la salud y la larga vida. Igualmente, es cierto que si no mencionara que en mis consultas quien más trabaja es el (im)paciente, que hablamos de nutrir el cuerpo físico, pero también el emocional y el mental, y que receto hablarle a la comida y escribirle cartas de despedida a los michelines y a las cartucheras, hasta podría parecer que soy una terapeuta normal, pero yo siempre me acuerdo de la frase de Krishnamurti que dice “No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma” y es por eso que me esfuerzo en salirme por la tangente.

Soy de las que piensa que cuando la norma proviene de un mal líder, es mejor desobedecer y el sentido común me hace sospechar que el paradigma de salud actual - aunque quizás debiera decir “de enfermedad” - no invita al proselitismo a menos, claro está, que te guste ir de víctima por la vida y entiendas que el cada vez mayor número de enfermedades con nombres impronunciables añade valor a tu personalidad. Hay quien se identifica de tal modo con sus trastornos que los usa para diferenciarse del resto, y en sus citas ya no presume de sus logros personales o profesionales sino de sus heridas de guerra.

Tenemos mucho trabajo por delante ahora que comprendemos que el protagonista de nuestra salud debe ser cada uno de nosotros, y que los grandes especialistas sanitarios más que bastones para los momentos en qué cojeamos, deben ser trampolines que nos impulsen y nos permitan coger la batuta de nuestra vida. La revolución de la salud está a la par con la reinvención del ser humano: uno que no sólo encuentre tiempo para entrenarse en pistas de pádel o de atletismo, sino que también lo disponga para ejercitar su alma; uno que no sólo encuentre tiempo para formarse en inglés y patchwork, sino que también lo disponga para aprender a cuidarse. No en vano, las palabras curar y cuidar se asemejan tanto: cuídate para no tener que curarte cuando ya sea demasiado tarde. 

Invierte tus energías en el vehículo que se te ha prestado: no sólo deberás hacer menos paradas de urgencias en boxes sino que también servirás mejor a tu propósito de vida. Esta crisis está concibiendo un nuevo mundo que en cualquier momento dará a luz, pero para que el parto y la crianza sean favorables necesitamos personas en plenas facultades. Ya no más “tu salud es cosa tuya”, ya no más “me da igual si te matas, es tu vida”, estamos todos tan interconectados que si realmente quieres ser responsable y tener un papel activo en esta nueva sociedad, prepárate: se buscan seres humanos sanos.

Article publicat a la plataforma de televisió digital d'emprenedoria Reinventtv

martes, 19 de febrero de 2013

Para raros, nosotros

La literatura antropológica tiene títulos tan extraños como “Los argonautas del Pacífico Occidental” de Malinowski, “Vacas, cerdos, guerras y brujas” de Marvin Harris o “Para raros, nosotros” de Paul Bohannan. No se preocupen, no voy a hacer de esta columna una reseña literaria porque sería desperdiciar el espacio del que dispongo con informes que ya tuve el placer de presentar a lo largo de la carrera, pero les seré sincera, me ha venido muy bien empezar por aquí para mostrarles que nuestras pautas sobre una vida normal, feliz y correcta están basadas en hipótesis que todavía están en período de evaluación. Así, las “verdades” occidentales a las que rendimos pleitesía y que van desde el “cuanto más, mejor” al endiosamiento e hipertrofia de la capacidad de raciocinio, pasando por la convicción de la ciencia como única vía de conocimiento veraz o el reduccionismo del concepto de riqueza al aspecto meramente material, son pilares que quizás no sean tan resistentes como pensábamos. Lo mismo que en el cuento de los tres cerditos, nuestras vidas pueden haber estado edificadas sobre unos cimientos y con unos materiales tan frágiles como el cartón. Lo que me recuerda al famoso relato de León Tolstoi “La muerte de Ivan Illich”, justo cuando el protagonista, se pregunta “¿Y si toda mi vida hubiera sido una equivocación?”.

Illich no tuvo tiempo de enmendar su error, pero nos ha legado una lección muy valiosa: la  de que conviene ir revisando nuestras certezas, no fuera a ser que con el ritmo que nos impone la sociedad estuviéramos yendo demasiado rápido y demasiado eficientemente hacia al lugar equivocado. ¿Y si lo extraordinario de la vida no fuera “hacer cosas grandes” sino poder desayunar en familia cada mañana? ¿Y si la vida fuera realmente un cúmulo de pequeñas cosas y no nos estuviera esperando nada extraordinario al cumplir 18 años, al casarnos, al ser padres, abuelos, al jubilarnos?

