viernes, 20 de febrero de 2015

Biberones de Coca Cola

Es probable que tus hijos tengan una esperanza de vida menor que la tuya, hasta de diez años menos, aunque con un poco de suerte, no los verás morir. Es duro pero quizás estés a tiempo de remediarlo y de una forma más simple de lo que parece, pues no se trata de que tu niño vaya acompañado de un guardaespaldas por si acaso lo matan, porque los asesinos de los que hablo son minúsculos y silenciosos, aunque todo depende del tamaño del michelín. Y es que, según los estándares de la OMS, más del 40% de los niños españoles tiene sobrepeso u obesidad y, ahora viene lo peor, la mayoría de las primeras causas de muerte en el mundo industrializado están directamente relacionadas con ello: enfermedades cardiovasculares, algunos cánceres y diabetes. Asusta, ¿verdad? Debería, porque además España va a la cabeza de Europa. Si no estamos poniendo Coca Cola u otros refrescos en los biberones de niños menores de un año es porque Brasil nos queda lejos, al menos geográficamente, allí el 56% de los bebés consumen sodas regularmente. A punto de llorar estuve cuando lo vi ayer en el documental “Más allá del peso”, que les recomiendo vean esta noche mismo, porque mañana estarán comprando fruta en vez de donuts o cruasanes, aunque estos ya se vendan tan baratos y nos acosen por todas las panaderías del centro - que mantienen su particular guerra de precios -, que caigamos nosotros también heridos por las balas de grasa y azúcar. 

Pero no es justo responsabilizar a los padres de los quilos de sus niños, ¡tan hermosos! dice la cultura, ¡tan ricos! dice la sociedad, porque no es lo mismo ir con productos procesados al colegio, con sus envoltorios de colores y personajes famosos impresos en ellos, que ir con una fruta o un bocadillo envuelto en un feo papel de plata. Cuando a la salida del supermercado, un popular divulgador alimentario explicó a los padres que los Actimels y otras bebidas lácteas similares no ayudan al normal funcionamiento del sistema inmunitario por el conocido L-casei sino por la vitamina B6, y que ésta se encuentra 3 veces más en un sólo plátano, los padres respondieron que, aún así, no iban a ser sus hijos los que parecieran pobres. Mientras la regulación no sea más coherente con la epidemiología y existan locales de comida - me niego a llamarlos restaurantes - que parezcan parques de atracciones, y a los niños les protejamos de ellos mismos prohibiéndoles el acceso al tabaco y al alcohol, pero no a lo que verdaderamente les está matando - también psicológicamente mediante poca disciplina, baja resistencia a la frustración y una nefasta autoimagen -, entonces ciertamente los padres no podrán ganar la batalla y sus hijos seguirán al cuidado de niñeras graduadas en las mejores universidades de márqueting. 

Dice Sabina que “para que sus allegados, condenados a un ingrato futuro, no sufran lo que ha sufrido, ha decidido no dejarles ni un duro”, puede seguir el ejemplo si quiere, pero déjeles un buen testamento en conocimientos y hábitos: que no se mueran si no es necesario. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 20 de febrero de 2015

viernes, 13 de febrero de 2015

No te fíes de lo que piensas

Pensar bien no es fácil. Nuestra mente, como nuestro cuerpo, está lleno de compromisos, de manera que desatiende alguno en mayor o menor medida y suele ser el que le parece menos urgente. Siendo así, y desconfiando de nosotros mismos, la evolución potenció sus propias estrategias mentales a fin de que llegáramos a la conclusión que le interesara. En otras palabras, muchas veces pensamos mal porque nuestras circunvoluciones cerebrales nos llevan por atajos que al final acaban en callejones. El descuento hiperbólico es un buen ejemplo. Se dice que somos más proclives a descontar los beneficios de una recompensa si se da en el futuro y preferimos el premio inmediato, aunque sea de menor valía. La evolución nos ha dotado de una tendencia a favorecer el hoy antes que el mañana, pues en el pasado cualquier recurso podía representar una ventaja significativa en la lucha por la supervivencia que, además, no estaba para nada asegurada. ¿De qué le sirve a un muerto recibir más que cuando vivía? 

Esta es sólo la mitad de la historia, y hasta ahora sólo hemos explicado el modelo del descuento exponencial que, como ven, es clave en nuestro comportamiento económico - en las apuestas, compras y en la selección de productos financieros como planes de pensiones - pero también en la procastinación, adicción o dietas para perder peso. En definitiva, tratamos de equilibrar el conflicto que se genera entre el corto y el largo plazo, no siempre con éxito. Muchos estudiantes universitarios, en una época en la que el Carpe Diem se practica en las discotecas se plantean dejar los estudios porque no ven que su recompensa futura, ser licenciado, sea equiparable a la de una noche más de fiesta. Con el modelo del descuento hiperbólico el sesgo que impone el presente todavía se hace más visible. Así, si yo le pregunto: ¿Qué prefiere 50 € hoy o 100 € dentro de un año?, usted probablemente escoja recibir los 50 € hoy. Si luego le pregunto: ¿Qué prefiere 50 € dentro de cinco años o 100 € dentro de seis? y me responde que prefiere los 100 €, estará tomando decisiones inconsistentes pues aunque el intervalo de espera es el mismo - un año -, no lo acepta en igual medida. Huelga decir que estas divergencias pueden tener consecuencias perversas en la vida diaria.

Por tanto, este tipo de experimentos, que evalúan la gratificación inmediata versus la gratificación diferida, podrían resultar indicadores de inteligencia y autocontrol. También de emoción, claro, porque parece que los que más se apasionan menos capaces son de esperar. De nuevo, no es un error evolutivo, al cuerpo le interesa empujarnos de cualquier modo a asegurarnos el presente y para ello tiene un buen arsenal de armas en el sistema límbico: en el pasado tenían buena puntería pero hoy pueden errar el tiro y herirnos. ¿O a caso nadie de ustedes se ha enamorado de quien no debiera? Ya ven. Tampoco se fíen de lo que sienten.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de febrero de 2015

lunes, 9 de febrero de 2015

Crónicas mágicas desde Terrassa V


Érase una vez, hace muchísimos años, antes de que aterrizara un marciano en Terrassa y después de que apareciera un Triceratops que huyó un triste día de Carnaval, una gaviota perdida se posó en medio de la Plaça Vella que, entonces como ahora, estaba llena de palomas que picoteaban migas de pan y de croissant. La gaviota, de plumas blancas, se había perdido cuando intentaba ir de Barcelona a Tossa de Mar para ver a sus primas, que tenían un nidito muy acogedor  en una roca con vistas al castillo. No solía viajar sola, pero ese día su marido había preferido quedarse en el Maremagnum aprovechando el aluvión de turistas japoneses que  visitaban la zona. Los japoneses siempre pagaban bien por las fotografías y sus galletitas con algas tenían un rico sabor a pez. 

Por eso Linda, que así se llamaba la gaviota, se sintió intranquila en medio de la ciudad en la que no había rastros de arena de playa. Las palomas de su alrededor se fijaron en lo insólito de la visita de un pájaro del litoral y, asustadas, le preguntaron si es que Terrassa se había mudado a una isla en medio del mar y ellas no se habían percatado. Antes de que Linda respondiera, otras palomas ya estaban imaginando que en poco tiempo empezarían a crecer cocoteros en la Rambla y los náufragos que llegaran a Terrassa no traerían un triste mendrugo encima. Linda apaciguó el ambiente respondiendo que la ciudad seguía en su sitio, era ella la que se había perdido. Cuando les explicó su situación y les preguntó qué dirección debía seguir para ir a Tossa de Mar ninguna le supo responder porque no habían ido más allá de la Plaça del Progrés. 

A punto estuvo Linda de volver a Barcelona y olvidar la excursión al nidito de sus primas, pero entonces llegó Guillermo y la salvó. Guillermo tenía ocho años y unas zapatillas con ruedines. Patinaba por la Plaça Vella como si estuviera encima de una pista de hielo. De repente se dio cuenta de que algo pasaba y todavía no sabía si era bueno o malo porque las palomas hablaban muy bajito, aunque ya de lejos distinguió una gaviota, de plumas blancas, que no había visto nunca antes por allí y que le recordaba mucho a las que sobrevolaban el pueblo donde él veraneaba. Guillermo se acercó a curiosear cuando oyó que la gaviota se lamentaba de que ni las palomas ni los gorriones supieran indicarle cómo ir a Tossa y en cambio trataran de convencerla de que fuera al Parque de Vallparadís que a falta de mar, tenía una piscina. Al llegar el niño deslizándose sobre sus zapatillas Linda aleteó por miedo a que le pisara, pero Guillermo frenó a tiempo y además resultó saber cómo se llegaba a Tossa de Mar porque sus padres tenían un apartamento en la calle Sant Ramon de Penyafort. Cuando Guillermo empezó a darle las indicaciones, Linda otra vez se desanimó, no entendía nada de lo que le contaba: carreteras, autopistas, salidas, peajes... Ella sólo conocía los caminos del cielo. 

Entonces el niño tuvo una idea, ¿y si le acompañaba en su vuelo? De nuevo, Linda estaba confusa ¿a caso en Terrassa los niños tenían alas? ¿O es que todos sus habitantes estaban un poco locos? Nada de eso, porque resultó que Guillermo era un niño plegable, como las bicicletas, que podía hacerse más pequeño de lo que ya era, tanto que el lomo de Linda se convertía para él en un cómodo asiento desde donde pilotar al ave. Ese día Linda pudo ver a sus primas y Guillermo bañarse en la Mar Menuda. Secó su cuerpo con el viento de vuelta a Terrassa. Linda lo dejaría caer a la altura de la calle Sant Pere sin temor a que se hiciera daño porque el niño le había asegurado que los adoquines eran elásticos - de ahí que los transeúntes del barrio parecieran saltar sobre un castillo hinchable cuando caminaban. Ya en Barcelona, la gaviota no pudo convencer a su marido de lo ocurrido, él que se había aburrido mucho porque los turistas japoneses habían preferido ir al Park Güell.

sábado, 7 de febrero de 2015

Crónicas mágicas desde Terrassa IV

Érase una vez, hace muchísimos años, cuando Terrassa no era como ahora y sólo había niñas y niños correteando por las calles porque los padres vivían en Sabadell y los abuelos en Matadepera y en todas las tiendas de la ciudad de Egara, fueran ferreterías o fruterías, se vendían muñecas, pelotas, cuentos y donuts de chocolate que traían cromos que nunca salían repetidos, un dinosaurio que había sobrevivido a la extinción del Cretácico-Terciario apareció de repente en la entrada del único colegio de la ciudad, en el que otros niños y niñas jugaban a hacer de profesores. Cuando a la hora de salir de la escuela los alumnos se encontraron con el imponente Triceratops ninguno se asustó o se puso a llorar, al contrario, todos echaron a correr a su encuentro y no tardaron ni dos minutos en subirse al lomo que tan grande como era podía dar asiento a toda la clase de cuarto de primaria. Otros niños y niñas se acercaron entusiasmados, intentaban comunicarse con él hablándole en diferentes idiomas, probaron con el catalán, con el castellano, con el poco inglés que chapurreaban y con la jerigonza que usaban cuando no querían que los mayores les entendieran. Le dijeron: Hopolapa dipinoposaupauropo, eperespe muypuy boponipitopo. Y también: Tepe queperepemospo, quepedapatepe conpo noposopotrospo. El dinosaurio no decía nada, pero abría y cerraba la boca como si quisiera contestarles que él también estaba muy contento y, al hacerlo los niños podían ver sus enormes dientes y su lengua carnosa, y olían su aliento que tenía aroma a manzanilla, porque el Triceratops se había dado un atracón de margaritas. 

