viernes, 27 de julio de 2018

Cosas que me gustan III

1. Oler la piel de las patatas antes de lavarlas, tanto que casi sería más correcto decir que las esnifo. 

2. Que el café con leche me dure toda la mañana. Llevarme la taza por toda la casa. 

3. Viajar con muy poco equipaje, que casi todo lo necesario me quepa en una maleta de cabina que comparto con mi marido. 

4. Las lámparas con pantalla de tela plisada que se encienden tirando de una cadenita, como la que tenía mi yaya Pepi. 

5. Esperar los documentales de TV2 para empezar la siesta acunada por las sosegadas voces de los narradores. 

6. La ópera italiana. Me sé muchas arias de memoria y canto papeles tanto de hombre como de mujer. 

7. Ver correr a mis hijos por casa sólo vestidos con el pañal. 

8. Mis piernas cuando estoy embarazada. Sólo entonces no se ven como dos palillitos y puedo usar unas sandalias Birkenstock sin que parezca que llevo zapatones de plataforma. 

9. Los programas que repasan como era la televisión de mi infancia. Me recuerdan momentos casi olvidados, como las cenas en casa de mis abuelos mientras Carmen Sevilla daba el Telecupón. Ay, la ovejita. 

10. Imaginarme dentro de unos cuantos años haciendo el Camino de Santiago con nuestros hijos. 

11. El verso de Rafael Pérez Estrada: “Cree el ángel en su inocencia que hay hombres de la guarda.” 

12. Mi marido y su capacidad para llevar a cabo ideas absurdas, como la de anotar todas las veces que se encuentra mis pinzas de las cejas por la casa para, alcanzadas las 100, tener vía libre para comprarse un Playmobil XXL. 

13. La ropa de Meryl Streep interpretando a Karen Blixen en Memorias de África. 

14. La atmósfera que crean las novelas en las que se invita a una taza de té a cualquier hora. 

15. La Navidad, que en nuestra casa empieza en noviembre y acaba en febrero. Pienso en ella desde el verano.

miércoles, 25 de julio de 2018

Una mujer feliz

A la mujer de pelo liso que antes tenía el pelo rizado hace tiempo que le incomoda ser muy feliz sin poder exhibirlo. Ha aprendido no sabe cuándo ni sabe de quién a sentirse avergonzada de su felicidad. Por si a caso alguien la cree indigna, poco merecedora de su suerte y se ofende porque le parece que presume en momentos de crisis, duros para mucha gente. Lo cierto es que es verdad que ella ha hecho más bien poco para estar tan bien, su vida no ha sido dura, pero ¿tiene que vivir con culpa su fortuna? Eso le pone triste, pues además no sabe si la censura que se impone responde a un exceso de corrección o a falta de arrojo. 

Aparentar que ella es una mujer con una vida normal que sólo responde "bien” cuando le preguntan cómo le van las cosas, la tiene cohibida. Ella querría decir: estoy estupenda, no sólo no me puedo quejar sinó que me abruma no ser capaz de apreciar todo lo bueno que me rodea. ¿Saben? Me encanta poder dar una vuelta en bicicleta con mis hijos y mi marido cuando llega de trabajar a las siete de la tarde. Él conduce y nosotros vamos sentados delante. Es una cargobike eléctrica. La llamamos la Risas porque es de la marca alemana Riese & Muller y porque nos lo pasamos muy bien con ella. Y ¿saben qué más? Cuido de 16 geranios repartidos por casi todas las ventanas de nuestra casa y sé que la gente admira que los tengamos tan lozanos, se lo han dicho en el pueblo a mi madre. Ella también contaría, si pudiera, que estuvo cuatro años esperando a tener hijos y que después de dos abortos tuvo que someterse a una in vitro, pero que ahora está de repente embarazada y espera su tercer hijo y aunque no es una niña, podrá llamarse Armand, y eso compensará que no se pueda llamar Nora o Fiona. 

La mujer que es feliz a escondidas a veces usa Instagram para poner fotos de su chimenea, de su biblioteca, de sus niños en pañales, de sus fines de semana en caravana (con farolillos de colores en el toldo) y aunque inició el recorrido en esa red social para tener un historial de recuerdos para la posteridad (con tantos cambios de móvil y poco espacio en la tarjeta, tenerlos a buen recaudo en una nube le parece lo más sensato), ha aprendido a usarla también, como el resto de usuarios, para mostrar con orgullo un poco de su vida sin sentirse juzgada. 

Y todo porque no trabaja. Casi todo el mundo se lo echa en cara pero a sus espaldas. ¿Me entienden? Piensan qué bien vive sin hacer nada y si ella dice que sí, la toman como una privilegiada de la que no hay nada que admirar, y si ella dice que no, y protesta y replica que cuida a sus gemelos que todavía no tienen ni dos años y que su casa está limpia y ordenada y planea menús sanos y nunca falta papel higiénico en el lavabo, entonces también le dicen que igualmente, no es lo mismo que ir al trabajo, con un horario y un jefe. Por eso en cualquier caso ella hace ver que llama por teléfono cuando le preguntan a qué te dedicas. No le gusta decirse ama de casa, querría poder responder: soy una escritora en paro. Quizás así se compadecieran de ella y ella pudiera, de igual a igual, decir humildemente pero con entusiasmo que sigue siendo muy feliz.

martes, 24 de julio de 2018

Cosas que me gustan II

A mi me gusta pasar la mano abierta por las superfícies lisas y llanas llenas de polvo, si son convexas ahueco la mano para acoger en la palma la mayor superfície y si la cosa en cuestión es demasiado pequeña me confirmo con deslizar un dedo, normalmente el índice, por todos los ángulos posibles. Luego suelo limpiarme restregando la mano polvorienta en el costado del pantalón, que como suele ser tejano disimula bien eso y las otras manchas que llevo a cuestas, éstas sí, involuntarias, provocadas por mis gemelos salvajes. Ahora bien, tarde o temprano me lavo las manos con jabón olor a coco y si los sucios objetos de deseo son míos, voy a por una balleta impregnada con multiusos para acabar de lustrar, por ejemplo, los libros de tapa dura expuestos en la biblioteca, las estanterías de madera, las cajas de cartón que guardan ropa en el armario, los figuritas de Playmobil que invaden nuestra casa, los bordes del zócalo y los marcos de cuadros, fotos y puertas. Para el suelo del porche del jardín me conformo con barrer levantando el polvo, me gusta verlo a trasluz, recogerlo luego en montoncitos y mirar la pala con satisfacción. Por eso también examino con placer el depósito de nuestra Roomba y me peleo con quien haga falta para limpiar el filtro de la secadora, que se llena de unas partículas que al arrastrarse se convierten en un algodoncito gris y suave.

Inventario lector X

Hace un par de días que acabé Hijos del Nilo de Aldekoa. Me ha gustado pero recuerdo con más emoción Océano África. Ahora llevo unos días un poco perdida sin acabar de seguir ninguno de los libros que he empezado (excepto el último sobre crianza que ya comenté). Sigo intentándolo. Hoy empiezo el curso de Escuela de Escritores, qué ilusión, regalo adelantado por mi 34 cumpleaños!


Una barriga de 27 semanas

En la barriga de la mujer embarazada hay un niño que se va a llamar Armand, sus otros dos hijos aún no lo saben y por eso se le acercan sin ningún cuidado a apretar el ombligo como si fuera el botón de un timbre. Llorenç además golpea otras partes del vientre como si llamara a una puerta, no sin razón debe pensar que el timbre está averiado, pues nadie sale de esa pelota rota que no bota y que su madre lleva a todas partes.