Nos hemos acostumbrado de tal modo a dar por válida nuestra percepción de la realidad, que nos parecen extravagantes las cosmovisiones del resto de pueblos y culturas en donde las ideas sobre el amor, el tiempo, la muerte, el bien y el mal o la comida distan mucho de las nuestras. Pero para raros, nosotros que quisiéramos no morirnos nunca, y nos aburrimos los domingos por la tarde. Para raros, nosotros que nos horrorizamos con la carne de perro, pero no con la de cerdo. Para raros, nosotros que no tenemos tiempo para meditar, pero sí para actualizar el Facebook. Para raros, nosotros que pensamos que las mujeres-jirafa son víctimas de una tradición salvaje, mientras fomentamos la publicidad de las mujeres-palillo. Para raros, nosotros que no adoramos a dioses zoomorfos, pero asumimos como modelos válidos a los famosos de las revistas del quiosco.

Que no nos detengan las convenciones cuando se trate de considerar si estamos viviendo de manera apropiada. ¿O a caso somos tan raros que también pensamos que el enigma de nuestras vidas nos lo resolverán otros que no seamos nosotros mismos?


Publicado en el Diari de Terrassa el 14 de marzo de 2013

Año nuevo, nuevo yo

Nunca sé cuando dejar de decir “Feliz año”. Me parece prudencial que, pasada la víspera de Reyes, se considere a todo el mundo por felicitado. No me malinterpreten, no suelo ser parca en palabras, pero tampoco me gusta usar los tópicos para romper el hielo en las conversaciones, porque entonces suelen acabar en otros lugares comunes tan recurrentes como los que rodean a la crisis. Y este año yo no voy a tener crisis. De hecho, así lo he decidido para mis propósitos del 2013, junto con los sempiternos: escribir más, hacer más excursiones por la montaña y despertarme antes. Todo ello orquestado por una determinación mayor e incluyente que surge de la voluntad de ser la mejor versión de mi misma.

Disculpen que me tome unos cuantos párrafos para ahondar en esta cuestión, pues me parece muy importante distinguir entre dos conceptos que frecuentemente se toman por lo mismo y que, a mi entender, no se asemejan en nada, pues es muy distinto aspirar a ser mejor que antes, que ambicionar ser mejor que nadie. Esta última interpretación, por cierto muy extendida, surge de la insatisfacción profunda de uno mismo, se mueve mediante la competencia y nos conduce a un camino sin salida porque reniega de nuestra auténtica identidad, la que no puede ser medida con la vara de otros. Al contrario, tratar de ser la mejor versión de uno mismo nos lleva a profundizar en nuestra esencia, despojándonos de todo cuanto obstaculiza que nuestro cuerpo y nuestra personalidad sean instrumentos afinados que den la nota que deben dar. Ser la mejor versión de uno mismo es comprender que más que trabajar en pos de la perfección, conviene trabajar para alejarse de la mediocridad. Sólo existe un verdadero trabajo en este mundo, y consiste en ser aquello que hemos venido a ser, ni más ni menos. Sepan que este trabajo no requiere de estudios ni de formaciones universitarias y que, además, no contempla el paro. ¡Qué bien empezar el año sabiendo que ninguno de nosotros está desocupado!

Ya para acabar, fíjense que la misma denominación “ser humano” conlleva una acción que, de no ser llevada a cabo, nos mantiene en el limbo entre los animales de cuatro patas (o de seis, o de ocho) y los de dos, porque ser humano no es sólo tener una cabeza que resuelve operaciones matemáticas, ni unos pies aptos para los zapatos de tacón. Precisamente, lo que nos debería diferenciar del resto de seres vivos es nuestra humanidad, que si bien viene de fábrica en potencia, no todos la hacemos realidad.

Que este nuevo año sea también el preludio de un nuevo yo. Uno que no piense que las virtudes del otro amenazan las suyas propias, y que entienda que no por regodearse en las faltas ajenas, aumenta su propia aptitud. Que este año 2013, comprendamos que la individualidad real se ejerce con el reconocimiento de los otros en nosotros.