Media hora más tarde el dinosaurio tenia el cuerno del hocico pintarrajeado con rotuladores y ceras de distintos colores. Como no había ningún adulto cerca, los niños estuvieron toda la tarde tirándole de la cola al Triceratops, escondiéndose entre sus enormes patas y llevándole toda clase de comidas, por si tuviera hambre. Un niño impaciente que no quiso acompañar al resto a buscar helado probó a ofrecerle plastilina  verde que le había sobrado de la clase de manualidades. El Triceratops se la comió pensando que era una hoja de lechuga. Al caer la tarde los niños empezaron a tener frío, sabían que debían irse a sus casas si no querían congelarse, pero no querían dejar a su nuevo amigo, por eso decidieron hacer una cabaña que los cobijara a todos. Trajeron mantas y cojines de sus casas y con unas cuantas cuerdas tendieron las telas por encima y alrededor del Triceratops, de manera que el dinosaurio parecía estar dentro de una carpa de circo. Así pasaron la primera noche, el Triceratops temeroso de moverse y pisar un niño. 

Una semana más tarde el dinosaurio ya respondía al nombre que le habían puesto los mini-habitantes de Terrassa. Así, Ernesto atendía a todos los niños cuando le llamaban y había aprendido a sentarse y a ofrecer la pata derecha delantera. Cuando lo hacía los niños lo premiaban con lechuga de verdad, aunque el pillín impaciente siguiera dándole plastilina, ya sin disimulo, de color rojo, azul y amarillo. Ernesto disfrutaba de las caricias y de los abrazos de los niños que lo querían más que a sus coches teledirigidos y que a sus álbumes de cromos de Panrico. Pero ni el dinosaurio ni los niños sabían que algo terrible estaba a punto de ocurrir, porque nadie pensó que el día de Carnaval sería una amenaza, tampoco el niño al que se le ocurrió que sería una buena idea darle una sorpresa a Ernesto disfrazándose de Tirannosaurus Rex. Quién le iba a reprochar al pobre no saber que el Triceratops vivía atemorizado por los Tirannosaurus que, aunque ya no existían, le habían dejado una profunda impresión cuando siendo él pequeño, en pleno Jurásico, uno estuvo a punto de morderle. Por eso el día de Carnaval, en plena fiesta, Ernesto no reconoció al niño que estaba debajo del disfraz, y las fauces del falso Tirannosaurus le parecieron muy reales, aunque estuvieran hechas con cartulina. Ernesto corrió dirección a Barcelona tan rápido como le permitieron sus robustas patas y su estómago repleto de lechuga, helado y plastilina. 

Fue así como el único dinosaurio que había sobrevivido a la extinción del Cretácico-Terciario y que, además, había pasado por Terrassa desapareció para siempre, dejando a los niños tristes y aburridos. Años más tarde recuperarían la ilusión cuando un marciano aterrizaría justo en el lugar en el que tiempo antes había aparecido el dinosaurio. Pero esa es otra historia...

El niño al que no le gustaban los cuentos


Había una vez un niño que no escuchaba los cuentos que su mamá le contaba. Siempre que ella abría un libro, por ejemplo el de Cuentos para jugar de Gianni Rodari, el niño iba deslizándose disimuladamente por la alfombra en dirección a la puerta de la habitación. Aprovechaba las palabras largas en que la madre prestaba más atención todavía al texto, de manera que no alzara la vista de la página, para ir alejándose y, con suerte, estar fuera del alcance del cuento antes de que éste acabara. Se sabía de memoria los inicios de todas las historias de Andersen y de los hermanos Grimm, por supuesto también las del italiano Rodari. No sabía si Caperucita moría en el camino devorada por el lobo, no sabía que Blancanieves conocería a los siete enanitos ni tampoco que Cenicienta perdería un zapato de cristal. En su mente Pulgarcito nunca nació, porque sólo conoció la judía que lo engendraba, y vivía feliz ignorando que a los hermanos Hansel y Grettel, después de encontrar la casa hecha de golosinas, los secuestraba una bruja caníbal.

Cuando la madre, absorta en el cuento, pronunciaba la última palabra de la historia se encontraba sola, sentada en la mecedora: otra vez su hijo se había escapado y no entendía cómo el niño no disfrutaba de los cuentos que ella le narraba hasta con voces distintas para cada personaje; para Campanilla, además, utilizaba un pequeño timbre de hotel después de cada frase, creía que así podría mantener la atención del niño y de hecho así era, porque aunque él ya estuviera lejos de la habitación, cada vez que oía el timbre volvía creyéndose que lo llamaba, pero cuando se percataba de que otra vez el cuento de Peter Pan lo había engañado y de que su madre no quería en realidad jugar con él, se escapaba de nuevo subrepticiamente, tan pronto ella entonaba la voz de Wendy o del Capitán Garfio. 

La madre estaba desesperada, se temía lo peor: que de grande su niño no apreciara la lectura, lo único por lo que ella podía dejar de lado otra de sus mayores aficiones, jugar con su casita de muñecas. Al poco rato se consolaba pensando que el niño todavía era pequeño, que era normal que se distrajera y prefiriera corretear por la casa detrás de una pelota. Así era, el niño, que en realidad era un perro y se llamaba Dr. Slump, mordisqueaba su juguete a salvo de su madre loca.

viernes, 6 de febrero de 2015

Si Darwin me dice ven, lo dejo todo

12 de febrero. No me he equivocado ni me he desenamorado de mi marido. Sé que el 14 es San Valentín además del cumpleaños de mi perro. Dicho esto, la semana que viene se presenta con triple celebración porque el jueves es el Día Internacional de Darwin y como antropóloga debo rendir pleitesía a quien además se ha convertido en una figura que me  inspira y me ronda de forma omnipresente ya sea porque no paro de leerlo sobre el papel, ya sea porque sus ideas emergen de mi entorno naturalmente, pues me he especializado en descubrir el peso de su teoría en todo aquello que me rodea. Soy como una mujer robótica que detecta los rastros del pasado una vez que mis ojos se posan sobre el entorno, y en la pantalla de mi mente se acumulan letreritos en negro, que surgen como burbujas de las cosas, en donde pone escrito EVOLUCIÓN. Los veo en la cafetería, en el supermercado, en la peluquería y hasta en anuncios en la televisión, porque los buenos publicistas saben que nuestro comportamiento y nuestras decisiones no tienen tanto apoyo en el libre albedrío como en estructuras químicas, fisiológicas y mentales que se construyeron en tiempos ancestrales. Habrá quien piense que empieza a ser grave y que tales alucinaciones deberían tratarse, yo en cambio me considero poseedora de un don extraordinario que aprovecharé la semana que viene en la conferencia que imparto sobre evolución aplicada a la alimentación, y en la que descubriremos hasta qué punto es culpa de nuestro cuerpo paleolítico la epidemia de obesidad y el trastorno de diabetes tipo II, qué papel jugó el fuego en nuestra dieta y si lo mejor sería que comiéramos como el hombre de Cromañón. 

Charles Robert Darwin, nacido el 12 de febrero de 1809, embarcó en el HMS Beagle el 27 de diciembre de 1831 como un hombre de fe - estaba estudiando para ordenarse pastor anglicano - y llegaría a Inglaterra cinco años más tarde como un científico que revolucionaría las ideas que el ser humano tenía de sí mismo y del mundo. Publicaría su teoría en 1859. Las 1.250 copias del libro, titulado “El origen de las especies por medio de la selección natural”, se vendieron el mismo día que llegaron a las librerías. No todos recibirían sus ideas con los brazos abiertos, ha quedado para la posteridad el famoso debate que el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, mantuvo con uno de los grandes defensores de Darwin, Thomas Huxley, de quien se dice que cuando el obispo le preguntó con sorna si fue a través de su abuelo o de su abuela la reivindicada descendencia del mono, le respondió: “Preferiría tener a un miserable mono por abuelo que a un hombre altamente dotado por la naturaleza, y dueño de grandes influencias, y, que emplea esas facultades e influencias para el mero placer de introducir el ridículo en una discusión científica”. Las malas lenguas dicen que después de tal declaración de principios, una dama se desmayó en la sala. Por suerte para Wilberforce no venimos del mono, aunque para su desgracia, supongo, sepamos ya, sin lugar a dudas, que somos primos cercanos.


El 12 de febrero se celebra la valentía intelectual, la curiosidad permanente y el hambre por descubrir la verdad. Estás invitado.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 6 de febrero de 2015

martes, 20 de enero de 2015

Los transbordos son psicotécnicos

Me encantan los trenes. Odio las estaciones. Disfruto los viajes largos en los que no hay transbordos. Puedo estar tres horas en un vagón, sentadita, calladita, mirando por la ventana, sabiendo que estoy en el lugar adecuado y no temiendo haberme equivocado cogiendo el tren en el sentido contrario. 

Detesto los viajes cortos con paradas recurrentes, en las que al abandonar los raíles hay escaleras mecánicas, túneles y paredes con baldosas que parecen de baño, llenas de graffittis, carteles por todos lados en los que pone lo mismo pero al revés y yo desorientada ya no sé si vengo del o voy al Tibidabo. 