Lo que la mujer embarazada sospecha es que no sólo vive Armand dentro de esa barriga descomunal, de hecho está casi convencida de que alguno de todos los objetos perdidos del universo (si no más de uno y de dos) se oculta también dentro de su tripa, sólo así se explicaría que estando de 27 semanas y habiéndole asegurado su ginecóloga que no lleva otra vez mellizos, el tamaño esté a la par que estaba a estas alturas de su embarazo gemelar. En sus ratos de insomnio juega a averiguar qué podría estar haciéndole compañía a su niño Armand. Se palpa la barriga, toca una cabecita, un culito, un puñito y luego algo raro que no cuadra con ninguna extremidad de bebé y entonces empieza su catálogo: podrían ser unas gafas de sol azules de niño de dos años -como las que perdió en Cadaqués hace un mes-, o no, de repente se inclina por pensar que podría ser un estuche lleno de subrayadores que una estudiante de tercero de medicina perdió de camino a la biblioteca en pleno periodo de exámenes o, qué va, todo apunta a que es la pancarta de un hombre despistado que se equivocó de manifestación, sí. Y así sigue hasta que por fin se duerme y sueña con que el día del parto alumbrará un paraguas azul con topos amarillos.


viernes, 20 de julio de 2018

Un solo deseo

Si a punto de la extinción humana, en pleno colapso planetario, con lluvia ácida en el barreño del que bebo, un genio se me apareciera y me concediera un deseo, seguiría pidiéndole lo mismo que ahora, con dos niños que se pelean por tocar un carrusel de campanas musicales, a una agradable temperatura de verano, con agua potable en el grifo (hace ya más de un año que no compramos garrafas): por favor, por favor, yo quisiera poder escribir mientras leo.

Inventario lector IX

Si dios no existe, el patrón de los bibliófilos debe ser su sustituto, porque ayer después de una intensa búsqueda de libros, tuve que renunciar al que había recomendado Almudena Grandes en la revista de La Casa del Llibre, Para morir iguales de Rafael Reig. Hoy me conecto otra vez a la biblioteca digital y ¿qué veo en la sección novedades? Pues sí, el libro que acaba de engrosar mi Kindle. Ayer también lo alimenté con: Cuentos completos de Roald Dahl, El orden del día de Eric Vuillard (recomendado por el propio Reig), Filek de Ignacio Martínez de Pisón (recomendado por Aramburu) y Un amor de Alejandro Palomas. Ahora voy a ver si tengo suerte con unas recomendaciones de Julio Basulto (que no son sobre alimentación) y con Hijos del ancho mundo de Abraham Verghese, que me acaba de recomendar Isabel Vázquez. Esta tarde compagino la lectura de Aldekoa con un libro sobre crianza Cómo hablar para que sus hijos le escuchen y como escuchar para que sus hijos le hablen de Adele Faber y Elaine Mazlish. A pesar del aire de autoayuda americano, tiene ideas muy buenas que de hecho sirven también para la comunicación entre adultos.

jueves, 19 de julio de 2018

Inventario lector VIII

Siete de la tarde. Mis niños se sumergen en la piscina municipal con su padre. Yo me sumerjo en el mundo de mi biblioteca. Hoy tengo que bucear en ebiblio para preparar el equipaje de papel de este verano. Voy casi por la mitad del de Aldekoa, muy duro. Ahora me acabo de descargar el de Mikel Ayestarán Oriente Medio, Oriente roto. Voy a por unas recomendaciones que he visto en la revista de La Casa del Llibre que hacen algunos escritores y os cuento en breve.

miércoles, 18 de julio de 2018

Inventario lector VII

Me he quedado enganchada en África. Empiezo Hijos del Nilo de Xavier Aldekoa. Me rodea también la segunda parte de la autobiografía de Richard Dawkins y José Luís Sampedro. La escritura necesaria de Gloria Palacios.

martes, 17 de julio de 2018

Inventario lector VI

He acabado ahora mismo Los guardianes del lago. Diario de un arqueólogo en la tierra de los maasai de Jordi Serrallonga. Ha sido una lectura fascinante y aunque no del todo, me he quitado a medias la espinita de no haber hecho todavía un safari con Jordi, porque ha sabido transportarme con sus palabras. Ha sido como leer un Memorias de África científico y moderno pero con la misma magia que emana de las aventuras vividas cerca del lago Natron. Ha sido apasionante, de verdad. Voy a ver qué otra historia me espera ahora. La siesta de mis niños está a punto de acabar...

Cosas que me gustan I

A mi me gusta estirarme en la alfombra de mi biblioteca y repasar con la vista todos los libros que me rodean. Están puestos por colores en estanterías de no más de 60 centímetros de alto. Cuando los ojos no son suficientes, las manos me alcanzan a sacar alguno de su nicho para resucitarlos en mi regazo, leyendo en voz alta alguna frase al azar. Luego me cuesta mucho devolverlos a su sitio, vivitos como se sienten después del aire fresco que se ha colado entre las páginas. Se revuelven de arriba abajo, los de tapa dura se atreven a chocar portada y contraportada, los que llevan punto de libro incorporado fustigan su tira de tela contra mi palma, los de bolsillo tratan de meterse en mis pantalones (pero como ahora son de premamá y la barriga de seis meses ya abulta, apenas queda espacio). Tras mucho esfuerzo los cierro prometiéndoles que los recomendaré a mis amigos. 

Desde donde escribo tengo delante los de lomo blanco, amarillo, naranja, rojo y verde. Detrás de mi están los negros, grises, azules y el resto de verdes, que se juntan con los otros de su mismo color en la esquina. Cuando la gente viene me pregunta si me los he leído todos. Esperan que les diga que sí y yo digo sí pero. Pero hay muchos que no, y esos son los mejores. Son los que convierten mi biblioteca en una librería de viejo, en la que hay que buscar pacientemente hasta encontrar un tesoro inadvertido durante años, pues aunque yo crea que llevo al día el catálogo de todos mis ejemplares, siempre me encuentro con alguna grata sorpresa, que preserva un tiempo más el presupuesto para las letras. Tanto he tirado de mi propio excedente libresco que he ahorrado para un curso de escritura. Qué emoción.

martes, 10 de julio de 2018

El Apocalipsis ha empezado


Nieva o del cielo caen alas de ángel que se estrellan contra el suelo. Con ellas los niños forman bolas con sus manos patosas, y sin ningún miramiento, les hincan las uñas negras de roña. A punto de ser lanzadas contra otros chiflados, las alas ya sólo parecen albóndigas caseras de carne de oso polar putrefacta. Los niños aún más desquiciados hacen muñecos: los apéndices de los ángeles están rotos, aplastados y hundidos modelando todos los miembros del rollizo y gélido Frankenstein, que tiene alas de arcángel en la mejilla, de querubín en la nuca y de serafín en la tripa. No me extrañaría que algún ángel de la guarda hubiera perdido su ingravidez en esta tormenta de plumas y hasta puede que en estos momentos esté arrastrándose dolorido detrás del hombre a quien custodia y a quien no le deseo muchos peligros disponiendo desde ahora mismo de tal guardaespaldas mutilado. 

Nieva o Dios ha enviado un ejército de ángeles bomba. Nieva o miles de Luciferes se han caído del firmamento. Nieva o hay una masacre celestial al borde de un cumulonimbo. 

Me quito un copo del pelo. Mi iPhone dice que no está nevando. Voy corriendo a lavarme las manos.

lunes, 9 de julio de 2018

Inventario lector V

Ayer acabé una biografía de Wallace, Wallace, el explorador de la evolución por José Fonfría Díaz. Lo compré en Reread. Súper interesante, me ha encantado saber algo más del coautor de la teoría de la evolución. Como me he quedado con ganas de aventuras antropológicas voy a seguir con Los guardianes del lago. Diario de un arqueólogo en la tierra de los maasai de Jordi Serrallonga. Paralelamente voy a repasar Más vegetales, menos animales de Julio Basulto y Juanjo Cáceres, que tengo que empezar a preparar una charla para el año que viene que me hace muuuucha ilusión!

jueves, 28 de junio de 2018

Inventario lector IV

Ayer acabé La sustancia del mal de Luca d'Andrea. Bien para pasar el rato pero no llega al nivel de Harry Quebert. Vamos a ver con qué me pongo ahora... De momento repaso algunas lecturas sobre crianza, que los gemelos ya tienen cerca de dos años y empiezan las rabietas y llevamos unos días de locos!

jueves, 21 de junio de 2018

Inventario lector III

Ayer acabé Patria de Aramburu. Es un libro triste que hace falta leer. Desde que lo terminé me asalta una imagen a la cabeza, la de una librería mostrándolo en el escaparate cerca de una bandera independentista. Sólo se me ocurre que el librero no leyó el libro. Hoy retomo El sueño del celta de Vargas Llosa, lo tenía al 4% (según indicaba el Kindle) así que no he vuelto a empezar desde el principio porque más o menos recuerdo el inicio. Vamos a ver si lo acabo o lo interrumpo antes. De momento lectura agradable.