Publicado en el Diari de Terrassa el 10 de enero de 2013

La magia de la navidad

Después de más de quince años, esta Navidad voy a escribirle una carta a Sus Majestades los Reyes Magos. Antes que nada, les voy a pedir que cambien de medio de locomoción, sobretodo porque lo de que mis regalos lleguen gracias a la tracción animal es un poco incoherente con mis principios y, además, porque creo que viajar en camello no debe resultar muy eficiente, pues aunque no consuma gasolina - muy de agradecer en estos tiempos de crisis económicas y medioambientales -, estoy segura de que las bicicletas les resultarían mucho más cómodas. Apuesto a que deberé acompañar mi solicitud con argumentos que contradigan la tan extendida idea de que sólo son para el verano, pero eso es sólo porque Fernán Gómez nunca pensó en que se podía pedalear con chubasquero. Además, y por si la avanzada edad de Sus Majestades fuera un obstáculo, les invitaría a que conocieran el grupo local del BACC, que ofrece clases para los adultos que nunca aprendieron a ir en bicicleta. También para los que ya no recuerdan cómo se hace, porque eso de que montar en bicicleta es algo que no se olvida, ¡hay algunos despistados que lo desmienten!

En esta edad donde los deseos no pueden ser satisfechos en jugueterías, y en mi caso ya apenas en librerías o grandes almacenes - ¡Ni tan siquiera en la sección de cocina! -, no me va a quedar otro remedio que pedir lo que sé que resulta más difícil de encontrar, precisamente porque no se puede comprar. Lo más extraño va a ser descubrir que la mitad de la carta son demandas que para satisfacerse no dependen de terceros. Al final va a resultar que más que los padres, ¡los Reyes somos nosotros mismos! y que, incluso aunque no creamos en la magia de esta época, no vamos a tener otro remedio que concedernos todo aquello que ansiamos. Decía Sor Lucía Caram hace unos días en La Contra de La Vanguardia que “Dios no tiene manos, pero tiene nuestras manos” que es otra manera de decir que somos canales por los que se pueden hacer realidad los milagros.

Esta Navidad pide pero que tu súplica no impida que pases a la acción. No engroses tu también las listas de aquellos que esperan aprender a nadar por correspondencia. Precisamente, es muy probable que ése es el motivo de que en ocasiones desear solo no baste, pues así como cualquier derecho acarrea un deber, así también cualquier virtud, obsequio o don conlleva una responsabilidad: la de saber hacer uso de ella para el servicio de la humanidad. Por eso, sé cauto y antes de pedir, pregúntate si vas a ser un buen embajador de tus demandas y si tus ganas de recibir se compensarán con tus ganas de compartir.

Publicado en el Diari de Terrassa el 14 de diciembre de 2012

La medicina del plato

Cuando Hipócrates, en el siglo V a.C dijo: “Que tu alimentación sea tu medicina” no tuvo que añadir “que sobre todo no sea tu veneno”, quizás porque para entonces no había transgénicos, ni granjas industrializadas, ni azúcar en todas las bebidas (o aspartamo en las bebidas sin azúcar), ni tampoco ingredientes que parecen ecuaciones de segundo grado. A propósito de esto último, se me ocurre que podríamos aprovechar las clases de matemáticas para conocer los colorantes, conservantes y demás aditivos alimentarios mientras, junto con las tradicionales X e Y, aislamos las E333, E951 o E120. De momento, se me antoja la manera más factible para que los estudiantes reciban una educación en torno a la nutrición, no sólo por los recortes presupuestarios, sino también porque parece que a nadie le importa demasiado saber que, a este paso, en vez de al cementerio, nos van a tener que venir a llorar al vertedero. Pero, dejando a parte este símil caricaturesco, lo cierto es que la mayoría de los componentes de la dieta habitual han sido creados artificialmente, no ya para potenciar nuestra salud y la del resto del planeta, como prometía la revolución verde de la década de los 70, sino para generar productos que compiten entre ellos a fin de tener un aspecto mucho más apetecible; pues ya no sólo escogemos pareja por su físico, sino que también compramos los zumos, los yogures y los botes de tomate frito más guapos. Aunque, como siempre, valoremos sólo la belleza exterior, en este caso, la de las marcas y envoltorios con más gancho.