Me angustia verme perdida, rodeada de gente que sí sabe a dónde va y que debe pensar que soy una pueblerina, y por no atreverme a preguntar asumo subirme al tren sin estar segura, porque ha venido uno y está delante de mi y tengo que decidirme rápido, se me acelera el corazón, las alarmas que indican que las puertas se cierran están a punto de sonar, subo por si acaso: me reventaría pensar que dejo pasar el tren apropiado, eso me haría sentir mucho más tonta que coger uno incorrecto. Dentro voy pendiente en todo momento de las lucecitas rojas intermitentes que marcan las próximas paradas, incrédula hasta no ver la mía y finalmente fascinada de haber sido capaz de salir del laberinto del inframundo urbano. En la calle, luz. 

viernes, 16 de enero de 2015

Convencidos pero equivocados

Esta semana me tocó ser un poco mala. Tuve que compartir un video de Mauricio Schwarz y quien lo conoce sabe que es tan inteligente como descarado. A mi su exasperación me parece graciosa, tiene un punto de monologuista que no le resta autoridad porque son sus argumentos los que, nunca peor dicho siendo él ateo, van a misa. En cualquier caso, compartí su video porque lo encontré la mejor explicación a otro video viral: el de un señor mayor que raspaba unas manzanas y se preguntaba en un tono sospechosamente confirmatorio si las empresas o el gobierno nos estaba dando a comer veneno. Si ustedes también han visto el video y se asustaron, no teman: no estamos ante la manzana de Blancanieves sino, como mucho, ante la de Eva, que es tóxica porque transmite ignorancia. 

El problema, en mi caso, surge cuando otra parte de mis contactos son vegetarianos que se sienten más inclinados a creer al señor que raspa manzanas porque critica la industria alimentaria y, de paso, le da un aire de luchador antisistema que le convierte en amigo de su causa porque es enemigo de algunos otros antagonistas comunes. Siendo yo también vegetariana me apena tener que llevarles la contraria, pero es que decidir no comer animales y apostar por una alimentación sostenible a nivel mediambiental y más justa a nivel social no anula mi capacidad de reflexión ni me convierte en una persona sin criterio en el mundo nutricional. Eso mismo debe pensar el  autor de la página “Veganismo escéptico” en la que difunde la importancia de la divulgación del pensamiento científico, también o sobretodo, entre la comunidad vegana. Y es que los vegetarianos y veganos deben estar más alerta que los omnívoros en lo que se refiere a la adopción de otras cuestiones por filiación animalista, mediambiental, ética o crítica con el paradigma imperante porque de otro modo pueden acabar pervirtiendo su más que bien razonada pauta dietética con ideas que los hacen igual de imprudentes que los que comen carne. Al fin y al cabo si de lo que se trata es de decidir bien, tan malo es ser vegetariano y tragarse las mentiras de las conspiraciones como ser un omnívoro convencido de que estamos obligados a comer animales.

Pero el vídeo de la manzana no habría ganado tantos simpatizantes si no fuera porque se puede estar muy convencido de algo pero tremendamente equivocado, como apunta el psicólogo social Thomas Gilovich. El famoso test de reflexión cognitiva da cuenta de ello. Respondan sin dar muchos rodeos: 1. Un bolígrafo y un bloc cuestan 1,10 euros en total. El bolígrafo cuesta un euro más que el bloc. ¿Cuánto cuesta el bloc? 2. Si cinco máquinas tardan cinco minutos en hacer cinco aparatos, ¿cuánto tiempo tardarían cien máquinas en hacer cien aparatos? 3. En un lago hay un rodal de nenúfares. Cada día, el tamaño del rodal se dobla. Si el rodal tarda cuarenta y ocho días en cubrir todo el lago, ¿cuánto tardaría en cubrir la mitad? Las respuestas aquí la próxima semana o en mi blog esta misma tarde.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 16 de enero de 2015

Respuestas al TRC: 
1) 0,05 €
2) 5 minutos
3) 47 días


viernes, 9 de enero de 2015

Cuando el crimen es creer

Doce muertes para vengar la caricatura del profeta de una religión pacífica, según dicen aquellos que creen en la existencia de un islam moderado. No todos los musulmanes son asesinos, declaran en defensa de la libertad religiosa los cristianos que recuerdan avergonzados la Inquisición o las Cruzadas, los judíos descendientes de los que ordenaron la crucifixión de Jesús o los hindúes y hasta budistas que también cargan con un pasado violento. Según ellos, no es justo condenar un credo por unos pocos terroristas que lo instrumentalizan para sus propios fines, más relacionados con la vida terrenal que con la espiritual. Pocos se atreven ya a llamarlos lo que son, fundamentalistas musulmanes que como la misma palabra indica, siguen estrictamente lo que dice el Corán, integristas que defienden la observancia de su libro sagrado en su pureza más rigurosa. De nuevo los creyentes que se sienten amenazados alegan que las escrituras se malinterpretan, aunque a mi me cuesta aceptar que se pueda malentender la literalidad de algunos pasajes del Corán que animan a una Guerra Santa, amparada por la ley islámica, donde se llama a masacrar a los infieles porque la muerte de éstos es menos grave que la oposición a sus creencias (Corán 2:191). Ciertamente la Biblia no está libre de pecado, nunca mejor dicho, y aunque suene a blasfemia, hay pasajes dignos del diario de un psicópata.

Maquillamos la realidad porque la corrección política nos impide reconocer que, en el fondo, estamos acusando a unos hombres que han cometido un único crimen: creer ciegamente en su Dios. Estamos condenando su devoción al tiempo que se convierten en mártires dentro de su comunidad que los ven como los cristianos ven a un Abraham parricida frustrado (Génesis 22:11) o a un David asesino de filisteos y mutilador de sus prepucios (Samuel 18:25-27). Los ven quizás como miembros importantes que siguen la historia de su religión de una manera que ellos no se atreverían a materializar - cuántos musulmanes matarían con sus propias manos - pero que de algún modo acepta que los ofensores de Mahoma merecen un castigo. De no ser así, no se estarían tomando su religión en serio, al fin y al cabo serían como los llamados cristianos que no saben cuáles son los diez mandamientos - el primero de los cuales, también es “peligroso”, no en vano exhorta a amar a Dios sobre todas las cosas, aunque ya me imagino que muchos dirán que “cosas” no incluye a las “personas”.

Por eso pienso que lo mejor que nos puede pasar es vivir en un mundo de descreídos que se bautizan y comulgan como rito de paso pero que no darían su vida  o quitarían la de otros por defender sus dogmas. Todavía mejor si viviéramos en un mundo de escépticos y agnósticos que usaran su cabeza para pensar y razonar con criterio y no para sostener cualquier fe. Por mucho menos cualquier otra institución no religiosa hoy estaría prohibida por violar los derechos humanos, aunque algunos de los prosélitos fueran hombres y mujeres correctos, se asumiría el riesgo de que en sus estatutos se hiciera apología de la brutalidad contra el otro - pues la religión como sistema de valores sólo es válida dentro de su seno. ¿De verdad hay que hacer excepciones con las religiones solo porque son parte de nuestra cultura? Yo de ser creyente temblaría sabiendo que este argumento ya está casi muerto en los debates sobre la tauromaquia...

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 9 de enero de 2015

viernes, 19 de diciembre de 2014

Matriarcado navideño

Este artículo no es apto para menores. Es mejor que se enteren de que Santa Claus y los Tres Reyes Magos no existen porque algún otro niño se lo cuente a la hora de patio o porque algún descuido familiar delate que los regalos se compran en la juguetería. Yo no le guardo rencor a quien fuera que me desvelara la mentira, ya ni me acuerdo, y no creo que nadie haya desarrollado un trauma por ello, aunque si este artículo fuera leído por algún niño y se enterara del engaño, muy probablemente serían los padres los que se molestaran conmigo, así que insisto, no dejen esta página al alcance de sus hijos.

Yo lo que nunca me creí es lo del Tió. Podía llegar a asumir que seres humanos volaran encima de renos o cruzaran Oriente Medio en sus camellos pero que un tronco comiera naranjas y defecara muñecas me parecía muy raro. Eso mismo les debió parecer a unos amigos americanos cuando les tuve que explicar la tradición, más aún cuando el pobre trozo de árbol estreñido sólo evacua cuando se le pega con un palo.

Lo de Papa Noel me lo creí hasta quién sabe cuándo, mi madre quizás se acuerda, era ella quien me amenazaba con llamarlo si no me portaba bien. Mi madre que este domingo cumple años y ni aunque dijera cuántos la gente los adivinaría, porque siempre ha sido la guapa de la familia. Yo de pequeña ya estaba acostumbrada a que pensaran que era una hermana, lo que no es extraño, porque a mi siempre me hacen más vieja de lo debido. Creo que tendré que cambiar mi vestuario, según mi marido parezco salida del Renacimiento, y en eso también suele estar de acuerdo mi madre, ella que puede considerarse experta en moda visto su armario, que crece como una planta exuberante y ha llegado a invadir las habitaciones que mi hermana y yo ocupábamos en casa. Yo confieso que me sigue acompañando a comprar ropa y que más del 50% de lo que suelo llevar puesto ha sido o bien adquirido honradamente gracias a sus consejos o bien sustraído indecentemente de sus cajones. La mayoría de veces no me pide que se lo devuelva. Creo que ella ya compra sabiendo que perderá algunas piezas por el camino, igual que sabe cuando cocina que si pone un poco más se lo podrá llevar a su hija, que ha sido tan torpe como para tardar 30 años en apreciar sus fideos y su estofado de patatas. Y ya acabando este párrafo en honor a ella, que sepa que la echo de menos cuando miro los capítulos de CSI y también cuando ante el televisor se ríe como una niña de las bromas que a mi no me hacen gracia - no soporto a Mr. Bean - pero hace incuestionable lo afortunados que somos, mi hermana, nuestro padre y yo, de tener a alguien tan alegre a nuestro lado.

Navidad de nuevo. Me gusta aunque rememore imágenes tristes, como la del día que descubrí que mi abuela llevaba peluca porque tenía cáncer. Yo solía ir por la noche a su habitación, ese día en la televisión hacían “Marcelino Pan y Vino”. Entré sin llamar, ella estaba en la cama a oscuras, el reflejo de la pantalla brillaba en su cara y en su cabeza calvita, me asusté. Cerré la puerta y me fui a dormir y al día siguiente pensé que lo había soñado, pero meses más tarde supe que no fue así. Feliz navidad para ti también, yaya.