jueves, 14 de junio de 2018

Inventario lector II

Antes de ayer encontré un par de libros fantásticos en el Pi dels llibres de Matadepera, Océano África de Xavier Aldekoa (lo leí hace años) y Un hotel a la costa. Tossa de Mar (1934-1939) de Nancy Johnstone. Ahora estoy con Patria de Fernando Aramburu. Me está encantado.

miércoles, 6 de junio de 2018

Inventario lector I

El viernes empecé El baró rampant de Italo Calvino (me está gustando). El lunes me encontré con La torre de Vicenç Villatoro en el Pi dels llibres de Matadepera, lo acabé ayer (trata sobre la construcción de la Torre Eiffel, me ha gustado mucho). Ayer por la tarde leí un extracto gratuito de Kindle de El jardín de la memoria de Lea Vélez (qué ganas de tenerlo, pero prefiero comprarlo en papel). Hoy tonteo con Olvidado Rey Gudú de Ana María Matute. He dejado empezado en la mesilla del sofá Tres hombres en una barca (por mo mencionar al perro) de Jerome K. Jerome (humor inglés) . Hace un par de semanas leí El destino se llama Clotilde de Giovanni Guareschi (muy divertido). En la estancia hospitalaria de Llorenç acabé L'amor et farà immortal de Ramon Gener (me gustó mucho aunque en algún punto es cargante). También leí La Ciencia en la sombra de Jose Miguel Mulet (muy interesante y ameno) y El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez (me defraudó).
He decidido ir haciendo aquí un inventario escueto de mis lecturas. A veces cojo y dejo tantos libros que tengo la sensación de no leer, pero supongo que así escrito parece que no haga otra cosa.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Wiegenlied, op. 49, no. 4

Los escépticos la echaron de su grupo de Facebook por no presentar pruebas de su grandilocuente afirmación. La acusaron de charlatana y de otras muchas cosas propias de los mejores paladines de la pseudociencia. Fue bochornoso, pues además coincidió con el día del nacimiento de Darwin. Ella estaba convencida, si la habían expulsado era porque le tenían una envida enferma (no en vano, por entonces había una epidemia de gripe que había infectado mucha envidia sana).

Alexandrina no dejaba de decirle a todo el mundo que la canción de cuna de Brahms funcionaba. Después de casi 18 meses durmiendo gemelos a muy duras penas, hacía unas semanas que la siesta de la mañana, la siesta de la tarde y la hora de ir a dormir de por la noche era mecer y cantar. En media hora, tirando largo, los dos niños caían en un sueño profundo. Tan dormidos se quedaban que no hacía falta cerrar la puerta del salón: los ruidos que les llegaban no les provocaban ni un leve pestañeo. Desde entonces el padre de los niños vuelve a lavar los platos haciendo un ruido tremendo: tenedores que se chocan con las tazas, tapas de olla que se caen al suelo, aceiteras que se derraman…Hasta ahora Alexandrina lo regañaba con dureza, y no era para menos, porque esos estallidos, crujidos y chirridos solían despertar a los gemelos, que ya no se calmaban si no era en los brazos de la madre.

La Wiegenlied, op. 49, no. 4 cumple lo que promete, es una canción de cuna que funciona incluso si los niños duermen en el carricoche. Alexandrina la canta con una letra inventada y ya cuando se cansa, tararea hasta que los niños cierran los ojos. Entonces sigue el ritmo de la música con un ssssh, sssh, sssh, antes de irse hasta el sofá con el sigilo de un ninja (en eso ni ella ni su marido han perdido la costumbre). Por fin sentada come galletas de chocolate sin temor a que los niños desarrollen malos hábitos alimenticios.

Botánica fantástica: Pino (Pinus)

Los ambientadores de pino no huelen al pino que Ada huele los tórridos mediodías de verano, cuando dormita a la sombra de alguno en la piscina municipal. El pino comprimido en la botelilta de perfume de su coche no es el pino de la Costa Brava ni el de Sant Llorenç del Munt. Debe ser el aroma de un pino de China, se dice mientras lo aspira en la pausa de un semáforo. Desde que de pequeña aprendiera a decir la palabra árbol mientras su padre le señalaba los pinos que les seguían en los paseos vespertinos alrededor de la casa familiar, ningún otro árbol ha podido adueñarse del arquetipo arborescente de Ada. Cuando ella piensa en un árbol piensa en un pino. Una vez, estando en un cámping de Tarragona pasando unas vacaciones de semana santa, las moreras que rodeaban su comanche quisieron pagarle con gusanos de seda (le prometieron centenares de miles) para que a partir de entonces fueran ellos los que aparecieran en la cabeza de Ada cuando pronunciara la palabra árbol, pero ella no quiso traicionar sus recuerdos infantiles y permaneció fiel a la conífera. 

Ada vive en un piso pequeño sin terraza y sólo puede cultivar germinados en vasitos de yogur reciclados. Los tiene en una esquina del mármol de la cocina, entre el frutero y la cafetera de filtro. Ella daría cualquier cosa por vivir en una casa con un pino, por eso cada mañana consulta la sección de viviendas del diario local y hace números sumando su nómina, las pagas extras, los 50 euros que le da su madre en su cumpleaños y el premio gordo de la lotería que tiene pendiente ganar. Con eso bastaría. Por si a caso, hace tiempo que está elaborando un plan alternativo. Conoce a la perfección el bosque que rodea la que fue su casa familiar durante 15 años, podría pasear por él con los ojos cerrados (algo que, de hecho, lleva a cabo algunas noches de insomnio). Sabe que hay un pino especial, al que sólo se puede acceder bajando por un terraplén muy empinado, pues el tronco nace en el curso de un torrente colmado de zarzas punzantes. La copa del pino queda a la altura del borde del despeñadero, solo a un valiente salto de mujer con la complexión y la ilusión de Ada. Ni en el mejor de sus sueños hubiera imaginado que, en realidad, donde acabaría viviendo no sería en una casa con jardín para su árbol, sino en el propio pino, en una casita construida entre su tronco, sus ramas, sus hojas y sus piñas.

Un fin de semana lluvioso acabó de empaquetar sus libros en una mochila con la que hacía dos años había hecho el Camino de Santiago. Se la cargó a la espalda y cerró para siempre la puerta de su pequeño apartamento. Bajó los cuatro pisos andando y así continuó hasta su nuevo hogar. Atravesó la ciudad, siguió caminando por el márgen de la carretera que daba al inicio del parque natural y se adentró en el bosque. Los pocos excursionistas con los que se cruzó pensaron que estaba peregrinando hasta Santiago siguiendo el Camí de Sant Jaume, pues aún le colgaba la vieira de una cremallera de la mochila.

Nadie sabía que Ada se mudaba, sólo se lo contaría a sus mejores amigos a medida que los invitaría a ver las estrellas. Había construido la cabaña ella sola, con poleas y mucha paciencia y, bueno, con la ayuda de algunas palomas torcaces que le sugirieron los mejores puntos de apoyo para su nido humano.

En mayo de este año hará siete meses que Ada ya no tiene los pies en la tierra.

lunes, 12 de febrero de 2018

Botánica fantástica: Geranio (Pelargonium)

El Principito andaluz cuidaba geranios. Su asteroide era como un patio de Córdoba, colgaban macetas de toda superfície vertical libre y cuando florecían a la vez, el planeta parecía un arcoiris esférico. Tenía geranios de todos los colores: rojos, rosas, blancos, amarillos, naranjas, violetas, azules, verdes y todos los matices disponibles de los anteriores (rojo carmín, rojo burdeos, rosa palo, rosa fúcsia, amarillo azafrán, amarillo canario, naranja mandarina, naranja calabaza, violeta violín, violeta wisteria, azul zafiro, azul turquesa, verde musgo, verde lima, verde pistacho…).

Cómo había llegado a tener el Principito andaluz tal gama cromática entre los geranios era un misterio que ni él conocía. Sospechaba que tenía que ver con la hora en la que el Sol iluminaba el brote que surgía de la tierra por primera vez: los que surgían de noche eran azules o violetas, cuando el alba despuntaba, verdes y amarillos, hacia el mediodía naranjas y rojos y al atardecer rosas y blancos. El problema era que las observaciones del Principito andaluz no siempre confirmaban dicha hipótesis. Había geranios rojo amaranto germinados a medianoche y geranios azul celeste que brotaban a la hora del te con galletas de mantequilla. La clave estaba en los fósiles de estrella de mar incrustados en la parte septentrional del asteroide. Estos equinodermos marinos petrificados también emitian luz, de hecho propagaban resplandores similares a los que en la Tierra conocemos como auroras boreales. Cuando aparecían en el cielo, el Principito andaluz se emocionaba y decía: Ole, ole y ole.