Asimismo, nadie puede negar que la comida también está sujeta a la moda y, de hecho, ya nadie se acuerda de las temporadas pasadas, cuando el pan integral era el único pan disponible porque los molinos no podían refinar la harina hasta convertirla en lo que es hoy: el residuo que queda después de abstraerle al grano toda su riqueza nutricional. También son pocos los que consumen legumbres habitualmente, como si éstas fueran lo peor de la década de los noventa, cuando a los leggings se les llamaba mallas y los chandals eran de táctel.

Con todo este paradigma alimentario, luego no tenemos derecho a extrañamos de la incidencia de cáncer, de diabetes, de obesidad, de enfermedades coronarias y me atrevo a decir que incluso de depresión y ansiedad - no en vano, dos estudios de universidades nacionales han concluido que el consumo de dulces y productos cárnicos refinados, eleva en casi un 60% el riesgo de padecer un trastorno psicológico de este tipo.

Es urgente recuperar la sabiduría del adagio de Hipócrates si queremos ser los verdaderos protagonistas de nuestra salud. Especialmente, cuando los conocimientos de nutrición más populares se reducen a diferenciar dos clases de alimentos: los que engordan y los que no, como si la alimentación sólo fuera importante cuando llega el momento de lucir biquini. Recuerden que “Somos lo que comemos”, pero no sólo de piel para afuera. 


Publicado en el Diari de Terrassa el 8 de noviembre de 2012

Una nueva cultura de la salud

A diferencia de la tortuga o del caracol, los seres humanos no llevamos la casa a cuestas. Al menos no una casa en forma de cascarón robusto y pesado, pues en realidad nosotros también disfrutamos de un hogar omnipresente donde quiera que nos encontremos, así nuestras paredes sean tan blandas como la piel que nos cuelga del brazo y nuestros tabiques sean tan maleables como los que nos ofrecen nuestras piernas. Más allá del hogar que acoge nuestra vida y que nos permite, precisamente, vivir en esta dimensión donde es importante abrazar a un amigo, saborear una tarta de cumpleaños o correr cuando se escapa el autobús, nuestro cuerpo también es un templo donde mora el espíritu, el mismo que intenta acomodarse en los recovecos que sobran entre galletas, copas de vino, pensamientos de derrota y alguna que otra coliflor.

No hay por qué temer la destrucción del templo, pues como en el resto de iglesias, mezquitas o estupas, el objeto de adoración se mantiene inalterable y ni Yahvé, ni Mahoma ni Buda existen porque haya ladrillos que les den una especial bienvenida. En cualquier caso, mantener nuestro templo cuidado ayuda a que nuestra alma no decida rescindir el contrato de alquiler. Hay quien resuelve ponerse a dieta de dulces y grasas, olvidando que existen otros canales de nutrición tan o más importantes que el que empieza en la boca. ¿Y si nos pusiéramos a dieta de pensamientos negativos? ¿Y si ayunáramos de críticas, miedos y profecías fatalistas? Hay quien se atreve con triatlones, esquí de fondo y hasta claustrofóbicas sesiones en el gimnasio, sin atender a los músculos atrofiados que gobiernan la mente creativa, la empatía o la confianza.

De resfriarte este próximo invierno, no dejes de tomarte infusiones de tomillo, eucalipto, malva y hiedra, ni tampoco si te caes y te tuerces el tobillo, olvides aplicarte un emplasto de arcilla. Escribe Yogananda (el gurú de Steve Jobs) que “el Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos”. No esperemos que la salvación venga de una imposición de manos externa o de una terapia rebautizada con nombres exóticos, usa lo que esté a tu alcance con conciencia: también de nuestros dedos salen rayos láser y el milagro no es que Dios en persona te salve del cáncer o de la depresión, sino que sepas reconocer la intervención divina en tu médico interior. En cualquier caso, suscribo las palabras del doctor Jorge Carvajal, que afirma que toda enfermedad es el resultado de la inhibición de la vida del alma. En consecuencia, la terapéutica verdaderamente efectiva debe ser una alquimia de técnica y mística, de ciencia y magia. Sólo así podremos sanar realmente, incluso aunque fallezcamos. Confío plenamente en que esta nueva cultura de la salud estará presente en el nuevo paradigma que la crisis está dando a luz.