Publicado en el Diari de Terrassa el 19 de diciembre de 2014

miércoles, 17 de diciembre de 2014

¿Sigue evolucionando el ser humano?

¿Sigue evolucionando el ser humano? Me temo que es una pregunta difícil de contestar en tan poco espacio sin caer en lugares comunes (por cierto, si no han visto la película Lugares comunes de Aristarain, reserven tiempo estas navidades, es deliciosa). Sé que muchos estarán ya pensando que el ser humano lo que verdaderamente ha hecho es involucionar, regresar a lo peor de sus instintos y que no hay ser vivo más nefasto en la  faz de la Tierra (bajo ella sí, si contamos con el diablo). Varios de mis colegas vegetarianos así lo creen y yo no me atrevo a entrar en sus debates porque sé que es una batalla perdida: su sentimentalismo les puede.

Yo también soy de las que se indigna cuando lee que un burro de cinco meses ha muerto porque un señor de 150 kilos se montó encima y a veces reprimo la ternura ante animales domésticos porque sé que la gente a mi alrededor pensará que no se corresponde con los arrumacos que le brindo a los niños pequeños desconocidos, que no despiertan en mi tanto cariño. Ya lo he dicho. No obstante, estoy lejos de opinar que el ser humano es un monstruo, aunque cuando muestra sus tendencias animales, no olvidemos que, por tanto, no debe ser mucho mejor que ellos, de manera que tampoco vale ensalzarlos por encima nuestro, como hacen también algunos de mis amigos cuando comparten videos de cooperación animal intra o interespecífica, comentando lo mucho que tenemos que aprender de ellos. Yo me arriesgo a decir que esos vídeos nos sorprenden porque entendemos que lo que se muestra no es el comportamiento habitual, sino excepciones que, afortunadamente, entre humanos son la regla, pues desde que nos levantamos hasta que nos acostamos nos pasamos el día colaborando con nuestros congéneres: le abro la puerta al vecino, se le ha caído un papel, señora, cuidado nene que los coches aquí van muy rápido (ah, ¡si todos fuéramos en bicicleta!). ¿Lo ven? No somos tan malos.

En cualquier caso, este no es el objetivo del artículo, la pregunta es, ¿después de 200.000 años sigue Homo sapiens evolucionando como especie, de manera que, quizás dentro de miles de años, seamos ancestros de homo voladores (oh, ¡qué pena no vivir en el futuro!) u homo telepáticos? Pues parece ser que sí evolucionamos aunque los ejemplos que yo he puesto queden lejos de nuestro destino, en el que puede que seamos más gordos y más bajos (así lo sugiere un estudio en Framingham, Massachusetts, EEUU) pero también un poco androides, y eso ya es cosecha mía.

De los marcapasos y las prótesis de cadera a implantar chips telefónicos en la muñeca y Google Glasses en la retina sólo hay unos pocos años, llenos de debates acalorados en los que los detractores se quejarán de que nos estamos volviendo máquinas, y con razón, pero ¿a caso la primera herramienta tallada por Homo habilis (o Australopithecus garhi) no era también un órgano extrasomático que permitió que nuestros dientes no tuvieran que romperse al usarse de machete? No me voy a poner técnica, ya acabo, a mi lo que me preocupa es pensar en lo siguiente: ¿y si dentro de miles de años sólo hay mujeres tontas y feas tataranietas de mujeres actuales que son tontas y feas pero que son presumidas y tienen dinero y se lo gastan en ropa cara, en maquillajes y en operaciones estéticas, y por eso triunfan entre los hombres, que las escogen para tener niños que serán horribles, pobrecillos, porque la belleza de sus madres era postiza?

viernes, 12 de diciembre de 2014

No soy rica

Este pasado puente de diciembre me quedé en casa. Lo que yo no sabía era que no yéndome de viaje la gente haría una lectura concreta de mi estancia en Terrassa. Lo comento porque el domingo en Mercantic - un lugar obligado para los amantes de las antigüedades - un vendedor me dijo que, a pesar de la multitud de posibles clientes que rodeaban el recinto, los que quedábamos - los que no nos habíamos ido a esquiar o a la otra punta de Europa aprovechando los cuatro días de fiesta seguidos - éramos los pobres. Salvo excepciones, supongo que tenía razón porque tener un extenso álbum de fotografías nuestras alrededor del mundo es un bien de prestigio indiscutible. Antes de los viajes, y todavía, las joyas cumplían esta función, tanto como luego los artículos de marca. Marcas que forman parte de un lenguaje común que todos dominamos y que nos transmite sutil pero inequívocamente el estado financiero de sus porteadores. Por eso existen las falsificaciones y la gente las compra, pues es su manera de demostrar - si no los descubren - que poseen tanto dinero que lo pueden derrochar adquiriendo accesorios, es decir, objetos secundarios, no realmente necesarios, y además lujosos. Eso explica también que existan objetos casi vulgares de tan ostentosos, como ya lo son hoy las fundas de muelas bañadas en oro, y me imagino lo serán algún día las, por ejemplo, fundas de móvil con cristales de Swarovski. 

Pero, ¿quién querría despilfarrar el dinero en tonterías, a veces incluso, en perjuicio de otros bienes necesarios, si no fuera porque sabe que la exhibición de la riqueza abre puertas? Si esos mismos, y los que les siguen la corriente, supieran que están cayendo en la trampa de la falacia ad crumenam quizás invertirían su dinero de forma más lúcida. Según ésta, consideramos válidas las afirmaciones que hace el rico por serlo. ¿Cuántas veces han oído aquello de “si eres tan listo, ¿Cómo es que no eres rico?” o “este hombre no puede ser un estúpido, gana mucho dinero” o incluso “la nueva ley, es una buena ley, porque los que se oponen a ella son gente con pocos recursos económicos”?. Así, tener dinero es tener autoridad, aunque ficticia, porque la veracidad de un hecho o de una afirmación no depende de la persona que la realiza sino de las pruebas o argumentos que presenta. Los cristianos bíblicos y algunos grupos populistas, al contrario, caen en ad lazarum y piensan que la apelación a la pobreza otorga a sus emisores una carga de honestidad y virtuosismo y, por lo tanto, sus afirmaciones deben ser correctas.

Todo esto no pasaría si viviéramos en una sociedad recolectora, donde no hay estratificación social, donde el grupo es igualitario porque no pueden acumular nada, o hacerlo iría contra su estilo de vida, generalmente nómada. Yo que vivo en esta sociedad productora de la que, a pesar de todo, no reniego, también juego a tener bienes de prestigio, y me cuesta mostrarlos, no se crean, porque no se ven, ni se oyen, excepto cuando hablo mucho y se nota que yo lo que quiero es acumular conocimientos, pero sin quitárselos a usted, no se preocupe, pues lo bueno del saber es que ni ocupa lugar - mi piso da fe de ello - ni impide que otros también lo posean.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 12 de diciembre de 2014

Regalos pre-navideños

Diciembre, imposible no hablar de la navidad y quizás poco afortunado publicar que soy atea. Aún faltan 20 días y todavía es más bochornoso confesar que yo ya hace al menos una semana que decoré la casa, árbol de navidad incluido, pero es que este año los regalos también me llegan antes y de forma inesperada. Supongo que compensan el noviembre horrible - dos robos incluidos - en el que además constaté que me hago mayor después de ver un video sobre los swags, una tribu urbana de adolescentes unidos por una estética que mezcla el hiphop y el preppy con lo cani, es decir, lo cool con lo quillo, los integrantes de la cual sólo aspiran a hacerse famosos en Facebook colgando, entre otras, fotos de como bailan un reaggeton acelerado; por eso espero que entiendan que después de ver el reportaje, acabara pronunciando frases típicas de abuelo, desde el “yo ya no entiendo a los jóvenes” a “el mundo no tiene futuro si estos chavales son los que un día lo tienen que dirigir”. Cuando alguien empieza a hablar así definitivamente ya no puede obviar que pertenece al mundo de los adultos consumados, y ni las tradiciones infantiles, como la de abrir cada día ventanitas del calendario de adviento le sirvan para quitarse años. Aunque para ser honesta, quién sabe si mi estilo y mis gustos no sean menos excéntricos, a pesar de que estén menos mal vistos. Y ahí es cuando entran alguno de los regalos adelantados de esta navidad: toparme con la película The Man from Earth, disponible en internet, y con la serie Sherlock. Con la primera descubrí que como futura antropóloga quizás encuentre trabajo en el mundo de la ciencia ficción, con la segunda que hay vida después de Breaking Bad.

Pero no se asusten, no me estoy volviendo teleadicta, aunque algunas noches quisiera poder engancharme delante de la pantalla - una más lejana que la del teléfono y el ordenador - y disfrutar del espectáculo. Pasa pocas veces, algunos sábados por la noche, en el debate de la Sexta, cuando Inda hace de malo y dice cosas tan estúpidas que consigue que su semejante ideológico, Marhuenda, me caiga bien. Qué odiosas, pero necesarias, son las comparaciones, de otra forma cómo entenderíamos el mundo sin tener puntos de referencia. Eso vale para las chicas que cuando salen a la discoteca siempre tienen una amiga más alta y más rubia y para los hombres que cuando salen a ligar siempre tienen a su lado a un amigo que, igual de gracioso que él, sabe cuando callarse para no resultar pesado. Como escribí hace aproximadamente un mes, es importante escoger bien la compañía, no fuera a ser que la mala nos llevara por el camino incorrecto y la excelsa nos apartara a un lado y entre unos y otros nos convirtiéramos en unos mediocres. Aunque no es fácil rodearse de gente más inteligente y más valiosa que uno mismo, primero porque el sesgo cognitivo nos impide reconocerlos y segundo porque el orgullo dificulta estar con ellos en una misma habitación. Fíjense que pienso que éste es precisamente el problema de muchas parejas, que se enamoran porque admiran al otro y se desenamoran porque no pueden soportar la competencia. Afortunadamente no es mi caso, yo que tengo claro que mi marido es mejor que yo en muchos sentidos, pero que juntos valemos aún más.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 5 de diciembre de 2014



viernes, 21 de noviembre de 2014

Descubren nuevos planetas en el universo

Hay que leer y hay que estudiar historia, porque imagínense qué cara de tontos se nos quedaría si al final resultara que los problemas que afrontamos ya están analizados en libros donde se nos cuenta lo que no supieron nuestros antepasados protagonistas, motivo por el cual perecieron, ellos con más excusas que nosotros, porque ¿quién va y le critica a Pepy II que no supiera delegar responsabilidades y que eso, junto con la sequía de entonces, llevara a Egipto al colapso? Pero ahora que sabemos, gracias a este y muchos otros tristes ejemplos históricos que los efectos de la inestabilidad político-económica en concierto con la crisis climática pueden ser catastróficos, pretender que no hay motivos para, si no preocuparse, empezar a trabajar, es ser tan ingenuo como lo eran los egipcios de hace 4.000 años, que creían que con sus ritos doblegarían el Nilo a su voluntad. Hoy nuestra credulidad nos lleva a pensar todo lo contrario: que el ser humano nada puede hacer contra la inexorable fuerza del calentamiento global. Los que pensamos distinto somos tachados de ilusos y nuestras 4 Rs (reducir-reutilizar-reparar-reciclar) acaban diluyéndose homeopáticamente mientras el resto de nuestros congéneres derrocha y se burla de nuestro esfuerzo. 