Las estrellas de mar emitían fotones a todas horas y aunque las auroras boreales sólo eran visibles de noche, eran las culpables de que el Principito andaluz errara en sus cálculos. Si un tallo germinaba bajo el influjo de una aurora boreal especialmente intensa, el geranio se contaminaba de su luz, fueran las 12 del mediodía o las 7 de la tarde. El resultado siempre era impredecible porque el color era producto de un algoritmo que abarcaba elementos relativos a la luz solar, a la luz del equinodermo marino e incluso (aunque muy sutilmente) a las lámparas que el Principito andaluz tuviera encendidas entonces.

En el fondo tampoco era muy importante que el Principito andaluz supiera que las estrellas marinas daban luz como las estrellas celestes, porque él seguía cuidando sus geranios de igual modo, esto es: cantándoles La Macarena y Sevilla tiene un color especial mientras los regaba pacientemente cada mañana, y es que con tanta luz, hacía mucho calor y el sustrato de las macetas se secaba de un día para otro. De lo que no tenía que preocuparse el Princpito andaluz era de la mariposa africana, cuando alguna vez el bicho había advertido desde la Tierra un planetoide lleno de geranios, le habían dado ganas de salir volando hasta él, y en no pocas ocasiones lo intentaron algunos individuos que se quedaron sin aire a la altura de la estratosfera.

El Principito andaluz siempre ha sido extraterrestre, pero tiene genes gaditanos y cecea como los vecinos de Jerez de la Frontera. Cuando ve pasar naves espaciales cerca, las saluda con la mano y grita: ¡Adió, adió, tengan ustede buen viahe y no me tiren bazurah por el univerzo!

domingo, 11 de febrero de 2018

Ensalada waldorf y sésamo caramelizado

Érase una vez una mujer que decía: “No sé cómo he podido vivir hasta ahora sin la ensalada waldorf y el sésamo caramelizado”. Y de verdad era un caso curioso porque la mujer ya tenía 33 años. Recuperaba el tiempo perdido inventando nuevas comidas durante el día y así, entre el desayuno, la media mañana, el vermut y el almuerzo picoteaba su ensalada con sésamo. También entre el almuerzo, la merienda y la cena atacaba el cuenco ya medio vacío de ensalada con sésamo. En una crisis de ansiedad un domingo especialmente frío, sacó todo lo que tenía en la alacena pensando en llenarla de nuevo al día siguiente exclusivamente de manzanas fuji, apio, nueces, mayonesa y sésamo caramelizado. Así lo hizo. Dos días más tarde, ya no quedaba nada. Así que decidió liberar más espacio para la próxima compra en el colmado. Se deshizo del horno, del lavavajillas, del microondas y del congelador, en los huecos que quedaron puso cajas que atiborró de manzanas fuji, apio, nueces, mayonesa y sésamo caramelizado. Pronto su cocina dejó de parecer normal. Hasta que descubrió una frutería que vendía los mangos a 2 euros el kilo y entonces empezó a decir “No sé como he podido vivir hasta ahora sin el mango” y otras estancias sucumbieron a la invasión de la fruta tropical. Además, le faltaban horas al día para comérselos, porque su obsesión por la ensalada waldorf y el sésamo caramelizado no había disminuido un ápice, así que le restó horas de sueño, primero a las noches de los fines de semana, y poco a poco también al resto de días. En la oscuridad de su casa, apenas iluminada por el fuego de la chimenea, comía un mango tras otro. 

En pocos meses, la mujer se volvió loca del todo. Sus vecinos ya no la saludaban cuando se cruzaban por la calle, empezó a deberle dinero al frutero y al tendero del colmado y ya casi no se cambiaba de ropa (de hecho, hacía tiempo que se había desecho también de la lavadora por motivos de espacio). Murió tres años más tarde, sola, con la dentadura gastada y el estómago aburrido. Dicen que la gente empezó a murmurar que se lo tenía bien merecido por negligente: todo el mundo, desde el principio, le había advertido de lo peligrosas que eran las sustancias adictivas que estaba consumiendo. Así que ya lo sabéis, niñas y niños, decid no a las drogas, a la ensalada waldorf, al sésamo caramelizado y al mango.

sábado, 10 de febrero de 2018

Botánica fantástica: Alcornoque (Quercus suber)


Los alcornoques recién plantados en nuestro jardín
La llamaban Amapola, aunque se llamaba Margarita y acababa de adoptar dos alcornoques bautizados con el nombre de sus suegros. Asimismo lo dispuso su marido cuando los plantó en agujeros de 110 cm de diámetro por 60 cm de profundidad, y los regó con una de las tres mangueras del jardín. Amapola esperaba que al no estar el agua consagrada por ningún sacerdote, el bautismo fuera reversible y cuando su marido no estuviera en casa, ella pudiera ponerles nombres de verdad, de los de árbol de toda la vida. Para garantizar los nombres traería auténtica agua bendita. Se la pediría al parroco del pueblo y la traería de la iglesia con una regadera que guardaba desde hacía años para tal propósito. Era preciosa, de metal, pintada con unas imprimaciones de flores marrones. Tenía que hacerlo cuanto antes, ella sabía lo que era sufrir por llevar un nombre incorrecto. A ella le tenían que haber puesto nombre de persona, de los de mujer de toda la vida. Para ello debía distraer a su marido el tiempo suficiente para que pudiera llevar a cabo su misión y sabía lo difícil que le resultaría, estando el hombre, como estaba, todo el día mirando sus alcornoques: desayunaba en la cocina de cara al jardín, en el comedor cambió la posición de su butaca para poder observarlas y hasta hizo una ventana en el lavabo de su dormitorio para contemplarlas mientras se aseaba (para lo cual sacrificó una gran parte del espejo y disminuyó considerablemente la calidad de su afeitado).

Un sábado 10 de febrero, la mujer-flor le pidió a su marido que fuera a buscar leña al bosque. Era muy urgente porque hacía mucho frío y el último tronco se les había acabado la noche anterior Si no iba, ella misma talaría los alcornoques para quemarlos a trocitos: con sus ramas y sus hojas y sus futuras bellotas. Así se lo dijo, con un tono amenazador de bruja que estremeció al marido. ¿De verdad se había casado con esa mujer horrible que ponía en riesgo sus alcornoques por una olita de frío? En cualquier caso, pensó, ella no podría levantar el hacha más de medio metro del suelo, su Amapola era enclenque y hasta el cucharón de la sopa le pesaba. Igualmente, el hombre se fue a regañadientes al bosque porque era mucho peor quedarse en casa oyendo a su esposa mientras castañeteaba. No tardaría ni media hora, sus alcornoques estarían a salvo.
Tan pronto salió el hombre por la puerta, ella se pasó el asa de la regadera por el brazo y se fue a paso ligero hacia la iglesia del pueblo. Al parroco le contó que el agua bendita era para un caldo de verduras con tofu que estaba cocinando para su marido, que el pobre estaba muy enfermo y que hasta los médicos lo habían deshauciado. El cura tuvo que simular preocupación por el hombre, pues sabía que estaba tan sano como puede estarlo alguien casado con una mujer-flor, y aunque temía que el agua bendita se destinara a usos profanos, no quiso discutir con Margarita (él era el único que nunca la llamaba Amapola).

A punto estaba de llegar el hombre con la leña, cuando vió aparecer a la mujer por la esquina de la calle. Ambos se pusieron al acecho, él sabía que ella tramaba algo y ella que él se había dado cuenta de que tenía algo entre manos así que los dos se pusieron a correr hacia la puerta. A Amapola se le derramaban grandes gotas de agua bendita a cada zancada. Quizás era canija pero estaba ágil, así que no le costó cerrar la puerta ante las narices de su atónito marido.