Publicado en el Diari de Terrassa el 12 de octubre de 2012

Peregrinos de la tierra

Las vacaciones han cambiado mucho desde que era pequeña; entre otras cosas porque antes duraban dos meses y las actividades que más disfrutaba eran los hoy humildes paseos en bicicleta, torneos de juegos de mesa, partidos de veintiuno de baloncesto y, en definitiva, un sinfín de actividades que surgían por sí solas con los amigos de hacía años o de hacía cinco minutos. Ser pequeño tiene esa ventaja: los “mejores amigos” pueden surgir en la tienda de golosinas, cuando uno le pregunta al otro si le cambia un osito rosa por una dentadura de goma.

El caso es que al hacernos mayores, las vacaciones se transforman en algo ansiado y temido al mismo tiempo, porque en ellas parece que reside la promesa de felicidad anual, como si fueran la única posibilidad de redimirse de la rutina. Por eso mismo las expectativas suelen ser muy altas, lo que nos crea una ansiedad absurda que acaba frustrando nuestros deseos de pasar un buen rato. A punto estuvimos, mi marido y yo, de caer en ese desengaño. Afortunadamente, supimos redirigir nuestros días libres hacia un rumbo que nos ofreció lo que verdaderamente se busca en vacaciones: no tanto “desconectar” como conectar con uno mismo. Así fue como empezamos nuestros primeros pasos literales desde Roncesvalles, la puerta del Camino de Santiago.

Ser peregrino es una experiencia que todos deberíamos probar. La sensación de realizar por tu propio pie el viaje, de cargar con tus necesidades y de llegar a un destino donde nada está reservado de antemano es la combinación perfecta de aventura, ejercicio, tiempo de silencio, contacto con la naturaleza y de relación social. Además, es una analogía práctica perfecta de nuestro peregrinaje por la vida, en donde hay que seguir siempre adelante, sin aferrarse a la etapa pasada ni a los caminantes de ayer. También, como el turista vacacional, existe quien hace turismo por la vida y se afana más en comprar souvenirs y en hacer fotos para el recuerdo que en impregnarse de la vivencia presente.

De vuelta a casa, me he impuesto el deber de recordarme la felicidad de la que he disfrutado durante los días por la vía jacobea, cuando me bastaba saber que lo único que necesitaba para seguir avanzando era mi propia disposición a hacerlo, pues todos los otros recursos necesarios, estaban ya a mi alcance. Me sorprendo a veces canturreando una canción que aprendí en unos campamentos en la sierra de Madrid: “A nada a nada nunca he de temer, yendo junto a ti con tus ojos de fe, nunca he de temer”. Y a pesar del tono apologético, pienso que, efectivamente, ¿a qué debiera temer, sabiendo que cuando comulgo con el universo, estamos ambos del mismo bando? Ya ven que en mi equipaje, mi navaja suiza es la confianza.


Publicado en el Diari de Terrassa el 13 de septiembre de 2012

La simplicidad elegante


Decía Coco Chanel que “la simplicidad es la clave de la verdadera elegancia” y aunque no me considero precisamente una seguidora fiel de la moda, debo reconocer que la frase es más profunda de lo que aparenta. En mi opinión, la simplicidad, más allá del estilo de nuestra indumentaria, debería estar presente en todas aquellas decisiones que tomamos para satisfacer nuestros deseos. De otro modo, corremos el riesgo de quedar tan materialmente saturados que no dejamos espacio para cubrir aquellas necesidades sutiles que no suelen estar en la mente de nadie cuando después de citar el alimento y el cobijo, olvidan que para poder realizarnos no sólo debemos tener en cuenta nuestro cuerpo físico, sino también el mental, el emocional y el espiritual, todos ellos ineludibles para la culminación de nuestro ser, a pesar de que nos obstinemos en envenenar nuestro corazón con la retórica del consumismo o de que nos abstengamos - con todo derecho - de adscribirnos religiosamente. En cualquier caso, pienso que la actitud más prudente es la que Compte Sponville manifiesta con las siguientes palabras: “no por ser ateo voy a castrar mi alma”.

La simplicidad elegante es la austeridad voluntaria muy en la línea de la frugalidad mística  de quien se sabe parte del mundo y uno con todos y, por lo tanto, no acapara más de lo que le toca ni ignora que lo verdaderamente importante, no sólo “es invisible a los ojos” (por seguir citando clásicos, en este caso, a Saint-Exupéry), sino que existe en abundancia para todos porque mana de una fuente inagotable que aumenta su caudal cuanto más reparte. Y antes de que nadie empiece a relacionar el imperativo moral de la simplicidad elegante con la abstinencia penitenciaria, con la mortificación o con una sobriedad rígida y severa que nos impida gozar de la vida, les diré que no hay porqué avergonzarse de disfrutar siempre y cuando no lo hagamos a costa de una riqueza obscena e ignorante que basa la felicidad en la adquisición de posesiones y que nos condena a la insatisfacción eterna.