Hemos olvidado que nuestra sociedad no está libre de la extinción. Hemos pensado que es imposible llegar hasta aquí y caer como un castillo de naipes. Insisto, tampoco civilizaciones complejas como la antigua egipcia, la de la Isla de Pascua o la maya en Mesoamérica hubieran pensado que la deforestación y destrucción del hábitat, los problemas del suelo y del manejo del agua, la caza y la pesca excesiva, la introducción de especies invasoras en su medio, el crecimiento poblacional humano y el aumento de la huella ecológica los haría desaparecer del mapa. Precisamente estos factores son los que Jared Diamond numera en su obra “Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen”. Si después de leer esta lista está usted haciendo la maleta para otro mundo, deténgase un momento y piense. Correcto, ese otro mundo no existe. Sólo tenemos un planeta Tierra aunque eso tampoco parece saberlo el español medio, que si mantiene su nivel de consumo necesitará tres planetas Tierra para el año 2.050 (según WWF) y como eso es imposible a la práctica, hay que pensar que además de estar abusando de la biocapacidad del planeta estamos usurpando la cuota justa de países y personas que consumen por debajo de sus necesidades.

Yo sé que corro el riesgo de hacerme pesada, incómoda o aburrida y que la gente cuando vea mi columna piense que soy otra vez la loca que come hierba y que va en bicicleta, que de nuevo nos va a dar la lata con eso de la sostenibilidad y que no hay manera de que ella se entere de que la vida es corta y de que hay que disfrutarla y de que ahora no voy a ser yo quien se sacrifique para que otros que no conozco vivan un poco mejor, si al fin y al cabo vete tú a saber si lo que yo haga pueda tener un impacto sobre ellos... En fin, yo sé que corro el riesgo de que usted piense que me gusta hacerme la mártir y señalarle con el dedo, pero lo asumo porque considero que mi compromiso con una realidad para la que dispongo del privilegio de poder gestionar (como mujer de clase media, educada en un país desarrollado) es mayor que el deseo de tener una buena reputación.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 21 de noviembre de 2014

viernes, 14 de noviembre de 2014

Del que piensa y luego hace todo lo contrario

Hace un par de noches, antes de que me quedara irremediablemente dormida en el sofá y luego me desvelara en los metros que lo separan hasta la cama - ¿soy la única con tan triste destino nocturno? - vi en la televisión un programa sobre alimentos raros titulado ¿Esto cómo se come?. Claro que para ser sincera solo vi un trozo, entre el zapping de mi marido y mi sopor conseguí seguirlo diez minutos en los que se enlataban graciosas crestas de gallo y preciosas orejitas de cochinillo confitadas en grasa de pato. Yo pensé al instante que aquello era un horror e incluso olvidando que soy vegetariana y que mi perspectiva ya no está sujeta a la que domina entre la mayoría, según la cual se ha normalizado, naturalizado y convertido en necesario el consumo de animales, no creo que ningún omnívoro con el estómago lleno viera en las crestas y en las orejas un plato de comida.

Aquello era tan grotesco que ni la estrategia habitual que descuartiza los bebés de vaca para convertirlos en bistec de ternera, que le arranca la pierna a un cerdo que corre y salta para convertirlo en el jamón estático sobre nuestra encimera, y que sofríe sin asomo de culpa la transgresión de las leyes de la física más extraordinaria, las alitas de, por ejemplo, una codorniz que ya nunca más podrá volar el mismo cielo que le negamos a  periquitos y canarios, lo de esos platos era tan siniestro, repito, que era imposible tornar invisibles esos despojos de cadáver injustificables por ninguna ley de la naturaleza, que no masacra para darle un gusto al paladar.

Llegados a este punto su disonancia cognitiva empieza a ponerse en marcha y si tiene suerte su mente la resolverá en breve, porque no puede vivir con dos ideas en conflicto: la de que matar animales gratuitamente es cruel y la de que a usted le gusta comer carne.

Su cerebro habrá detectado hace unos minutos que lo que está leyendo atenta gravemente contra su manera de entender la alimentación e incluso contra la imagen que tiene de si mismo: la de una buena persona que no concibe que nadie le tache de perverso porque haya participado en la matanza de animales sentipensantes cuando él lo único que ha hecho es comprar salchichas, hamburguesas y filetes.

Pero le voy a ayudar, sé como puede dejar sufrir esa disonancia interna que le hace a usted vivir en tensión porque sus ideas y sus actos no se corresponden. Puede optar por la siguiente táctica: inserte una tercera idea que module las dos en combate, por ejemplo, la de que los animales existen para nuestro disfrute o incluso la de que los vegetarianos somos unos sectarios. Puede optar también por una segunda técnica: ignore que en su plato hay sangre de inocentes (como ignoran los fumadores que el tabaco mata). Si todo eso no le ayuda - porque en el fondo resuelven la disonancia pero no resuelven el problema - cambie su comportamiento: deje de comer carne (y si es el caso deje también de fumar) y podrá por fin vivir en paz consigo mismo y con los demás seres vivos del planeta.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 14 de noviembre de 2014

Malos y felices que no saben que lo son

¡Qué alivio! No soy rara, soy danesa. Ahora también entiendo mi obsesión por guardar las cajas metálicas de las galletas de mantequilla, las que mojadas en té son deliciosas, a secas un poco sosas. Mis padres me han asegurado que no tengo orígenes vikingos, pero los hechos mandan, cómo sino vería Copenhagen como vi el otro día en Salvados y sentiría que la bicicleta me llama para recorrer los 2.100 kilómetros que me separan y quedarme, tranquila porque mi Brompton no sería objeto de deseo de ningún peatón sin escrúpulos como el que, muy probablemente, hace un par de semanas se llevó mi ordenador, descuidado unos minutos en la entrada de mi casa. Ladrones, drogadictos, desesperados, me dicen mis interlocutores cuando les explico con pesar la anécdota. Yo niego con la cabeza y me pongo rotunda: gente normal que comete delitos cuando sabe que nadie le ve. Perdí el ordenador, perdí información que no se había grabado en la nube, pero sobretodo perdí de nuevo la confianza en nuestra sociedad, que se llena la boca con la corrupción de otros. Aunque no se preocupen, soy tan pequeña que mi cuerpo en poco tiempo renueva todas sus células y si mis neuronas no se obstinan en seguir pensando que la banalidad del mal nos acecha cuando la ley no nos amenaza, en poco tiempo volveré a gestar esperanzas y me creeré que un mundo mejor es posible. Un mundo donde la tienda en la que compraste el ordenador (y el que substituyó al substraído) preste colaboración cuando, después de enterarte de que pocas horas más tarde del robo del portátil alguien compró un adaptador de corriente, no se niegan a que hables con los dependientes para ver si puedes averiguar algo.

Dinamarca, el país donde la felicidad y el suicido van de la mano, y no porque se mueran de risa, no, que el disparate es menos cómico, pero hay causas que podrían explicarlo. Según Andrew Oswald, investigador de la Universidad de Warwick y responsable de un estudio titulado “Contrastes oscuros: la paradoja de altas tasas de suicidio en lugares felices”, los factores que hasta ahora se habían atribuido al índice de suicidios, como las escasas horas de luz solar en invierno, no serían tan relevantes como que “las personas descontentas pueden sentirse particularmente hastiadas de la vida en lugares felices. Estos contrastes pueden incrementar el riesgo de suicidio. Si los seres humanos estamos expuestos a los cambios de humor, las comparaciones con los demás pueden hacer más tolerable nuestra existencia en un ambiente donde otros son completamente infelices.” Esta explicación se constata cuando la investigación se lleva a cabo también entre localidades, como se hizo en Estados Unidos. Así, qué trágico, parece que los seres humanos somos felices si los de al lado están peor o al menos tan mal como nosotros. Cuándo comprenderemos que la virtud y la alegría del otro no es una amenaza para la nuestra, que no nos vuelve más feos ni más tristes de lo que ya estemos y que para evaluar nuestro estado sólo hace falta compararnos con la mejor versión de nosotros mismos, no fuera a ser que de tanto mirar al vecino empezáramos a envidiar hasta su calva.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 7 de noviembre de 2014

lunes, 27 de octubre de 2014

Días malos

El mundo se desmorona porque el futuro no llega. Sólo tengo que esperar una semana para salir de dudas. Entre las posibilidades cabe que esté muerta. Así de simple y de extraño. Como el gato de Schrödinger.

El mundo se cae a pedazos y entre los escombros estoy yo, si viva sólo con ganas de no estarlo porque ya nadie me intenta convencer de que hay esperanzas y todo sea una broma que alguien me gasta porque de pequeña robé una Biblia para niños.

Tengo que escribir más, así la locura no se queda en mi cabeza. Tengo que escribir millones de palabras que drenen el veneno de mi cerebro. Pero tu no las leas, no las leas, que se contagia y el antídoto está en el zapato de cristal de Cenicienta, con suerte quizás también en la casa del primer hermano de los tres cerditos, si todavía el aliento del lobo no lo ha pudrido todo.

jueves, 23 de octubre de 2014

Aprender a ser padres

Con tanto espacio y tiempo que ocupa la educación en nuestras conversaciones y nos dejamos lo más importante: que si a qué guardería irá el niño, que si irá a un colegio público o privado, que si hará inglés de extraescolar, que si la LOMCE es un fiasco... Pero insisto, nos dejamos una pieza clave: ¿han oído que alguien mencione la educación de los padres? ¿Se puede criar bien a un niño que se debe a una comunidad, que no es un sujeto aislado y que no vivirá en un palacio de cristal, cuando sus progenitores dicen, con una autoridad imaginada, que ellos crían a sus niños como les da la gana? Consideramos éste un derecho que quizás sólo los abuelos se atrevan a rebatir, porque al fin y al cabo, los abuelos son los padres de los padres y ellos también siguen con la idea que sustenta el error: que a sus hijos les educan ellos como les parece, aunque luego sean los primeros que paguen las consecuencias de tal osadía.