Ella hubiera querido celebrar un ritual solemne, pero tenía poco tiempo antes de que su marido impidiera el sacramento. Tendría que haber pensado con más antelación los nombres, tanto como se había quejado de los que ahora tenían, no era propio de ella improvisar asuntos cruciales. Al menos podría haber pensado en la onomástica, con los santos tan bonitos que se festejaban: Santa Escolástica de Nursia, Santa Austreberta, San Guillermo, San Protadio o San Troyano. Pero Amapola ya oía los pasos de su marido muy cerca y en un arrebato arrojó el agua bendita a los alcornoques (como quien tira en la acera de la calle el agua sucia del cubo de fregar) al tiempo que vociferó las dos primeras palabras que se le ocurrieron. Así fue como Margarita, a la que todo el mundo menos el parróco llamaba Amapola, y que sufría de incontinencia nerviosa, pasó a tener dos alcornoques llamados “Me” “Meo”.

martes, 30 de enero de 2018

SPAM

Un día voy a meter en una habitación sin ventanas a todos los que me envían SPAM. Lo juro. Voy a empezar a construirla en el sótano de mi casa. Pequeña, que duerman bien juntitos. Y si siguen así ni inodoro les voy a poner, un agujero en el suelo y listo. Agua, la justa y pan, de molde y con corteza. Ahí se van a enterar. Me van a suplicar clemencia. Remitentes de correos electrónicos no deseados, amigos que me invitan a juegos en Facebook, contactos que saturan de cadenas los grupos de Whatsapp, quedáis avisados. ¿Lo oís? Soy yo montandóos las camas de Ikea en el zulo. Las más baratas, las que hay que atornillar de tanto en tanto. Y no lo haré. Esconderé la llave allen para que el día menos pensado la estructura ceda y acabéis en el suelo (¡PAM!). ¿Da miedo, eh? Parad. No me interesan vuestros cursos de autoayuda. ¿No véis lo feliz que soy en Instagram?

El hombre de las bicicletas

En casa del hombre de las bicicletas no había un sólo autobús. Ni uno, en serio. Buscabas y rebuscabas por las habitaciones y ni tan siquiera encontrabas de esos pequeños que parecen furgonetas. Pero lo que era aún más curioso es que en casa del hombre de las bicicletas tampoco hubiera ninguna bicicleta. Ni de paseo, ni de carretera, ni de montaña, ni plegable, ni eléctrica. Ni una triste bicicleta estática, ni un triciclo infantil de plástico descolorido, ni un tándem con la cadena oxidada. El cómputo total de bicicletas en la casa del hombre del mismo nombre, era exactamente cero. Ni cero coma uno ni cero coma siete. Cero patatero, como decía José María Aznar cuando lo que supuestamente quería decir era cero pelotero, porque desde luego que hay patatas con forma de cero, pero también con forma de cinco y todo el mundo sabe que esas y (las tan escasas con forma de veintiocho) son las que fritas quedan mejores.

El hombre de las bicicletas tenía la casa llena de tanques, eso es. Tanques militares, pesados vehículos blindados de combate aquí y allá, era imposible no tropezarte con alguno de ellos. Los había de la Primera Guerra Mundial (Marks I, Renaults FT, Marks V, Sturmpanzerwagens A7V) y de la Segunda Guerra Mundial (T-34-85 soviéticos, Panzers VI tigers alemanes, M4 Shermans americanos). Los había nuevos y los había usados.


¿Qué le pasó al hombre de los velocípedos para acabar rodeado de tanta máquina de guerra? Una sombría predisposición familiar lo inclinaba hacia la logística bélica. ¿Y por qué su nombre se prestaba a tanta confusión? Algo muy patético para el pobre, una humillación tremebunda: se equivocaron los burócratas de mote cuando se hizo el primer DNI. Lleva más de cincuenta y tres años tratando de convencer a los funcionarios en vano.

lunes, 29 de enero de 2018

Cuentos tontos

El pobre escritor solo escribía cuentos tontos, pero no era su culpa. Él los enviaba cada día a la escuela: venga érase una vez un dragón blanco y volador, levántate que hay que ir al cole, venga, había una vez una niña sin suerte (ni buena, ni mala), arriba que hoy tienes examen de matemáticas, venga cuentan los viejos del lugar que vieron un melocotón gigante chocarse contra el arcoiris, despierta que aún tienes que acabar los deberes. Y así hacía el pobre escritor cada mañana con todos sus cuentos (tontos). Los vestía, les daba de desayunar, los acompañaba hasta la puerta de la escuela, les daba un beso en el título y luego volvía a casa a hacer las camas, cocinar la cena y seguir escribiendo historias. Afortunadamente, podía llevar a sus cuentos a un colegio público cerca de casa, no tenía que pagar matrícula, algunas famílias le dejaban los libros de texto y el comedor escolar estaba subvencionado, porque al ritmo que el pobre escritor escribía, cada día engendraba un nuevo alumno de preescolar o primaria. Los cuentos más tontos de todos repetían curso hasta tres veces. Algunos incluso sufrían acoso escolar. Desesperado, el escritor dejó de escribir. En su casa ya no cabían más cuentos (ni listos). Quizás había llegado el momento de que se emanciparan y se fueran a vivir a las páginas de un libro. Pero con lo tontos que eran, ¿podría el pobre escritor encontrarles una buena casa? y con el cariño que les tenía, ¿quería realmente deshacerse de ellos? A la porra, pensó el hombre, los publicaré en mi blog y que sea lo que Dios quiera.

La señora doña cuentacuentos

A la señora doña cuentacuentos se le escapaban las historias como se le escapaba el pis. Era muy mayor, como tres o cuatro veces la edad de un niño. Si se reía fuerte mojaba las bragas y un trocito de cuento se le salía del corazón. Lo del pis aún lo podía gestionar con ejercicios de Kegel diarios pero los derrames de relatos estaban fuera de su control. Todo el mundo veía el principio del cuento saliendo a presión del pecho: Érase una vez una sirena de estanque de jardín (PUM!) o Hace mucho mucho tiempo en un pueblo de piedra había un carpintero (PAM!) o Cuenta la leyenda que en las noches de luna llena los imanes de nevera (POM!). ¡Qué abochornada se sentía entonces la pobre señora! Recogía las palabras del suelo cómo podía y se iba andando con las frases arrebujadas en las manos. La gente se sorprendía tanto que no se atrevía a pedirle que, por favor, continuará la historia, que no la dejara en vilo ahora que había empezado. Hasta que un día un par de mellizos de diecisiete meses, que le habían hecho reír a carcajadas, vieron salir disparado como un muelle el inicio del que sería el cuento más bonito del mundo. Ese día la mujer tuvo que seguir contando y lo hizo sin vergüenza alguna, porque a los niños no les había parecido nada extraño que un buen cuento brotara desbocado de su teta. Lo que sin duda alguna no no entendieron fue que no le rezumara también leche como a su mama.

Medir bien las palabras

Hay que medir bien las palabras. Pensarlas bien antes de decirlas, que luego no nos caben en la boca y parecemos hámsters comiendo a dos carrillos. Yo cuando tengo que decir estratosférico lo hago en tres tiempos: estra, tos, férico, pues de otro modo me atraganto con tanta letra entre la lengua, el paladar y los dientes (teniendo como tengo las cuatro muelas del juicio). Yo no sé como a la gente le cabe esa palabra sin que la saliva se les derrame o se le salgan las vocales por la nariz, como cuando te cuentan un chiste mientras te tomas un café con leche de soja. 

Me ejercito con palabras menos complicadas: hipopótamo, maravilloso, planisferio, hojalata. Las digo mucho. Los que me conocen lo saben porque cuando me saludan y me preguntan qué tal estoy, les respondo muy bien, hojalata. Con el frutero, al que ya le tengo confianza, también practico: un quilo de manzanas fuji, planisferio, que hoy tiene muy caros los mangos. A mi marido lo llamo el maravilloso hipopótamo y así, en una solo enunciado bien cargado, me pongo a prueba. 


A mis niños, que justo empiezan ahora a hablar, les estoy haciendo un curso acelarado para que de mayores ninguna palabra les quede grande. Ejercicios bucales por la mañana: comerse una clementina de un solo mordisco y ejercicios verbales por la tarde: recitación sin signos de puntuación de poemas de Gloria Fuertes. Soy muy intransigente con los fallos, no hay comas que valgan. Lo hago por su bien, para que cuando sean adultos nada les impida ser electroencefalografistas.

sábado, 27 de enero de 2018

Trinomio fantástico: caballero, flor de pascua y mecedora

Cuando no estaba en la guerra, el caballero medieval disfrutaba de una taza de Earl Grey en la mecedora del porche. Dejaba el yelmo y la espada en el suelo, se descalzaba los escarpes y apenas vestido con la cota de malla, apoyaba los pies en la mesita de te y pensaba en cómo resucitar la flor de pascua. La preocupación botánica del caballero se mantenía a lo largo de las cuatro estaciones y sólo en Navidad, cuando la planta presumía de una floración abundante y vistosa, podía descansar en su mecedora tranquilo, sin afligirse por las hojas rojas marchitas. Esos días le sabían mejor que un combate ganado contra una muchedumbre mejor armada. Mantener viva una Poinsettia era más arduo que devolver a los soldados de su escuadrón sanos y salvos a casa. 