La simplicidad elegante es, al fin y al cabo, una verdadera forma de revolución silenciosa y contundente al unísono, como la que Gandhi indujo a seguir a sus compatriotas, no sólo evitando el comportamiento belicoso sino apostando por la belleza de la tela hilada con nuestras propias manos, del pan casero y, en definitiva, de la libertad que confiere el reconocimiento de que no sólo podemos ser feliz con poco, sino que no hay otro modo de serlo. Aún así, la lucha contra la miseria debe continuar, está claro, pero no ya únicamente para erradicar la pobreza del que se acuesta sin haber comido, sino también para exterminar la  pobreza del que necesita tener para ser. 

Publicado en el Diari de Terrassa el 9 de agosto de 2012

La coherencia

“No hace falta ser un mártir para ser un héroe, ni ser un héroe para ser un hombre bueno”. Estos son los versos de mi último poema, todavía inacabado, porque no me resultó tan fácil definir el mínimo común de la bondad. Hay quien piensa que para ser bueno, sólo hace falta ser coherente con los valores que, íntimamente, todos y cada uno de nosotros defendemos. Esta línea de pensamiento me parece bastante asequible. Lo más triste es que nuestra esquizofrenia moral nos lleva a actuar, en muchas ocasiones, en contra de aquello que creemos. Por eso es tan urgente reflexionar sobre la relación entre lo que pensamos y hacemos, porque quizás descubramos que estamos boicoteando nuestros ideales y que mientras criticamos a los bancos siempre en pos de mayores beneficios, incluso a costa de los derechos humanos, también nosotros invertimos nuestro dinero en cuentas que nos dan un interés mayor, así sea mediante la financiación de guerras. Ya hace mucho tiempo que Arcadi Oliveres denuncia nuestra complicidad con el sistema y también que Joan Antoni Melé, subdirector de Triodos Bank, un banco ético (ya ven, no es un oxímoron) presenta una alternativa viable.

Otros temas tan importantes como la salud o la alimentación han sido delegados a expertos y profesionales o a madres y padres que nos han transmitido lo que heredaron de una forma casi inconsciente. Por eso mismo hemos acabado por pensar que la leche de vaca es imprescindible para el crecimiento de los niños, o que ante una amenaza de gripe A conviene ir a dejarse pinchar la vacuna de la que, afortunadamente, ya nos previno la sabia Teresa Forcades. Decía Umberto Eco en su libro “El nombre de la rosa” que el saber es casi un deber, y de hecho, el mismo Código Civil declara que el desconocimiento de las leyes no exime de su cumplimiento. Lo que viene a decir que no podemos evitar la responsabilidad sobre nuestros actos, responsabilidad que, como el aleteo de la mariposa, se deja ver en los más remotos lugares del planeta. 

La compra de un filete en el supermercado, por ejemplo, ha estado precedida de una serie de circunstancias que van desde el uso de hormonas y pesticidas a la utilización de grandes extensiones de cultivo de soja transgénica, pasando por la frustración de la soberanía alimentaria de países en desarrollo, la estabulación de millares de animales en condiciones deplorables o la participación en el incremento de gases de efecto invernadero En todo caso, es cierto que no hay que alarmarse ni atrincherarse en casa tratando de no ser una molestia para el planeta. Una de las excusas más usadas para la inacción es precisamente la del maniqueísmo, es decir, la de adoptar posturas extremas tipo “o todo o nada”. 

Cuando parece que no se puede elegir entre el bien y el mal, la gente suele refugiarse en la inercia del movimiento de la masa. Lo importante, entonces, es tener presente que siempre hay alternativas “menos malas”. Igualmente conviene recordar, porque somos muy olvidadizos respecto a todo lo que implica salir de nuestra zona de confort, que cualquier viaje, se inicia con un paso (eso sí, hacia la dirección correcta). Decía Ghandi que “la diferencia entre lo que hacemos y lo que podemos hacer, cambiaría el mundo”. ¿Lo probamos?

Publicado en el Diari de Terrassa el 12 de julio de 2012