No es una medida muy popular sugerir una escuela de padres, pero José Antonio Marina lo hace y le sale bien. Es urgente que todos los que tenemos intención de traer al mundo a un niño nos apuntemos. De no hacerlo podemos seguir culpando a la sociedad y a nuestra cultura y, otra vez, al sistema educativo escolar, del fracaso de crear seres pensantes, éticos, amigables, creativos, felices. De tener pocos escrúpulos podemos incriminar a los abuelos que malcrían a los nietos, y que fueron los causantes de traumas de por vida en los padres. Es lo que llevamos haciendo durante generaciones en las que ciertos vínculos familiares anómalos se perpetúan. Hemos pensado que a ser padre se aprende mientras tanto el niño crece, hemos pensado que es natural porque, de hecho, el resto de animales así lo hace, y entre una cosa y otra nos damos cuenta de que aunque la práctica es indispensable y es la que pone a prueba la teoría, quizás podríamos haberle evitado a nuestros hijos - y al resto de congéneres con los que luego convivirá -, errores que se podrían haber prevenido con una formación adecuada.

Igual sólo haría falta recordar nuestra infancia para saber cómo deberíamos tratar a los niños. Acordarnos de lo mucho que nos gustaba que valoraran lo que hacíamos, que nos preguntaran por nuestras cosas y se tomaran en serio nuestros pequeños problemas diarios. Acordarnos de lo importante que era para nosotros que nos motivaran cuando algo nos costaba, que confiaran en que podríamos llevarlo a cabo, que nos estimularan a probar nuevos sabores o actividades, que nos dejaran rienda suelta a nuestra creatividad, siempre con el añadido de que luego lo dejáramos todo bien ordenado.

Si de mis memorias se tratara y tuviera que guiarme para educar a mis hijos, quién sabe si los llevaría al colegio, yo que odiaba el despertador de la mañana, las horas en el pupitre, los profesores que podían sacarte a la pizarra, el rato del patio lleno de corrillos criticándose mútuamente, los mediodías rotos en los que no podía acabar de ver el Príncipe de Bel Air... Por suerte mi marido tiene recuerdos muy distintos, lo que sin duda me alegra porque me obliga a pensar que quizás la escuela no esté tan mal y mi veredicto sobre ellas esté demasiado mediado por mi personalidad huraña, a la que con gusto le hubiera encantado aprender sola en casa.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa 23 de octubre de 2014

sábado, 4 de octubre de 2014

Cuentos que empiezo...

Todos los domingos después de comer, Diego saca de su caja el tren eléctrico que guarda desde que tenía cinco años. Mientras el resto de la casa dormita, él monta una a una las vías y se entretiene en limpiarlas con un paño que deja el latón tan brillante que hasta le molesta, sin duda quiere que su juguete siga estando en perfecto estado pero no tanto que parezca nuevo y desmerezca el valor que tiene como reliquia de coleccionista. Su mujer hace tiempo que ha dejado de criticar que Diego se gaste tanto dinero en el “dichoso trenecito” y si bien es cierto que algunos meses ha comprado más piezas de recambio para la locomotora, de las que el sentido común dictaría para un hombre de 57 años, también lo es que siempre que lo hace, le compra un libro a Almudena. Ahora que ambos tienen que compartir el mueble librería del estudio para guardar sus caprichos, las discusiones se producen por quien ocupa los estantes más accesibles. La solución llegará el día en que Diego le compre una escalerita de madera a su mujer, que ha soñado toda su vida con tener una biblioteca tan alta como para necesitar subir escalones, pero para eso todavía faltan unos años, en concreto hasta que su nieta cumpla siete (para eso quedan tres) y pase un fin de semana con ellos, durante el cual verán la reposición de la película de Walt Disney, La Bella y la Bestia. Almudena comentará entonces, entre suspiros, lo que daría por tener una biblioteca como la de la película, con libros que lleguen hasta el techo. Diego sabrá entonces de la extravagancia de su mujer, y aunque se burlará un poco (“Ay, Almudenita, tu eres tan bajita que necesitas peldaños para llegar hasta tu cabeza”) no tardará ni dos días en llegar a casa con la escalera.

Diego no siempre ha sido un apasionado de los trenes, de hecho el juguete fue un regalo de su padre que, desesperado, probó a curarle la siderodromofobia que el médico del pueblo le había diagnosticado. Un médico obsesionado con Freud, por el que supo de la existencia del miedo a los trenes, pues no en vano se dice que el fundador del psicoanálisis la padecía. El doctor Don Antonio Bermúdez de Alameda probó con el pequeño Diego la hipnosis, y a parte de conseguir que el niño se durmiera - lo que a su madre le parecía suficiente, porque los chillidos que el niño daba cada vez que se oía el tren la tenían desquiciada -, no pudo lograr que una vez despierto pudiera saludar a los pasajeros del tren embobado, como hacían todos los chiquillos del pueblo.

El pequeño Diego vivía justo delante de la estación, y si no fuera porque a su padre, el mes de julio de 1962 le había ido muy bien en la carpintería no habría podido comprarle el tren de juguete en uno de sus viajes a Burgos. Cuando el señor Amadeo empezó a montar el tren en el suelo frío de la cocina, no esperaba que su hijo se acercara a ayudarlo tan rápidamente. Al cabo de media hora, el niño miraba fascinado como la locomotora y los vagones trazaban círculos alrededor suyo. A partir de ese día, la señora Mercedes, la madre de Diego, dejó de ponerle piedras a las vías, esperando que el tren descarrilara y no volviera a pasar nunca más por Briviesca.

Bruno despierta a Almudena puntualmente, y aunque ella lo intenta convencer de que se espere diez minutos, el perro no atiende a razones y aumenta la carga de su demanda compaginando ladridos severos con aullidos lastimeros. La mujer no entiende porqué Bruno no le pide salir a pasear a su marido, que no está durmiendo, pero acepta el favoritismo a regañadientes y se despereza. Diego está acabando de conectar los cables de la lamparita que se ilumina dentro del tercer vagón de pasajeros; hacía semanas que estaba moribunda, con un parpadeo que había acabado por languidecer esa misma tarde.

Media hora después están los tres andando por el camino que lleva hasta Agés y que forma parte de la ruta del Camino de Santiago, aunque en sentido contrario, porque ellos salen de Atapuerca.

viernes, 3 de octubre de 2014

Ignorantes del siglo XXI

Dicen que vivimos en la sociedad del conocimiento, que estamos tan bombardeados de noticias, ideas, cursos, reportajes, que si queda alguien que aún nada sepa es porque es mentecato de vocación. Lo que no nos cuentan es que dentro de la red de datos hay oscuros productores de ignorancia. Me los imagino en su despacho escribiendo informes falsos tan bien detallados que si no fuera porque son todo mentiras parecerían una descripción de algo verdadero. Algo así como los cuadros de Salvador Dalí o El Bosco, tan meticulosos eran en sus delirios que podrían habernos convencido de que ese mundo surrealista existía también fuera de sus cabezas. Por eso puede que haya muchos que, aún desenvolviéndose dentro de la actual selva informativa, sean víctimas de los señores de la confusión, los que crean ruido entre la opinión pública incluso en torno a cuestiones ya suficientemente comprobadas como el cambio climático o la teoría de la evolución.

¿Desconfiaría usted de la relación entre el tabaco y el cáncer de pulmón? Pues hubo un tiempo en que la industria tabacalera trabajó incesantemente para sembrar la duda. Después de la Segunda Guerra Mundial lanzaron una campaña de propaganda para defender el tabaco en contra de lo que la ciencia afirmaba; trataban de convencer a los consumidores de que fumar era natural y distinguido. Ya sabían que eso no era cierto y también que quizás no convencerían a nadie pero para ellos era suficiente con establecer una controversia que dejara al ciudadano un poco más expuesto a su droga legal. En su libro “Mercaderes de la duda”, Naomi Oreskes y Erik Conway afirman que la industria del tabaco hasta llegó a convencer a los medios de comunicación de que los periodistas responsables tenían la obligación de presentar ambas posturas.

Después de la tabacalera, pionera en esta técnica que Robert Proctor ha estudiado y bautizado con el nombre de agnotología y que, por tanto, investiga la ignorancia culturalmente inducida, hay muchas otras corporaciones que han querido hacer uso de los datos tendenciosos a su favor tanto en el campo económico, como en el político y cultural. Así vemos que la ignorancia no es solo el resultado de la ausencia de conocimiento sino también de intereses que presionan y que aprovechan nuestros sesgos cognitivos.

Yo que, entre otras cosas, me dedico a la educación alimentaria no me canso de advertirlo: cuidado, en las secciones de nutrición de las librerías hay de todo, pero pocas cosas con sentido. Y por eso mismo en los programas de alfabetización alimentaria que diseño no sólo tratamos de  poner coto a la seguridad y a la higiene con la comida sino a la infoxicación, al empacho de información que nos deja con una duda sistemática de la que se sirven los vendedores de libros con dietas, enzimas, alimentos o suplementos milagrosos, tanto, que quizás todo lo que prometen sólo se consiga rezando.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 3 de octubre de 2014

martes, 23 de septiembre de 2014

Niños adictos

No me cuesta mucho imaginar a mis padres preocupados, hablando entre ellos o con sus amigos diciendo “la niña está enganchada a los libros”. En cualquier caso, es improbable que hubieran usado esa expresión, antes creo que se hubieran regocijado de mi adicción llamándola pasión y presumiendo de que era capaz de leer a la velocidad del sonido, lo que me ha convertido en una persona locuaz que debe medir el ritmo de sus frases si no quiere que su interlocutor se maree, de lo que me avisan muchos sobretodo cuando hablo por teléfono. La culpable de todo esto es mi hermana, que empezó a suministrarme dosis cuando ella iba a la biblioteca del barrio, la ya desaparecida Salvador Utset.