Un sábado 27 de febrero, el caballero medieval volvía a casa más malherido que nunca: calvo. Sus rizos castaños se habían ido cayendo uno a uno (y no de dos en dos) a lo largo de toda la contienda en Navarcles. El suelo del campo de batalla parecía el de una peluquería administrada por un barbero asesino: pelos por aquí, cuerpos decapitados por allá. No le importó demasiado al caballero medieval que, ya sin ningún cabello, lo único que tenía bien asido en la cabeza era el estado de su flor de Pascua. Se había ido a la guerra dejándola en el esplendor de su belleza y le asustaba encontrársela moribunda en tan poco tiempo. Cinco hojas verdes le quedaban a la Poinsettia. No todo estaba perdido, pensó acunado por el vaivén de su mecedora, pero porqué tenía que ser tan dura la vida.

viernes, 26 de enero de 2018

Le huele el aliento

Al niño que vive en un nido le huele el aliento a marisco. Gamba congelada de pizza de marca blanca. Eso parece. Los mocos transparentes que le llegan hasta el arco de cupido no mejoran el aspecto del niño-pájaro. Al menos el pañal está limpio y no hay restos secos de comida enganchados en el pelo. Al niño que vive en un nido le gustaría ser un bebé normal, pero no puede. Porque tiene una madre escritora y un padre que de grande quiere ser bombero y un hermano gemelo diferente. Por eso.

En su primera cita

En su primera cita ella sacó un libro de Oliverio Girondo en el primer piso de butacas del Liceo. Leyó algunos poemas antes de que empezara una ópera que ahora no recuerda en absoluto. Hablaron de El lado oscuro del corazón. Con el tiempo sabría que a él también le apasionaban los trenes eléctricos de juguete. Ella cenó un crepe que llevaba carpaccio de ternera. Nueve años más tarde sigue estando el crepaccio Rosso en el menú y cuando ella lo lee y lo descarta y busca una opción vegetariana, todavía se acuerda de cómo él le hablaba en aquella primera cena de su pintor preferido. ¿Puso una cara de asombro muy desorbitada cuando mencionó a Pollock? Tampoco se acuerda, aunque le gusta pensar que fue diplomática. Sin duda debió de serlo o él no la hubiera invitado de nuevo. Hoy una reproducción del número 8 de Pollock preside la entrada de su casa. Ella no sabe volar, pero a él le molesta más que no quiera bucear, aunque le asegure que con un neopreno seco no tendría ni pizca de frío.

miércoles, 24 de enero de 2018

Motes

Ella los llamaba mi gordo-frito y mi flaco-hervido. Martín solía ser el frito y Lorenzo el hervido, aunque no era una regla inmutable, a veces Lorenzo era el gordo y Martín el flaco y ella entonces buscaba al feo-glaseado por la casa pero no lo encontraba. Por supuesto ni Martín ni Lorenzo estaban gordos, fritos o hervidos, aunque sí un poco flacos para los estándares de pediatras obesófilos. Miren qué jamoncitos tienen, les decía ella a los pediatras rechonchófilos, para a continuación enseñarle los muslitos de sus niños al desnudo, con su carne pellizcable y que efectivamente pellizcaba desde la rodilla hasta el culete. Los pediatras rollizófilos asentían con la cabeza diciendo sísísí todo junto y muy rápido para echarla de la consulta cuanto antes y pedir una orden de alejamiento.

martes, 23 de enero de 2018

Montoncitos

Ella les decía te quiero montoncitos. Lo susurraba en la oreja derecha al mellizo Martín y en la izquierda al mellizo Lorenzo. Cada noche mientras dormían a su lado, ella hecha un bocadillo de pan de niños: os quiero montoncitos, decía flojito para no despertarlos, y si se atrevía a tentar más aún a Morfeo hasta les daba un beso. 

Ella siempre se dormía pensando en los montoncitos. Se los imaginaba lo suficientemente pequeños para que no fueran montones, aunque no tan escasos como los excrementos de un chihuahua, más bien como las caquitas de un West Hihgland Terrier de profesión inventor. En la cabeza de la afectuosa madre las boñigas de amor flotaban como nubes. Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva, la oía cantar su marido antes de caer rendida, prudentemente cubierta hasta las cejas por el edredón.

martes, 21 de noviembre de 2017

Botánica fantástica: las setas


Salen las mañanas de los domingos de otoño con la cestita colgada del brazo. Como si nada, como si no fueran a arrancar setas o como si arrancar setas fuera un pasatiempo inocente. Todo el mundo los ve y nadie dice nada, ni yo cuando me los cruzo por los caminos del Obac. Tendría que haberlos parado y haberles dicho muy seriamente: “¿Pero qué hacen, hombre? No tienen ustedes piedad alguna, eso por no mencionar que hay que ser muy bruto y tener un gusto poco exquisito para zamparse (al ajillo, a la plancha o con salsa) las casas de los Pitufos.” 

Yo sólo espero que les envíen con suficiente antelación una orden de desalojo o que, en el peor de los casos, se atraganten los gourmets de la vivienda ajena con un gorro frigio. No estoy diciendo que me alegre de las intoxicaciones que sufren algunos cazadores de hongos aficionados, pero qué esperan, eso les pasa por imprudentes, hay que cerciorarse de que las setas están deshabitadas, ¿qué clase de boletaire no sabe que la carne de pitufo es altamente venenosa? Si no hace falta ser muy perspicaz, nadie con la piel azul puede estar sano. Y aunque fueran moribundos, tienen derecho los pobres pitufos a morir dignamente, a manos de Gargamel o de su gato Azrael.  

Micológicos del mundo, glotones de los hogares de seres imaginarios, os deseo el más potente antifúngico. 

La biblioteca

Continuación de Noticias frescas

Antes de que Biakpa fuera Biakpa y estuviera en Ghana, fue Alejandría y estuvo en Egipto y como llegó Alejandría a ser Biakpa sólo se entiende tomándose cierta hierba infusionada diez minutos en agua de coco. Hasta ahí el misterio sigue siendo insondable. Kwesi sabía que aunque Julia quisiera contarlo un día, su discurso estaría tan fragmentado que nadie la entendería por mucho que quisieran creerla. Así, el secreto estaba a salvo. En cualquier caso, sí hay ciertas partes del relato que se pueden hacer públicas sin problema: el legado de la mítica biblioteca, fundada por Ptolomeo en el siglo III a.C.  sigue vivo. Su fondo documental ha ido aumentando a lo largo de los años con libros y audiovisuales y está disperso por toda Biakpa. Cada choza de barro custodia una fracción del ingente archivo. 

Antes de que los vendavales asolaran Biakpa, la clasificación bibliográfica era sencilla y encontrar los documentos requería, como mucho, un paseo a lo largo del pueblo. Todos los socios de la Biblioteca recibían un mapa numerado al ingresar en el club de lectura, que les daba derecho a entrar en las casas (de seis de la mañana hasta medianoche) a tomar prestados cuantos libros quisieran, además de a tomarse un te de lemongrass. Lamentablemente, desde que los huracanes movían las casitas de sitio, todos andaban perdidos. El vecino Nkrumah era el que peor parte se había llevado, siempre tenía que disculparse con los lectores que acababan por error en su casa pidiendo prestado “La llamada de los Gnomos” escrito por Will Huygen e ilustrado por Rien Poortvliet. Eran muchos (dentro de los pocos afortunados que conocían la existencia de la gran Biblioteca) los que buscaban la primera edición de este precioso libro y Nkrumah siempre respondía lo mismo: te equivocas, en esta casa no hay gnomos, solo gansos salvajes (aludiendo a las historias de Nils Holgersson). 