Por suerte no soy contemporánea de Johannes Gutenberg que a partir de la segunda mitad del siglo XV dio inicio a la difusión de los libros impresos y con ello a la democratización de la cultura escrita. Y digo que soy afortunada de no haber nacido en esa época porque de haber tenido la misma afición que hoy, entonces sí muchos lo hubieran llamado vicio y hasta me hubieran atribuido cierta posesión demoniaca. Ya no me quiero ni imaginar lo que dijeron de los primeros que hace seis mil años inventaron la escritura por las mismas tierras de Mesopotamia de las que me despedí hace un par de artículos. Se dice que la escritura surgió para registrar la contabilidad de los templos, que controlaban cosechas o el pago de impuestos. Qué paradoja que se escribiera antes sobre matemáticas o economía que de filosofía o historia, ahora que los libros son el fetiche de los de letras y a los de ciencias les baste una calculadora para leer el mundo. Caricaturas a parte, me pregunto si todas las horas que paso delante de la pantalla del ordenador o del teléfono podrán ser exculpadas algún día de drogodependencia y se verán entonces como un tiempo invertido en el conocimiento y la comunicación. Pero antes de seguir por la senda de la provocación querría aclarar que defiendo el uso de internet siempre y cuando no obstaculice otras de nuestras prioridades como la relación social cara a cara, la higiene personal o el rendimiento escolar y laboral. Añadiría la necesidad de alimentación, pues no pocas veces tengo que reprender a mi marido (o él a mí) para que se siente a la mesa y deje el teléfono.

No hay que bajar la guardia, porque según un estudio del Centro de Seguridad para los Menores en Internet, con datos extraídos del EU.NET.ADB, el 21% de los niños españoles están en riesgo de ser adictos a internet. Es una cifra preocupante porque además de casi duplicar la media europea, nos indica que las principales actividades que llevan a cabo los menores mediante internet son los juegos online, ver videoclips y conectarse a redes sociales o de mensajería instantánea, a través de las cuales, además, contactan con desconocidos. Es triste porque todo ese tiempo se lo roban al descubrimiento de historias en páginas de papel sobre dinosaurios, niños que vuelan encima de gansos salvajes, planetas más allá del Sol o exploradores como Tintín. Esta usurpación de la lectura sí que es grave.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 19 de septiembre de 2014

jueves, 18 de septiembre de 2014

Adiós Mesopotamia

No puedo olvidar la cara de James Foley mientras la viva imagen de la muerte a su lado, un miembro del ISIL, amenaza con más terror a los Estados Unidos, y es humano, me digo, que después de ver ese acto salvaje en nombre de una guerra santa - un oxímoron indecente - me asalten las ganas de venganza.

La editorial del Washington Post del 20 de agosto dice que “Harán falta más que palabras para detener la campaña de terror del Estado Islámico” y hoy yo quiero ofrecer mi piedra, aunque me pese aceptar que soy capaz de sentir esta rabia. Barack Obama lo pone en términos eufemísticos y habla del “ISIL como de un cáncer a extraer de Oriente Medio”, pero hay que darse prisa porque la metástasis se extiende, como pude comprobar después de ver el documental de Vice News titulado “Estado Islámico”, que les recomiendo encarecidamente. Podrán ver a niños adoctrinados en el odio irracional, niños que hablan sobre matar infieles, niños de ocho años que dan miedo, aunque se perciba en su cara que ellos están mucho más aterrorizados por los adultos que a su lado, les ayudan a acabar las frases. Hombres que les preguntan si querrán combatir en la yihad con una sonrisa obscena, igual que la del pedófilo.

Me pregunto si me estoy volviendo injusta o si mi disposición deontológica está mermada, porque siento que esta vez es lícito decir que en esta guerra hay un bando malo, no solo incomprendido, no solo penosamente desesperado. Se me ocurre que una solución es que los abandonemos a su suerte, que les dejemos construir su país a su modo aunque sea triste ver como las tierras del origen de la civilización se pudren por las bombas y las balas y los misiles que las penetran. Hasta estoy tentada de pensar que hay algún mensaje a descifrar en el hecho de que el Tigris y el Éufrates, los ríos del nacimiento de la agricultura, del comercio, de la escritura, de la moneda, de la rueda, del sistema sexagesimal y del primer código de leyes, estén bañando un Creciente Fértil de sangre y de crímenes. ¿Es éste también otro signo de que nuestro tiempo se acaba? No sería la primera vez que se da una coincidencia circular: se dice que Charles Darwin inició su aparición en la escena científica con las lombrices de tierra en una pequeña conferencia ante la Sociedad Geológica el 1837, y después de todo el revuelo de su teoría de la evolución de las especies, acabó su vida científica con otra publicación sobre las lombrices en 1881, un año antes de su muerte. Curiosa coincidencia ésta, triste la de la cuna y tumba de la civilización moderna.

En otro discurso Obama se consuela diciendo que “gente como esa (la del ISIL) acaban fracasando, fracasan porque el futuro es de aquellos que construyen y no destruyen” y yo quiero creérmelo y pensar que sí, que el mundo está hecho de James Foleys y de otros mártires involuntarios y anónimos, de otros héroes cotidianos silenciosos que no van a cubrir guerras con su cámara ni montan orfanatos en la India, pero que reciclan y van en bicicleta y hacen carantoñas a los niños que no conocen y remolcan con esfuerzo titánico la cadena que los une al resto de la humanidad que viola, mata, secuestra y expolia.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 30 de agosto de 2014

lunes, 15 de septiembre de 2014

¿V de Verdad?

Soy tan pequeña que no me quieren para dar sangre. Imagino que piensan que sólo por sacarme una gota todo mi organismo se descompensaría, empezaría a desinflarme como una rueda de bicicleta pinchada y en tres minutos parecería una pasa arrugadita y, entonces sí, sería la primera persona de sólo dos dimensiones y se cumplirían las profecías de aquellos que cuando era pequeña me decían que si me ponía de lado no me veían. Por eso no sé si en esta V me hubieran aceptado, yo que tan sólo habría ocupado medio adoquín. Estoy segura de que en el conteo de manifestantes a mi me hubieran tomado por el brazo de otro. Pero no es por esto que no he ido a la V, ni tampoco por cualquier excusa que pudiera inventarme y que al menos durante unos minutos salvaría mi reputación delante de muchos de mis amigos y conciudadanos que piensan que si no pongo una estelada en el balcón es porque adoro la rojigualda en un altar del comedor o, peor, que soy indiferente a sus pretensiones y de esto ya me ha advertido mi marido cuando dispuesta a escribir este artículo me ha dicho que podría herir sensibilidades.

Ciertamente, es probable porque la cuestión catalana - como la de todos los nacionalismos - es un compendio de razones pero también de símbolos, totems, santos (aunque alguno se ha caído por el camino) que, en definitiva, tratan de crear una realidad intersubjetiva - o una comunidad imaginada según Benedict Anderson - por la cual se distinguen del resto del mundo, más ahora que las fauces de la globalización amenazan con homogeneizar culturas y hasta paisajes. Este verano en una calle de Viena tuve un déjà vu: las mismas tiendas, los mismos turistas distraídos que en el Portal de l’Àngel de Barcelona. 

Algunos antropólogos afirman que el nacionalismo surge como respuesta a nuestra necesidad gregaria, que extiende el parentivo a una esfera más amplia de individuos y así nuestros paisanos acaban siendo hermanos bajo el seno de la patria, que es nuestra madre y que en Cataluña está soltera aunque quiera casarse con el papá estado. Ernest Gellner ya habló de este tipo de matrimonios igual que Edgar Morin lo ha hecho de la realidad psicoafectiva de la nación u otros tantos científicos sociales han recalcado el carácter sagrado que toman las fronteras, justamente en tiempos profanos cuando las religiosidades salen de las iglesias y se cuelan en el Congreso, la Generalitat y los ayuntamientos.

Aunque no puedo acabar este artículo sin hablar de Rousseau o de Ernest Renan, para los que lo importante no era la lengua, ni la tradición, ni la pertinencia a un lugar, sino la voluntad del pueblo para estar unido (y separado respecto a otro). Y en este caso yo me apuntaría y querría votar si en las urnas se decidiera nuestro futuro - no sólo como catalanes, sino sobretodo como seres conscientes - y me preguntaran si quiero un país lleno de frutas y de verduras, con tráfico de bicicletas, con bibliotecas en cada calle, con dirigentes  inteligentes y honestos y con una sociedad que garantice que no hay tabúes, que se puede hablar de cualquier tema sin tener que estar siendo siempre políticamente correcto.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 12 de septiembre de 2014

viernes, 5 de septiembre de 2014

No venimos del mono

¿Conoce a Tiktaalik? Pues debería. Es su tataratataratatara...abuelo. Bueno, el suyo y el de quien se toma el café a su lado, el de quien se lo sirve, el del perro que se espera en la puerta y, en definitiva, el de todo animal terrestre porque Tiktaalik es el pez que se atrevió a salir del agua. Ciertamente, a no ser que usted se parezca a un cocodrilo, nadie diría que Tiktaalik es familiar suyo, aunque eso suele pasar hasta entre hermanos. Tampoco nadie diría que la trucha y el atún son parientes más próximos de los humanos que de los tiburones (porque los primeros son peces óseos y los segundos peces cartilaginosos), y que los familiares más cercanos de las aves se extinguieron hace mucho, mucho tiempo, pues sus infortunados allegados son los dinosaurios.

Todavía más extraño suena que las ballenas y los delfines tuvieran un antepasado terrestre que quiso volver al mar, aunque dejaran en tierra firme un primo tan fuerte como el de Zumosol: el hipopótamo, de hecho la evidencia molecular afirma que este último tiene una relación más próxima con las ballenas que con otros animales de pezuña hendida, como los cerdos y los rumiantes. Sueña raro y hasta increíble pero con millones de años la evolución puede hacer cosas fantásticas.

Hace no mucho, apenas 200 mil años, surgimos nosotros, los humanos modernos, aunque eso no nos sitúe automáticamente en escalas más elevadas de superioridad, pues esta palabra no sirve para ordenar los seres vivos en grupos cualitativos homogéneos, como bien demuestra el hecho de que el pie de un caballo sea más simple que el de un humano, pues tiene un dedo en lugar de cinco, aunque el pie humano sea más primitivo, ya que el antepasado que compartimos con los caballos tenía cinco dedos como nosotros, es decir, el pie del caballo ha cambiado más, por cierto que su dedo es nuestro homólogo anular.

Llegados a este punto creo que la pregunta: ¿pero si venimos del mono, porqué todavía existen monos?, ha quedado suficientemente contestada aunque por si acaso voy a aclarar que no venimos del mono sino que venimos, ¿lo adivinan? de un antepasado común que derivó en líneas evolutivas distintas: la de los monos (aunque mejor sería llamarlos primates no humanos) y la nuestra. Como hemos visto con el ejemplo del caballo, el hecho de que los monos se parezcan físicamente más que nosotros a nuestro antepasado común no implica que sea inferior. Claro que “el mono” no construye pirámides ni redacta tratados filosóficos, pero elegir a los humanos como estándar con el que juzgar a los otros organismos es malicioso, aunque sobretodo ingenuo, ¡nada justifica la suposición frecuente de que nosotros somos la cúspide de la evolución!

Yo lo tengo claro: cambiaría mi cerebro por alas. Sólo pediría que me dejaran las circunvoluciones suficientes para ser consciente de que vuelo y de que, por fin, surco el cielo.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 5 de septiembre de 2014


lunes, 18 de agosto de 2014

Lecciones de Europa

Si la semana pasada les contaba las vicisitudes de leer en el coche, imagínense las que estoy pasando esta semana para escribir. Suerte que los renglones en el ordenador son automáticos, de otro modo me temo que estarían tan torcidos como los de Dios (léase Torcuato Luca de Tena). Por cierto que no sé si deba empezar a escribir la palabra dios en minúscula, tan grande ha sido el impacto de la lectura de Dawkins en mí. Además, las carreteras de Suiza predisponen al vagabundeo visual y me temo que estoy demasiado expuesta a la publicidad cuando me encuentro “reconociendo” las flores de los caramelos de Ricola en la hierba del arcén.

Pero antes del Lago Constanza y de Interlaken, hubo Munich y Dachau y de este último lugar sólo puedo evocar una media sonrisa cuando recuerdo la broma políticamente incorrecta de mi marido según la cual una biblioteca también es un campo de concentración. Fuera de esta gracia inofensiva, Dachau es aterrador, sobretodo cuando sabes que ni era el campo más grande ni tampoco estaba destinado al exterminio, aunque tuvieran que construir un segundo crematorio después de que el primero se quedara pequeño. Ciertamente no se sabe si la cámara de gas se utilizó para muertes masivas y hasta se dice que los nazis atribuyeron la construcción de la cámara a los americanos después de la liberación, de manera que aquéllos pudieran atenuar sus responsabilidades. Huelga decir que esta posibilidad está totalmente descartada.

Durante nuestra visita me di cuenta de que la mayoría de nosotros creaba una sinonimia injusta cuando para referirnos a los nazis simplemente decíamos “los alemanes”. Más de una vez me encontré corrigiéndome y al mismo sorprendiéndome de la facilidad con la que se asumen como generales comportamientos que sólo son propios de un colectivo determinado. Suele pasar sobretodo con la alteridad que no se conoce pero que el cerebro tiene la necesidad de etiquetar de forma simple y rápida. Confieso que me pasa cada vez que veo una mujer debajo de un burka o, mejor dicho, un burka encima de una mujer. Mi bagaje antropológico me dicta que las culturas deben respetarse pero me temo que esta lectura relativista es vencida por el peso de otros argumentos que quizás más inflexibles, me dicen que no hay cultura, ni religión, ni filosofía que deba tolerarse en detrimento de la dignidad humana. Creemos museos - y no reservas ni guetos - en los que podamos conocer qué fue un campo de concentración, que es la vida amish o la ablación sin que para ello nadie tenga que padecerlo y, mejor aún, extendamos la educación libre de miedos y comprometida realmente con la verdad para que nada de eso exista en el futuro, que lo convirtamos en algo tan extraño que ni tan siquiera pudiera existir en la imaginación de la gente.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 16 de agosto de 2014

Carretera y manta

Ahora que tengo 30 años puedo confesar que me gusta la ópera. Soy vieja y me temo que mis gustos musicales lo confirman, pero también estoy en Salzburg, de manera que paso desapercibida y hasta ayer en la ópera me atreví a cantar bajito, muy bajito, porque memorizar los librettos siempre me ha resultado fácil pero cantar bien nunca será lo mío y mi marido me lo recuerda día tras día cuando le canto el “Vedrai Carino”. Así que ayer en la cena, amenizada entre plato y plato por algunas arias y duetos, me comporté como una auténtica groupie de Mozart y si en algún momento casi me desmayo nadie pensó que fuera por tonterías típicas de la adolescencia, pues otra ventaja de tener 30 años es poder justificar que mis desvaríos son debidos al síndrome de Stendhal. No en vano, en 1817 Stendhal experimentó algo parecido en Florencia, después de visitar la Basílica de la Santa Cruz y  de ahí que a partir de 1979, y después de que haya habido muchos casos en la Galería de los Ufizzi, el síndrome también sea conocido como síndrome de Florencia  y se haya considerado que es un trastorno psicosomático que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor o desvanecimientos ante obras de arte, especialmente cuando son particularmente bellas o están expuestas en gran número. En todo caso, no parece que Stendhal pensara en la música como una posible causante de tanto malestar, así que o la psiquiatría lo actualiza o me pido bautizar el nuevo trastorno con mi nombre y apellidos.

Mi ruta veraniega sigue hasta Viena y sólo les diré que después de mil quinientos quilómetros haciendo de copiloto he descubierto que más vale pagar peajes que ir por carreteras secundarias: leer en ellas me marea. Pagamos con gusto los aproximadamente 129 euros que nos costó atravesar Francia mientras leía página tras página El espejismo de Dios, libro en el que Dawkins me intenta convencer de ser atea: no lo consigue, al contrario, ahora lo que creo es que él es Dios. Alterno mi nuevo libro sagrado con la biografía de Darwin y si hasta ahora no les había parecido una apóstata, asumo que después de lo que diré ya no hay lugar para mí en el cielo: creo que Darwin también es Dios. Si mis lecturas estivales siguen tan apasionantes no sé si en el próximo artículo tenga que admitir que mi politeísmo se expande. Por cierto que soy mala y chantajeo a mi marido: le digo que si se porta bien - lo que en el fondo sólo quiere decir que me deje entrar a todas las tiendas y museos que quiera - podrá coprotagonizar mi nuevo credo y que, junto con Dawkins y Darwin, formaría parte de mi personal tríada divina. Él está muy emocionado, dice que se pide el papel de paloma. Lo que me recuerda a mis sobrinas y su particular distribución de roles cuando juegan a las familias: una de ellas hace de perro.

Pero no se crean que sólo leo y recorro el duro camino del escéptico - ahora cuando veo una fuente en la que pedir un deseo, ya ni ganas me dan de tirar un sólo céntimo -, también pedaleo a orillas del Danubio hasta tener que refugiarme porque la lluvia no hace vacaciones. Cuando el año que viene vuelva a querer huir del calor de la Costa Brava, recuérdenme que el verano del 2014 lo pasé bajo un chubasquero. Pero no me quejo, sólo la Sacher sabe tan bien aquí como en Praga, y Praga está aún más lejos.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 9 de agosto de 2014

viernes, 1 de agosto de 2014

Alfabetización alimentaria

¿Juegas a la dieta rusa? No te arriesgues, que la bala, aunque lenta, llega y mata. Claro que aunque no lo hicieras, te ibas a morir igual, pero un poco más sabio y quizás un poco más viejo. Ya me gustaría decir que no, que una buena alimentación te hace inmortal y si entras al cementerio sólo es porque aterrizó encima de ti una maceta de geranios frondosos, grandes y rojos como los de los Patios de Córdoba, pero seamos francos: la dieta sólo evita que te mueras si lo que te pasa es que tienes hambre de meses, como la de los niños de Gambia a los que visité en junio, muchos de los cuales probablemente  sigan vivos hoy, 1 de agosto, después de haber recibido quilos y quilos de papillas.

Pero aún así, no juegues a la dieta rusa: no cargues tu cocina de consejos dietéticos que te pueden explotar en la cara o, con suerte, pasar desapercibidos para tu cuerpo, que orinará el exceso de vitaminas y minerales y se acostumbrará al gusto de batidos con sabor a chocolate del malo y a la monotonía de las dietas milagro, por cierto, que por el efecto que hacen creo que antes que el colectivo sanitario, deberían quejarse los eclesiásticos, a no ser que su silencio está confirmando que los milagros de Jesús y de los santos eran de la misma categoría y hasta producían efecto rebote...

Suelo tocar hueso cuando hablo sobre este tema, lo admito, y los únicos atentos a escucharme son los que vienen ya escarmentados de terapias con nombre propio - lo último en publicidad es que uno mismo se convierta en marca - que prometían adelgazarles o curarles y que, oh sorpresa, no lo han hecho. Yo no me conformo, pienso que todo el mundo merece una dieta mejor, no sólo los desafortunados que han tenido que aprender a la fuerza lo que es una caloría, cómo se cocina la quinoa y qué pautas hay que seguir para elaborar un menú equilibrado.

Si tú también eres uno de esos delgados como yo, o si eres uno de esos con estómago de hierro, o incluso si eres de los que creen que abrir latas es cocinar y piensas que la comida sólo sirve para tener una excusa para sentarte y mirar la tele, o con suerte relacionarte con tu familia, revélate, ¡tú también tienes derecho a saber alimentarte!

¿Imaginan que no supieran leer o sumar? Qué triste destino le espera a un pueblo iletrado y qué bien que en este país ya casi todo el mundo sepa quien fue Borges o quien es Richard Dawkins y Juan Luís Arsuaga y sepan por qué el trueno suena antes que el relámpago. Ahora solo falta que nos alfabeticemos en cuanto a la alimentación y sepamos cual es el porcentaje diario de proteínas necesario, qué es un alimento funcional o si los transgénicos son peligrosos. De nuevo es cierto que pueden seguir comiendo sin pensar, pero entonces habrán desperdiciado uno de los medios más útiles y elementales de conquistar su libertad, su bienestar y de poner en práctica su compasión, por supuesto una manera de ejercer esto último es haciéndose vegetariano, la otra es la que propone Oscar Wilde: según él “Después de una buena cena se puede perdonar a cualquiera, incluso a los parientes”.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 1 de agosto de 2014