En la antigua calle de Boticario número 25 se conservaban los autores rusos y las sonatas de Beethoven. Ahora esa casa-anaquel estaba a cien metros del gran baobab. Del dintel de la puerta colgaba un crespón negro. Julia no se había fijado antes, pero ahora que se dirigía hasta allí, después de que Kwesi le hubiera desvelado por fin parte del enigma que le había conducido a orillas del Lago Volta (por cierto, el embalse con mayor superficie del mundo), empezó a atar cabos. Los crespones negros se ponían en la entrada de las biblioteca-cabañas como advertencia de que había documentos que no se habían devuelto en el tiempo acordado. No retornarlos puntualmente era de un ultraje, un deshonor y un desprecio atroz, tanto que sólo por reincidir una vez, te expulsaban para siempre de la Biblioteca, de Biakpa, de Ghana, y de toda el África Subsahariana. 

Hacía 15 años que un hombre llamado Mauricio Vélez Sandoval dejó a deber La sonata Kreutzer de León Tolstoi y  la primera grabación de la sonata número 9 en la mayor para violín y piano op.47 de Beethoven. Ahora, a punto de morir, no se lo podía perdonar. Alguien tenía que devolver el libro y el CD a su legítimo emplazamiento y tenía que ser Julia.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Botánica fantástica: Olivo (Olea europaea)

Hay monstruos tristes: dan tanta pena que no dan ni pizca de miedo. Los olivos-caniche, por ejemplo. Suena a Frankenstein vegeto-animal y se ven peor que el nombre que les he puesto, porque ¿a quién en su sano juicio se le ocurre avergonzar a un árbol centenario de tronco arrugado, grisáceo, robusto, con peluquines de hojas recortadas cual pelo de poodle (al estilo león) preparadito para una exhibición canina? Los miro y siento vergüenza ajena. Pensarán sus dueños que así de acicalados sus olivos tienen más solera, pero a mi sólo se me asemejan a gigantes jibarizados que ni son los graciosos enanos de Blancanieves, ni los alegres gnomos del bosque en el que vive David, ni los afables medianos de la Comarca de Tolkien. Sólo parecen colosos humillados, como los animales de zoo o de circo.

Afrentar así a estos símbolos vivos del Mediterráneo (que fueron consagrados, ni más ni menos que a Minerva), las ramas de los cuales sirvieron para coronar a los primeros atletas olímpicos es un insulto mayúsculo. Tanto es así que estos árboles, legendariamente mansos, están tramando una venganza digna de la deshonra a la que los han sometido. Nunca más las palomas de la paz llevaran sus ramitas en el pico. El escarmiento de los olivos va a ser cruel, según me han dicho los cipreses (que las tapias de piedra serán sordas y mudas, pero las vallas vegetales son unas chismosas). Cuentan que hasta pudieran ejecutar su plan antes del fin de semana y tiene lógica: yo creo que nos van a dejar sin aceitunas para el vermut de los domingos. 

Eso, para empezar. Que luego nos quitarán el aceite para freír patatas con pimiento verde y mojar pan con chocolate y ahí sí, ahí nos van a matar. ¡Dejad a los olivos en paz, hombres y mujeres amantes de la jardinería ornamental esperpéntica! Disfrutad vuestra pasión por lo artificioso en solitario, sin poner al resto de la sociedad en riesgo: compraos una planta de plástico (y de interior).


Fuente: http://www.iber-plant.com/pagina.asp?id=106&i=en

viernes, 17 de noviembre de 2017

Botánica fantástica: Liquidámbar (Liquidambar styraciflua)

Érase una vez un hombre enamorado de un liquidámbar. Es de recibo que no estaba muy fino teniendo, como tenía, alergia al polen. Margaritas le llevaba el hombre loco a su liquidámbar libertino, libros sobre el mar le leía el botánico de pacotilla al leño presumido que se teñía las hojas de rojo. Se burlaba la mujer del naturalista de la amante de su marido: ¿Cuánto le cobra la peluquera por el vulgar pigmento escarlata? ¿Se rizará las ramas para vuestra boda pagana? Tan inofensivo encontraba el escarceo de su esposo, que hasta ella misma empezó a cogerle cariño y así, sin querer, acabo queriéndolo ella también. Bombones le llevaba la majareta al árbol caducifolio (pralinés en forma de corazón que se comía la mujer a hurtadillas en el porche de la entrada de su casa, junto a los geranios celosos). 

Llegó el invierno y al pobre liquidámbar ya no le quedaba pelo, sólo una hojita en forma de estrella se erigía heroica en la cumbre. A cambio, centenares de bolitas con púas despuntaban de las ramas. Creía la gente que la pareja de adúlteros estaba perturbada, que ese triángulo amoroso era una aberración de la naturaleza ¡Pero si aquí el único que estaba com una cabra era el árbol! ¿O a caso no lo ven? Sin ser abeto, ni ser de plástico (¡Qué perversión!) se cree el liquidámbar que por estar calvo y llevar pendientes es un árbol de Navidad.

jueves, 16 de noviembre de 2017

La vida secreta de las cosas: las mantas de picnic


Dos gemelos de 15 meses duermen la siesta en el jardín. Como no es lunes, están a la sombra, pero bien tapados con sus sacos de dormir. Oigo la lavadora, que he puesto para tener bien limpia la manta que usamos cada año como base del árbol de Navidad. Es blanca, amarilla, roja y verde, tiene flecos en los bordes y puesta “despreocupadamante”, con regalos encima envueltos en papel de estraza, es digna de una foto para Pinterest. Fue manta de picnic durante años y, como tal, estuvo guardada en un baúl. ¿Qué tendrán los picnics que tanto nos ilusiona pensar que haremos y para los cuales compramos un atrezzo que nunca usamos? A mi favor tengo que decir que nunca compré la cesta de mimbre con sus vasitos, platitos, cubiertos y servilletas de cuadros porque temía que sólo adornara el armario. A punto he estado en montones de ocasiones, cuando la he visto en las tiendas como la promesa de una fantástica tarde de verano, mañana de primavera o incluso noche de invierno romántica. La he tenido en mis manos y casi he podido tocar la felicidad de comer en plena naturaleza, sentada sobre la hierba del campo, bajo un pino, un olivo o un roble. He oído cantar los pájaros, he visto a las ardillas saltar de una rama a otra y he saboreado la olivada con tostadas, la fruta limpia y cortada (por ejemplo, una macedonia de manzana y mango) y he sorbido durante media hora un café caliente que guarda un termo de un litro, por si a caso invitamos al resto de domingueros mientras jugamos al Parchís, el juego de mesa de mi infancia. Todo eso he podido sortear en la tienda pija que quería endosarme la cesta de picnic por 60€. No ha sido fácil y si no he sucumbido a la tentación hasta entonces, lo diré claramente, es por el precio. Un poco más barata y caigo en la trampa. 

Ayuda también el recuerdo de mis abuelos, con los que hice picnics de verdad en un terraplén de las afueras de Terrassa sin tantos bártulos. De hecho, sólo recuerdo que necesitáramos una manta vieja (¿o era un mantel?) y una tableta de chocolate negro Dolca. Seguramente también habría una barra de pan y algo para beber, pero no me atrevo a confirmar si era agua, zumo o Cacaolat. Conociendo a mi abuela podrían haber sido las tres cosas. La inclinación del terreno no nos permitía instalar ningún juego de mesa, me parece que sólo nos sentábamos a merendar. Mirábamos los coches que iban de la Maurina a Can Trias o a Can Gonteres. Mientras tanto, mi abuela debía buscar menta o perejil y si era época, genista. Chicles de clorofila, ahora me acuerdo. De eso tampoco faltaba. Mi abuela siempre llevaba un paquete en el bolsillo de la bata. De clorofila, no de menta y de láminas envueltas en papel, no grageas. Ya se ha despertado el gemelo-mejillón, tengo que volver de mi viaje en el tiempo y tender la manta de picnic, ahora con más cariño que nunca, después de haberme obsequiado un trocito de su vida secreta. 

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Noticas frescas

Continuación de Parece que va a llover

Bruno era un hombre guapo como los de las películas en blanco y negro, descartando las de Chaplin, claro. Para ser exactos, Bruno se parecía mucho al Paul Newman que hacía de Brick en La gata sobre el tejado de zinc, aunque tenía el pelo más largo y más gris, tipo Richard Gere en Nights in Rodanthe. Todas las mujeres lo adoraban. Notaban como a su lado embellecían incluso más que si llevaran el mejor modelo de Balenciaga. Las malas lenguas cuentan que a su alrededor siempre había mujeres haciéndose fotos que aprovechaban para cuando tenían que ir a renovarse el DNI.

La quiosquera lo esperaba cada día con el diario preparado, lo que quería decir que Bruno se llevaba un ejemplar más o menos agujereado según las noticias que Petra hubiera tenido que recortar. A Bruno sólo le interesaban las coníferas, las noticias en las que se mencionara la palabra “bienintencionado” o la expresión “sin lugar a dudas” y los textos con faltas de ortografía. En todo caso, Petra no cobraba 2€ de más por hacer esa ardua selección, sino tan sólo por retirar del diario aquellos artículos que empezaran con la letra D, titulares incluidos. Todas las mañanas, a las 9 en punto, Bruno aparecía por la esquina paseando a su perro Sherlock; al acercarse al quiosco el detective consultor abría la boca y atrapaba entre sus dientes el diario cercenado, que llevaba hasta casa sin contratiempos, excepto si encontraba por el camino una botella de plástico vacía, su perdición. Entonces Sherlock dejaba tirado el diario en cualquier parte y Bruno recogía el testigo, haciendo malabares con la correa, la barra de pan integral, el ramo de flores y los dos kilos de fruta. 

Al llegar a casa, con el café recién hecho y Sherlock dormitando a sus pies, Bruno empezó la disección del diario. Tuvo mucha suerte, ese día había conseguido cinco noticias “bienintencionadas”, ocho “sin lugar a dudas” (sobre todo en la sección de política, en la que unos partidos atribuían a los otros todo tipo de vilezas sin titubeo), un artículo sobre la replantación de cipreses en el cementerio municipal y una crítica cinematográfica repleta de faltas de ortografía. Aunque la suerte la tuvo además porque el artículo más importante de todo el diario no había sido recortado, a pesar de que empezaba con la maldita cuarta letra del abecedario (se entenderá la aversión de Bruno por el grafema próximamente). El caso es que, de repente, tenía delante una foto de Julia, más morena que cuando se marchó hacía ya casi dos meses (según dejaba entrever el matiz gris más intenso del diario), sentada bajo un imponente árbol, con un titular en el que se leía: “Desaparecida una vecina de Terrassa en Ghana”. 

Interpretación libre del ejercicio de escritura: Noticias frescas

domingo, 12 de noviembre de 2017

Trinomio fantástico: palmera, cojín y amarillo


Cuentan los niños que viven en el trópico que las palmeras cantan por la noche. Se despiertan esos niños cuando los padres dormidos como troncos (de árboles que no hablan, se entiende), se suben con la almohada a tumbarse entre las ramas. Suelen situar el cojín cerca de los cocos o de los dátiles, en función, claro está, de si hablamos de la Cocos nucifera o de la Phoenix dactylifera. Así lo hacen porque sostienen los niños que el concierto les da sueño y que el sueño les da hambre, aunque nunca llegan a catar dichos frutos, y es que corre el rumor de que al comérselos la palmera enmudece un siglo entero. 

Se debaten esos niños melómanos entre el insomnio y la inanición sólo por escuchar las canciones vegetales hasta la madrugada, cuando las palmeras se callan a medida que el cielo se pone amarillo. Cuando el amarillo ya es del mismo tono de la manta que cuelga del sillón orejero que tiene una mujer europea en su salón, los niños bajan y se cuelan de nuevo en su cama hasta que les suena el despertador. Mientras desayunan, los padres les preguntan cómo han dormido, qué han soñado. No saben los niños si decirles la verdad o la mentira, hay que entenderlos, pobrecillos: tienen miedo de que, al saberlo, los adultos talen sus palmeras para convertirlas en la estrella de la canción del próximo verano. 

"Cuando el amarillo ya es del mismo tono de la manta que cuelta del sillón orejero
que tiene una mujer europea en su salón..."

San Martín 2017


Cato orejas. Las chupeteo, las muerdo flojito (para que luego, si los niños me imitan, no me queden marcados sus dientes), las espachurro con los labios, las soplo como si fueran las velas de mi mejor cumpleaños y luego las olfateo: huelen a baba, a carne de bebé adorado, a medio gemelo asimétrico (que son dicigóticos), a cera de cirio encendido para San Martín porque hoy es tu santo, y aunque seamos ateos, o pastafaris -no en vano, a la que me descuido y abrís el cajón al que llegáis de la cocina, os encuentro con el colador en la cabeza, cual yelmo de caballero de la orden del Tupperware o acólito de los espaguetis a la carbonara (sin bacon)-, pues hay que celebrar que hoy, 11 de noviembre de 2017, mi mellizo con mejillones en la cara tiene el nombre de un niño que encontró un ratón debajo un botón, ay que chiquitín. 

jueves, 9 de noviembre de 2017

La vida secreta de las cosas: los guantes

Recuerdo que cuando a los siete años supe que el número uno en ingles era one, pronunciado "guan", me fascinó sobremanera haberlo estado diciendo sin querer cada vez que pronunciaba la palabra guante. Abría el cajón de la mesilla de noche (no recuerdo si el primero, el segundo o el tercero ¿tenía tercer cajón esa mesilla?), cogía los guantes, los manoseaba y decía en voz alta, guan, guan-te, como si acabara de descubrir un gran secreto. En los guantes españoles se guarda el uno inglés, qué curioso. ¿Qué otras más palabras extranjeras sé ya, sin saberlo? pensaba. ¿Qué mensajes en chino, swahili, alemán, finés o balleno estoy emitiendo cuando hablo en castellano? ¿Y cuando hablo en catalán? ¿Serán los mismos, distintos o son, precisamente, completamente opuestos? Desde luego, eso explicaría muchas cosas.

Creo que mis disquisiciones filosófico-lingüísticas acababan ahí, sentada en el suelo con mis guantes de lana en las manos, absorta en el uno oculto entre sus cinco dedos de tela.

domingo, 5 de marzo de 2017

Pets de petons

Hi havia una vegada una mare que tant feia petons a les galtes com a la boca el seus fills bessons. Si es descuidava ells l'obrien i, glups, se'ls empassaven. Normalment no afectaven a la digestió de la llet que havien pres una estona abans, però de tant en tant els petons es recargolaven als budells: el trànsit, afortunadament, només els hi feia pessigolles! 

Els nutrients dels petons absorbits engreixaven les galtes dels nens, aixi com els dits petits dels peus esquerre, mai les panxes  o els polzes! Imagineu quin fart de petons es feien alguns dies que la mare els hi havia de foradar les sabates esquerres perque el dit petit no els apretés! 

El més divertit de tot era assistir al final del trajecte del petó menjat, doncs un sonor pet amb olor a caramel de maduixa (sense sucre, gluten ni lactosa) s'escapava dels culets dels bessons! Mai mes ningú va tenir pets de petons tan deliciosos!

viernes, 8 de abril de 2016

La mujer redonda rebota de nuevo

La mujer redonda está un poco abombada, como la Tierra, según dicen. Teme que su barriga sobresalga como un pepino, ella que había soñado siempre con llevar lo más parecido a una media luna entre su pubis y su pecho. Su marido la consuela diciéndole que está preciosa, así mismo lo expresa, él que nunca antes había utilizado ésa palabra para adjetivarla. En cualquier caso, eso no es lo peor que le podría pasar a la mujer pepino, no en vano, todavía luce un par de hematomas verdes en su barriga, recuerdo de los últimos pinchazos de heparina antes de que se los suministrara en los muslos, mucho más discretos. Pues bien, tener una barriga zepelín no sería tan malo, si sus niños están cómodos así ella es capaz de deformarse toda enterita, lo que haga falta, aunque espera que no llegue a los límites de Samsa. A la mujer con tres corazones, seis piernas y sesenta dedos lo que más le angustia es escribir sobre su embarazo, como si al hacerlo deshiciera un hechizo o se despertara de un sueño. 

19 semanas ya, el 50% de un embarazo gemelar, con sus visitas a urgencias y sus consultas a los foros de pre-mamás hipocondríacas (sí, ya sabe que no se debe hacer…), con sus días de paseo (al ritmo de un caracol lento) y sus días entre las almohadas del sofá y la cama (leyendo o pintando con sus recién estrenados 60 colores de madera Faber Castell), con sus recorridos por las tiendas de puericultura (multiplicando mentalmente por dos todo lo "imprescindible" para la crianza de un niño) y sus noches en vela, combinación de vejiga y nervios. Con todo eso y sobre todo con una alegría contenida por un miedito alimentado por malos recuerdos. 

Que con éstas líneas rompa yo la superstición de la mujer tricéfala, que con estas frases la mujer redonda se crea por fin que está a punto de ser madre. Que así sea.